Sami Naïr: “La Unión Europea es un sistema políticamente acéfalo”
El politólogo y filósofo francés analiza en su último ensayo, «Europa encadenada: el neoliberalismo contra la Unión» (Galaxia Gutenberg), la deriva que puede tomar la Unión Europea.
Texto: David Valiente
Entre las muchas inquietudes intelectuales de Sami Naïr (Argelia, 1948), la Unión Europea ocupa un espacio especial. El politólogo y filósofo francés puede presumir de conocer la Unión Europea tanto en el ámbito teórico como administrativo, pues entre 1999 y 2004 ocupó uno de los asientos del Parlamento Europeo.
En su último ensayo, Europa encadenada: el neoliberalismo contra la Unión (Galaxia Gutenberg), analiza detalladamente la deriva que puede tomar la Unión Europea si no cambia el rumbo y se redirige a buen puerto. Europa se centra cada vez más en la economía y menos en los aspectos sociales, y Sami Naïr culpa de esta situación al pacto realizado entre conservadores y socialdemócratas franceses que ha hecho de la Unión una fiesta de la mercadotécnica por las exigencias de la doctrina económica neoliberal.
Desde hace ya unos años a la Unión Europea se la asocia con la palabra declive.
Es otra manera de expresar que el sistema, puesto en marcha hace cuarenta años, ahora experimenta una profunda crisis. En el ámbito económico, por supuesto, se han logrado mejoras sustanciales: un mercado común de veintisiete miembros en el cual circulan libremente productos, personas, ideas… y una moneda también común (que no única). Pero aún no se han solucionado los problemas sociales ni los de liquidez. Estos desequilibrios se aprecian con mayor claridad en las economías de los países del norte y del sur. Estos últimos son considerados los socios pobres, su situación financiera no es la mejor y deberán afrontar una gran deuda durante muchos años.
¿A qué se debe esta situación?
Sobre todo al rumbo que en 1986 tomó la Unión Europea al incluir el Acta Única en el acervo jurídico y a una posterior radicalización de su postura con la creación del Banco Central y la firma del Tratado de Maastricht (1992). Algunos países rechazaron la idea de construir una comunidad política y se consolidó el modelo económico neoliberal, que no solo se basa en la libre circulación de mercancías, sino también de capitales. De este modo, los países más ricos de la Unión han podido invertir en los más pobres y condicionar su orientación económica. Detrás de este sistema se encuentra la Comisión Europea, con sede en Bruselas, compuesta y dirigida por tecnócratas no elegidos por los ciudadanos europeos, que rige el desarrollo económico de Europa sin ningún control político que limite su actividad. La Comisión Europea funciona a través de normas administrativas, reglamentos y directrices. El sistema europeo se compone también de un parlamento, pero sin la facultad de legislar. Por otra parte, el Consejo Europeo, teóricamente encargado de orientar las medidas políticas de la Comisión, no cumple su cometido al haber cedido todo derecho de iniciativa a la institución que debería guiar. Por tanto, estamos ante un poder tecnocrático y anónimo, que funciona gracias a la creación de normativas contra las que ningún Estado puede actuar de modo recalcitrante. Es un sistema políticamente acéfalo.
Un compatriota suyo, Emmanuel Todd, en La derrota de Occidente, dice que nuestros sistemas políticos no pueden ser calificados de democráticos y propone otra designación: oligarquías liberales. ¿Es aplicable este término a la Unión Europea?
Emmanuel Todd es amigo mío y un hombre muy inteligente. Durante muchos años hemos trabajado juntos. En la década de los noventa, publicó un libro muy lúcido sobre la inmigración: El destino de los inmigrantes, uno de los mejores trabajos que se han publicado sobre esta cuestión. No he leído aún el libro que menciona, pero, por supuesto, comparto el punto de vista de mi compañero. Las preguntas que deberíamos hacernos son: ¿qué significa oligarquía? ¿Cómo funciona este sistema? En 2003, publiqué El imperio frente a la diversidad, donde, en el primer capítulo, trato de comprender cómo funciona el sistema mundial a tenor de la presencia de grandes potencias, como Estados Unidos, China, Rusia y Japón, que tienen su peso respecto a la orientación económica mundial, ya que estos grandes Estados ceden competencias a sus multinacionales en cuanto a las cuestiones económicas se refiere. Otro pilar que compondría la panorámica internacional es el de las grandes sociedades transnacionales, que hacen de contrapeso de las actividades de los conglomerados económicos. Es decir, el equilibrio global nace de la lucha dialéctica de estos dos polos. Por supuesto, los Estados defienden los intereses de sus grandes empresas en el exterior. Lo vemos en el apoyo que Donald Trump da a las multinacionales estadounidenses para tratar de evitar un declive económico que los dejaría fuera de la carrera por el control mundial. Pues bien, la Comisión Europea articula su política de una manera similar, haciendo de intermediario entre los Estados-naciones involucrados en el proceso de construcción de Europa y las multinacionales que desempeñan un papel clave en el mercado común. Estas multinacionales tienen representación en el Parlamento Europeo y en la Comisión Europea. Como nos revelan los datos, entre la Comisión y el Parlamento trabajan 32.000 funcionarios. Asimismo, dentro de esas mismas instituciones hay otros 30.000 representantes de lobbies con el fin de defender sus intereses dentro de los organismos. Por ende, cuando hablamos de oligarquía, lo hacemos de un sistema complejo que funciona a través de negociaciones conflictivas y constantes entre distintos intereses. La Unión Europea no solo cumple la definición de oligarquía, sino que además no ha intentado escapar del sistema; todo lo contrario, ha permitido la incursión legal de lobbies en las principales instituciones.
Debido a la complejidad política, social, económica y cultural del continente, parece que los pueblos europeos carecen de unidad y abundan en disputas. ¿Cree que hay elementos que puedan fomentar una conciencia comunitaria entre los ciudadanos de las diferentes nacionalidades?
Desde el siglo XVIII, los europeos no han vuelto a tener una idea tan importante, inteligente y profunda como la de construir la unidad europea. Y esto no es un sueño, sino claramente una necesidad si Europa quiere seguir siendo un crisol civilizatorio basado en los valores fundamentales de la Ilustración: la libertad, la igualdad, la solidaridad, la tolerancia… Otros continentes no comparten esta serie de valores. Por lo tanto, los europeos tienen entre manos un proyecto vital que puede parecer utópico, pero que en realidad es necesario. El problema, como ya he mencionado, es que el sistema económico adoptado por las instituciones ha hecho que la construcción de un sistema político fracase. Una Europa política supondría un control normativo sobre la Comisión, y las fuerzas financieras no desean esto. Los veintisiete miembros gastan, respecto a su PIB, tan solo el 1,12% en mantener la Unión Europea. Si hacemos el cómputo en términos de PNB, la cifra es aún más baja, del 0,03%. Esto representa una carga mínima para los países y sus 420 millones de habitantes. De hecho, estas cifras explican por qué no se ha desarrollado una política común, una defensa común, una política educativa comunitaria y muchas otras iniciativas necesarias. Los Estados miembros tampoco quieren asumir mayores inversiones, pues sienten que el sistema escaparía de su control.
De hecho, se teme el surgimiento de un hegemón que controle la deriva política…
En Europa siempre ha habido un hegemón. Ya en los primeros compases de lo que hoy denominamos Unión Europea, Francia, su impulsora, se convirtió en el actor hegemónico. De hecho, París propuso la reconstrucción de Alemania y su integración en los circuitos económicos europeos. De esta iniciativa resultó el Tratado de Roma, por el cual las dos principales potencias económicas y demográficas establecieron una hoja de ruta en común. Este acuerdo fue, sin duda, la mejor manera de evitar una nueva guerra y potenciar el progreso del continente. Desde la década de los sesenta, el eje franco-alemán se ha configurado como el líder de la construcción europea. Paulatinamente, otros países se han ido incorporando al proyecto. El euro es otra consecuencia de este acuerdo, una moneda bajo el liderazgo alemán porque el marco tenía más peso que el franco. De ahí que la política monetaria esté bajo el control de los alemanes y ellos tomen las decisiones en esta cuestión, a pesar del desacuerdo ocasional de Francia. Por su parte, París asumió el rol de potencia militar y los alemanes no pueden emprender acciones de este tipo sin la supervisión de la contraparte. En la actualidad, el acuerdo entre estas dos potencias atraviesa una crisis debido principalmente a la recesión económica de 2008 y al desacuerdo estructural consecuente entre la estrategia francesa (y sus aliados del sur) y la estrategia alemana (y sus aliados del norte). Las divergencias cada vez son más profundas. No se aprecia un intento claro de dominación, aunque se observan actos coactivos, como los de 2010, cuando la crisis mundial azotó con mayor severidad a los países de la Unión Europea y el eje franco-alemán impuso una política de austeridad, sugiriendo la salida de los países que no quisieran acatarla.
Polonia cada vez tiene un mayor protagonismo en la Unión. ¿Esto puede modificar el eje de poder?
A menudo, el discurso difiere de la realidad. En Europa, la realidad es que Polonia, una potencia demográfica limítrofe con Rusia, ha ganado protagonismo en la actual coyuntura bélica. Varsovia ha decidido reforzar su armamento para garantizar su defensa. Este rearme se lleva a cabo mediante la compra de suministros a Estados Unidos y Corea del Sur. Sin embargo, sus esfuerzos para defenderse no son suficientes y sigue dependiendo del paraguas de la OTAN. Aquí vemos una de las primeras diferencias respecto a Francia, que para protegerse no necesita de la organización ni siquiera participa activamente en todas sus instancias. Por otro lado, tampoco se puede comparar en términos económicos con Alemania, ni siquiera juega en la misma liga que Francia o Italia.
Sin embargo, llama poderosamente la atención que, frente a la guerra en Ucrania, la respuesta de la Unión se haya alineado con el discurso de Polonia…
Al inicio de la guerra, Berlín y París adoptaron una postura diferente: evitar un enfrentamiento con Putin. Emmanuel Macron, cuyo país ostentaba la presidencia del Consejo Europeo en ese momento, se reunió en varias ocasiones con el presidente ruso para lograr la paz. Rusia planteó tres exigencias: 1) La devolución de Crimea no es negociable, 2) Ucrania no puede entrar en la OTAN y 3) los territorios del Donbás deberán ser autónomos o integrarse dentro del territorio ruso. Tras un año de negociaciones infructuosas, se dieron cuenta de que sus esfuerzos serían inútiles porque las exigencias de Putin no eran aceptables para Ucrania ni los países de la Unión podían aceptarlas, pues habría supuesto una traición a Kiev. Al ver que la vía del diálogo se había agotado, los veintisiete cambiaron de postura y se alinearon con los postulados polacos.
Desde que comenzó la guerra en Ucrania, cada vez se oyen más voces que piden la construcción de un ejército europeo que defienda los intereses del continente.
Este es un dilema antiguo. De hecho, hace veinte años, cuando ocupé un asiento en el Parlamento Europeo, ya nos planteamos esta posibilidad. Sin embargo, en el contexto actual veo imposible crear un ejército europeo. Parece que se dan pasos hacia ello: se ha creado el puesto de comisario para la Defensa Europea, pero no deja de ser una medida cosmética. Lo primero que deben hacer los veintisiete para crear una política de defensa común es ponerse de acuerdo en el rol que la Unión Europea debe jugar en la escena internacional. No podrán tener una política de defensa común ni una política exterior común hasta que se pongan de acuerdo en esto. Ahora mismo, Europa se encuentra limitada por la dependencia militar de sus aliados, principalmente de Estados Unidos. El armamento de los países de Europa del Este y de Alemania depende de Washington. Francia asegura que pondrá sus fábricas armamentísticas y su cadena de valor al servicio de la Unión Europea con tal de conseguir la tan ansiada soberanía e independencia, dos requisitos fundamentales para que Bruselas pueda dialogar de tú a tú con las grandes potencias, sean aliados o adversarios. Sin embargo, en este punto tampoco se ponen de acuerdo. Hasta el momento, los pasos dados para mejorar las capacidades defensivas han consistido en que los Estados, por su cuenta, aumenten el gasto en defensa. Así, encontramos a Alemania, que ha pasado de invertir un 1% de su PIB a un 2,5%, con la intención de igualarse al 3% que ya gasta Francia que, a su vez, pretende aumentarlo a un 5%. Los países del este siguen esta misma dinámica. Sin embargo, el problema es que cada país lo hace por su cuenta. Por lo tanto, cuando se habla de política de defensa comunitaria no se hace referencia a la construcción de un ejército común, sino a una suerte de cooperación en la compra de armamento y a un intento de crear entre los distintos ejércitos nacionales una cultura militar común, que les permita llevar a cabo operaciones en conjunto, bajo la tutela de los ministros de defensa de cada país. Se descarta, por tanto, la creación de un Ministerio de Defensa europeo encargado de gestionar un ejército común.
La guerra en Ucrania ha provocado una mayor urgencia por entrar a los países aspirantes a la membresía. ¿Europa debería consolidar lo que ya tiene o expandir sus fronteras?
Considero que la construcción de Europa debe estructurarse en círculos, y el primero de ellos debería corresponder a los países de la zona euro, a los veinte países que adoptaron la moneda única. El primer paso es construir una estructura política que los unifique. Las cuatro grandes potencias demográficas, Alemania, Francia, Italia y España, por supuesto, con el apoyo absoluto y necesario de los países económicamente fuertes, aquellos que en su tiempo conformaron la Liga Hanseática, deben convertirse en la locomotora de la Unión. Luego habría otro círculo conformado por los miembros que no utilizan la moneda única pero están integrados. Con ellos, es imprescindible una política de cooperación profunda, como ya prevén el Tratado de Maastricht y el Tratado de Lisboa. Sin embargo, por razones obvias, no podrán participar en la toma de decisiones de asuntos relacionados con la política monetaria. La Unión Europea deberá hacer esfuerzos para facilitar su integración en el primer círculo. El último círculo lo compondrían los países que aspiran a la membresía, pero que aún no han sido integrados. Esta perspectiva de ampliación resulta lógica, aunque a la Comisión no le interesa porque su objetivo no es otro que la expansión comercial hacia el este, evitando, eso sí, el diálogo con Rusia.
¿No le hubiera interesado más que Rusia se convirtiera en su socio?
Creo que Europa perdió una ocasión de oro cuando el régimen comunista se derrumbó a principios de los 90. Borís Yeltsin y el propio Vladímir Putin, en 1995, solicitaron a la Comisión la construcción de una estructura internacional que acercara a Europa y a Rusia. Sin embargo, tanto Bruselas como los países miembros rechazaron la propuesta. Por supuesto, Estados Unidos también mostró su oposición a este plan, ni quería oír hablar del asunto. Washington buscaba una Rusia sometida a sus designios y la entrada en una superestructura junto a los países europeos le conferiría mucha fuerza. En mi libro menciono que Putin intentó hablar con José Manuel Durão Barroso para evitar un conflicto en Ucrania, pero el expresidente de la Comisión Europea respondió que el asunto ucraniano solo le concernía a la Unión. ¿Cómo puede decir que Ucrania no es un problema para Moscú con los lazos culturales tan estrechos que existen entre ambos países y la importancia que tiene para la seguridad rusa? En muy poco tiempo, más aún tras la invasión de Ucrania, se ha construido un nacionalismo ucraniano que combate las pretensiones expansionistas de su vecino. Por su parte, Moscú ha reorientado su estrategia y se ha lanzado a los brazos de China, con quien organiza el llamado Sur Global para hacer frente a Occidente.
Vemos cómo la orientación ideológica del mundo está cambiando. ¿Cree que Europa puede salir beneficiosa de la llegada al poder de líderes con el perfil de Donald Trump?
De momento, el impacto es negativo porque nuestro principal aliado se está convirtiendo en enemigo. Es verdad que ahora mismo existe la posibilidad de desarrollar una autonomía estratégica, pero es más una obligación que una elección. El paradigma internacional planteado por el mandatario de la Casa Blanca pone sobre la mesa dinámicas de reacción y construcción, ante las cuales caben dos respuestas posibles. La primera de ellas es plantar cara a sus provocaciones, porque, sin duda, ha abierto la veda para construir una Europa políticamente unida y con una política de defensa común. Y la segunda es arrodillarse. En Europa, podemos comprobar que algunos países que prefieren esta segunda opción. Con esto no quiero decir que sea la alternativa que la Unión vaya a elegir, aunque también diría que es una posibilidad real. Debido a esta coyuntura, el eje franco-alemán, con Bruselas como intermediario, se sentará en la mesa de negociación con Donald Trump quien, casi seguro, llegará a acuerdos, porque el presidente de Estados Unidos es un hombre de negocios y lo último que quiere es que la respuesta de los veintisiete perjudique a las multinacionales estadounidenses, que encuentran en el continente un gran nicho de mercado. Por lo tanto, se van a producir unas negociaciones muy duras y la cuestión es cómo resistirá la Unión Europea.