Roberto Montoya: «Muchos analistas consideran que la división interna del país es tan profunda que no se puede descartar una guerra civil»
El periodista y analista político argentino Roberto Montoya acaba de publicar «Trump 2.0».
Texto: David Valiente
Ocurre también en otras regiones, pero Latinoamérica —considerada por la doctrina Monroe como el “patio trasero” de Estados Unidos— ha sentido con particular intensidad que sus destinos han estado siempre atados al vecino del norte. Washington ha estado detrás de la mayoría de los golpes de Estado ocurridos en países como Brasil, Chile o Argentina. Las multinacionales del norte han invadido los mercados del sur, muchas veces destruyendo las posibilidades de los pequeños y medianos empresarios de prosperar económicamente. “Desde el primer momento, los latinoamericanos hemos sentido las garras del imperialismo sobre nuestra tierra”, dice el periodista y analista político argentino Roberto Montoya quien acaba de publicar Trump 2.0 (Akal).
Montoya hace un repaso por “la historia depredadora de Estados Unidos, que inició su andadura como república independiente anexionándose por la fuerza la mitad del territorio de México. Además de engullir a los países vecinos, ha derrocado gobiernos progresistas o aquellos que hayan limitado la acción de sus multinacionales, que violentaban la soberanía de los países”. Este ejercicio sistemático de injerencia ha sido conocido como la política de las cañoneras: consistía en posicionar bombarderos frente a las costas de países donde Estados Unidos tenía intereses estratégicos. Si sus prerrogativas no eran satisfechas, abría fuego con total impunidad.
Por eso, la trayectoria de Roberto Montoya se ha centrado en comprender las dinámicas del imperialismo estadounidense, aunque también destaca su faceta activista, aquella que trata de desmantelar las narrativas dominantes y combatir una realidad opresiva y degradante. Su primer libro, Los terratenientes, se publicó en la década de los setenta, y analiza la transformación del campo argentino y las conexiones entre su oligarquía y los sectores proestadounidenses. En 2000, Montoya junto a Daniel Pereyra, escritor argentino y gran conocedor de los conflictos latinoamericanos, publicaron El caso Pinochet y la impunidad Latinoamérica, un ensayo eficaz contra la pérdida de la memoria colectiva y el olvido.
En 2003, antes de la invasión estadounidense a Irak en el marco de la “guerra contra el terrorismo”, Montoya publicó El imperio global, un ensayo que insiste en la impunidad de un país que comete actos deshumanizantes, como la tortura sistemática y las invasiones en países del Medio Oriente. Once años después publicó Drones, donde desmonta la imagen edulcorada que valió a Barack Obama el Premio Nobel de la Paz y que pretendía mostrar su deseo de acabar con la oscura guerra contra el terror de la administración Bush. La realidad fue otra: pocos días después de asumir el cargo, Obama autorizó los primeros asesinatos quirúrgicos mediante drones. Cualquier persona considerada sospechosa podía ser ejecutada extrajudicialmente, sin importar las fronteras ni los espacios aéreos violados durante la operación. “Lo que hizo Obama fue cambiar las dinámicas de la guerra de Bush: la convirtió en un ejercicio más soterrado, menos costoso para las arcas públicas y más seguro para los soldados estadounidenses”, resume el periodista. Dos años más tarde, el periodista argentino continúo desvelando los trapos sucios de Washington en La impunidad imperial, donde se adentra de lleno en los casos de tortura y humillación del ejército americano en Irak.
Dentro de esta incesante actividad por revelar los planes y programas secretos del poder estadounidense y hacerlos visibles, la nueva publicación de Montoya, Trump 2.0, trata de comprender el fenómeno trumpista y los movimientos políticos del nuevo mandatario de la Casa Blanca. A pesar de su declive, Estados Unidos sigue influyendo de forma negativa en distintos rincones del planeta, como explica el autor en su ensayo. Roberto advierte: “El imperio estadounidense da muestras de lento declive desde hace muchos años y Trump asegura que es el único que puede evitarlo. De ahí su eslogan Make America Great Again, como si el mundo siguiera siendo unipolar. Pretende recuperar incluso el expansionismo territorial, como hemos visto al querer anexionarse Groenlandia, Canadá o controlar el Canal de Panamá, algo que creíamos era algo del pasado. Se resiste a ver que el mundo es cada vez más multipolar”.
En su libro Trump 2.0 usted menciona un documento elaborado por la Fundación Heritage, el think thank neoconservador más poderoso de EEUU, que estaría marcando la hoja de ruta de las medidas del presidente Trump. ¿Podría explicarnos en qué consiste ese programa?
La Fundación Heritage ha sido una de las principales asesoras ideológicas de los gobiernos republicanos durante décadas. En esta ocasión, ha diseñado un plan de acción cuyo objetivo central es desmantelar el Estado tal como lo conocemos. Propone una acumulación progresiva de poder en la figura del presidente, acompañado de la anulación o debilitamiento de un amplio conjunto de leyes que protegían derechos sociales y civiles. Uno de los terrenos más afectados ha sido el de los derechos de las minorías. Se han limitado de manera significativa los avances en materia LGTBI y las políticas antirracistas. Por ejemplo, la administración Trump ha eliminado medidas de discriminación positiva que garantizaban el acceso a la universidad de estudiantes pertenecientes a minorías raciales; ha deportado a miles de inmigrantes que tenían visas temporales y ha cortado las subvenciones a universidades como la de Harvard por no haber impedido las manifestaciones estudiantes de solidaridad con Palestina. Su última medida contra la universidad más antigua de Estados Unidos, ha sido anunciar que prohibirá la presencia de estudiantes extranjeros.
Entonces, ¿la elección de Donald Trump no fue tan espontánea, sino que estuvo calibrada para ejecutar ese plan del que hablaba?
No creo que Trump sea un títere. Su primer mandato es una prueba de ello. De hecho, tanto los grandes donantes como los sectores más conservadores del Partido Republicano mostraron muchas reservas ante su candidatura: nunca había ocupado un cargo público y tampoco tenía el perfil típico de la élite política estadounidense. Trump proviene de una familia adinerada, heredó un holding inmobiliario y diversificó sus negocios hacia otros ámbitos. Fue propietario de los concursos Miss Universo y Miss Estados Unidos, y durante años condujo el programa televisivo El aprendiz, donde humillaba sin miramientos a los participantes. Esa exposición pública le granjeó una notable popularidad, especialmente entre sectores sociales menos ilustrados. No parecía tener aspiraciones políticas, al menos hasta que comprendió el nivel de influencia que había alcanzado. Fue entonces, motivado también por el desencanto que le producían los dos grandes partidos, cuando decidió presentarse a las primarias republicanas con setenta años, algo insólito en las democracias europeas. Al principio nadie creyó que pudiera imponerse a los otros dieciséis candidatos, todos con experiencia política. Sin embargo, sus campañas de recaudación de fondos fueron muy exitosas y le permitieron desarrollar una estrategia propagandística intensa. Su oponente en las presidenciales fue Hillary Clinton, una figura histórica del Partido Demócrata. Muchos daban por hecho que ella ganaría. Nunca una mujer había presidido el país, pero tampoco lo había hecho un afroamericano antes de Obama. La victoria de Trump fue una sorpresa para muchos, incluso dentro de su propio partido, donde no contaba con la confianza plena de las figuras tradicionales. Todo esto demuestra que no fue un candidato fabricado por los donantes, sino alguien que supo aprovechar el descontento generalizado y que, gracias a su carisma, logró imponerse sobre rivales mucho más convencionales.
Desde que se convirtiera en una figura política, muchos analistas y psicólogos han intentado definir la personalidad del presidente Trump. ¿Estamos ante un loco o un genio sin precedentes en el arte de la política?
Ninguna de las dos cosas. En mi libro recojo las opiniones de terapeutas, psicólogos y psiquiatras que lo han calificado como un narcisista, sobre todo por su manera de expresarse y de exponerse ante las cámaras, completamente alejada de los códigos habituales de la política tradicional, y más aun tratándose del presidente de la primera potencia mundial. Trump se percibe con tanto poder que cree que puede hacer cualquier cosa. Sin embargo, la realidad está demostrando que no siempre puede salirse con la suya, como se ha visto, por ejemplo, en la cuestión de los aranceles. Tiene una tendencia marcada a la improvisación y, en lugar de reunir a su gabinete en sesiones conjuntas, suele convocar a sus colaboradores de forma individual. Esto sugiere que no le interesa demasiado el debate colectivo ni el análisis en equipo, sino que prefiere tomar decisiones de manera unilateral.
Cualquiera diría que, en el país de las libertades, se ha instalado un déspota autoritario.
Creo que Trump se percibe a sí mismo como una especie de emperador, un hombre sin límites que intenta desafiar los contrapesos institucionales tradicionales de Estados Unidos. Hoy por hoy, tiene a su favor las dos cámaras del Congreso, el Tribunal Supremo y a veintisiete de los cincuenta gobernadores. Es decir, dispone de un poder institucional considerable. Cuando se mira al espejo, ve perfección física e intelectual; sin embargo, lo que proyecta es la imagen de un personaje patético con una enorme capacidad de acción y consecuencias potencialmente gravísimas. Es alguien con escasa cultura, que tiende a creerse la última información que le comunican, y que ha tratado de ocultar los fracasos financieros que sufrió su holding bajo su dirección. En este momento, está embarcado en una carrera contrarreloj para llegar a las elecciones de medio mandato, en noviembre de 2026, con la situación bajo control y con resultados que le permitan afirmar que ha cumplido sus promesas.
Llama poderosamente la atención que hombre con cargos judiciales tan graves haya eludido la justicia y haya logrado convertirse de nuevo en el presidente de Estados Unidos.
La actuación del Tribunal Supremo ha sido clave para que Donald Trump evitara la prisión. Durante su primer mandato quedaron vacantes tres plazas en el alto tribunal, y él las cubrió con jueces afines, consolidando así una mayoría conservadora de seis contra tres. Esta mayoría ha invocado una ley constitucional de hace más de dos siglos que reconoce la inmunidad del presidente en el ejercicio de sus funciones. Sin embargo, muchos juristas sostienen que esa ley no puede aplicarse a los delitos personales de Trump. Las elecciones precipitaron los acontecimientos e hicieron que prevaleciera el criterio de esos seis magistrados, porque en otras circunstancias los cargos que se le imputaban podrían haberle costado varios años de cárcel. Con todo esto, lo que quiero dejar claro es que Estados Unidos es una potencia con pies de barro, una democracia fallida no solo en el ámbito judicial, sino también en aspectos como la sanidad, la educación, el sistema electoral o incluso en la propia arquitectura del Estado. Es un sistema obsoleto, y ni siquiera las enmiendas constitucionales han logrado corregir sus numerosos defectos. En Europa, en general, se desconoce hasta qué punto es disfuncional el sistema estadounidense.
Comparando los dos mandatos, el primero de Donald Trump y el de Joe Biden, da la sensación de que, salvo en cuestiones de política interna, la política exterior de ambos es muy parecida.
Efectivamente. A diferencia de lo que ocurrió entre los mandatos de Bush y Obama, que sí presentaban diferencias claras, las administraciones de Trump y Biden apenas se distinguen en política exterior. La verdadera brecha está en el ámbito nacional. La administración Biden, por ejemplo, intentó implementar medidas medioambientales y limitar la perforación de pozos de gas y petróleo. Trump, en cambio, abandonó el Acuerdo de París, revocó leyes medioambientales impulsadas por Biden y convirtió en lema el “drill, drill, drill” —“perfora, perfora, perfora”—. Gran parte del petróleo que hoy extraen las compañías estadounidenses proviene del fracking, una técnica extremadamente contaminante y agresiva con el medio ambiente, pero que ha generado enormes beneficios, especialmente desde que Europa rompió sus acuerdos energéticos con Rusia. Hoy, el 45% del gas europeo proviene de Estados Unidos, y es el doble de caro que el ruso. No olvidemos que EE. UU. Sigue siendo uno de los países más contaminantes del planeta. Por otro lado, en política interna, la administración Biden condonó la deuda estudiantil de cinco millones de jóvenes que habían contraído préstamos para pagar sus estudios universitarios. Aunque Biden mantuvo una política inmigratoria dura no separó a padres e hijos como hizo Trump ya en su primer mandato. El republicano pretende también en este segundo mandato negar la nacionalidad de los hijos de inmigrantes que ya están en suelo estadounidense, una medida que por el momento ha sido bloqueada por un juez. Trump está utilizando incluso a la Guardia Nacional para hacer redadas de inmigrantes, lo que ha provocado manifestaciones y choques violentos en Los Ángeles y otras ciudades”.
Me hago una pregunta: ¿por qué el Partido Demócrata, viendo el estado de deterioro en el que se encontraba Biden, no lo retiró de la carrera presidencial? ¿No había otros candidatos que pudieran competir con Trump? Incluso se llegó a mencionar a la esposa de Obama.
Sin duda, los principales responsables de esta situación fueron la dirección del Partido Demócrata y el equipo de campaña, por no haber retirado a Biden a tiempo de la escena política. El deterioro del presidente ya era evidente y, aun así, faltó previsión y organización. No es normal que el líder de la nación más poderosa del mundo afirme en un discurso que su hijo murió en el frente de guerra cuando, en realidad, falleció a causa de una enfermedad. El relevo llegó demasiado tarde: cuando Kamala Harris fue designada como su sustituta, apenas faltaban cien días para las elecciones. Estaban prácticamente en la recta final. Además, Kamala no era la figura con más respaldo dentro del partido ni una política de gran peso, pero al haber ejercido como vicepresidenta, resultaba lógico que fuera ella quien asumiera la candidatura.
Además tardó en mostrar su programa…
En una de sus primeras entrevistas como candidata, le preguntaron qué medidas la diferenciaban de la administración Biden, y respondió que no se le ocurría ninguna. Esa respuesta fue devastadora: los votantes entendieron que Kamala Harris no traería ningún aire nuevo a la política estadounidense, sino una simple repetición de los cuatro años anteriores, que ya acumulaban fuertes críticas. En ese momento, el Partido Demócrata estaba desbordado, sin margen para maniobrar ni posibilidad real de hacer cambios sobre la marcha.
En Estados Unidos, tras el asalto al Capitolio en enero de 2021, se llegó a temer que pudiera estallar una nueva guerra civil. ¿Qué opina al respecto?
El temor no es del todo infundado, especialmente si consideramos la toma del Capitolio por grupos de milicias armadas y la Segunda Enmienda de la Constitución, que permite portar armas libremente. En cualquier país europeo, un particular no podría almacenar veinte fusiles en su casa, pero en Estados Unidos es algo habitual. En la televisión se muestran milicias desfilando como si fueran fuerzas armadas, sobre todo en las regiones del sur y oeste, donde su presencia es constante. De repente, en un colegio electoral o durante un debate político, aparecen decenas de personas armadas hasta los dientes, intimidando a los presentes. Esto representa una presión directa y cotidiana sobre la sociedad. En amplias zonas del país se rechaza la autoridad del Estado federal, considerado un agente que coacciona las libertades individuales, y no se acepta la presencia de agentes federales. El trumpismo ha aprovechado esta situación para canalizar estas corrientes hacia un proceso de desmantelamiento del Estado, porque sus seguidores creen sinceramente que así obtendrán mayor libertad individual. Por eso, cuando Trump convocó a sus seguidores y estos tomaron el Capitolio, la preocupación fue real, hasta el punto de que se consideró la movilización de unidades militares. Existen documentos militares que reflejan esta inquietud. La pregunta es: ¿qué habría pasado si esta turba violenta hubiera logrado matar a Biden? El caos habría sido inmenso y la intervención militar, necesaria. La situación es muy delicada. Desde hace años, muchos analistas consideran que la división interna del país es tan profunda que no se puede descartar una guerra civil. Otros creen que es imposible que un fenómeno de esa magnitud ocurra en una potencia como Estados Unidos, pero hace apenas un año nadie hubiera imaginado que un presidente de una democracia exigiría concesiones territoriales a otras democracias. Es difícil prever qué sucederá, pero no debemos descartar ningún escenario. La realidad estadounidense acumula grandes dosis de violencia: la policía se ensaña con la población afroamericana, frente a las clínicas abortivas se libran auténticas batallas, y el número de muertos por armas de fuego aumenta cada año. En un país con problemas estructurales y deficiencias democráticas evidentes, un presidente como Trump solo contribuye a romper las frágiles costuras que mantienen unida a la sociedad, dificultando su avance hacia un mayor bienestar.
Se pisa terreno pantanoso cuando se menciona al ejército. De hecho, si de algo puede presumir Estados Unidos es de tener un estamento militar neutral en cuestiones de política interior. ¿Esta situación, al menos, habrá despertado resquemores hacia la figura de Donald Trump?
Pues sí. Han sido muy sonados los roces que Trump ha tenido con la cúpula militar e incluso con los servicios de inteligencia. La primera visita institucional de Trump en su segundo mandato fue a la sede de la CIA, y sus palabras fueron soberbias y desafiantes. Hay que reconocer que, aunque violen derechos humanos e intervengan en otros países, estos estamentos saben mantener la profesionalidad y el tipo. Sin embargo, la imprevisibilidad del presidente los sorprende cada día, llegando incluso a interferir en asuntos que no son competencia directa de la presidencia, sino del ejército. Esto ha provocado varios choques verbales.
Trump llegó al poder con el apoyo de poderosos donantes y los mayores oligarcas tecnológicos de Silicon Valley. Sin embargo, recientemente la ruptura con Elon Musk, quien parecía su escudero más fiel durante la campaña, ya es oficial. ¿Esta relación con los grandes oligarcas va a durar?
Es interesante observar cómo este grupo de grandes magnates de la tecnología y las telecomunicaciones de Silicon Valley, en un inicio, proyectaba una imagen progresista. Tenían dudas incluso sobre monetizar sus redes sociales para no desvirtuar su función comunicativa. Sin embargo, esas reservas desaparecieron a medida que se convirtieron en multinacionales que cotizan en bolsa y entraron en un juego de competencia corporativa. Aun así, siguieron apoyando al Partido Demócrata durante un tiempo, en parte porque eran jóvenes, liberales, y rechazaban la ideología conservadora de los republicanos. Además, los demócratas —con Bill Clinton a la cabeza en los años 90— impulsaron la globalización, que fue clave para el desarrollo de sus proyectos. Pero con la llegada de Donald Trump al poder, el primero en acercarse fue Elon Musk. Vio la posibilidad de expandir sus beneficios a través de su empresa aeroespacial SpaceX, que desde hace dos décadas tiene acuerdos con el Departamento de Defensa y la NASA. De hecho, la nave que rescató a los nueve astronautas varados en la Estación Espacial en marzo era de SpaceX. Muchos de los permisos y subvenciones para esos proyectos dependían del visto bueno estatal, y Trump le proporcionó un entorno favorable, creando incluso Departamento de Eficiencia Gubernamental, que le facilitó sus propios negocios y que le permitió despedir a decenas de miles de funcionarios públicos. No obstante, Musk no se conformó con ese poder institucional. Desde su red social X (antes Twitter) ha interferido en procesos electorales en Alemania y Reino Unido. En los primeros meses del mandato, antes del distanciamiento y los cruces de acusaciones entre ambos, Musk hablaba en el Despacho Oval mientras Trump lo escuchaba y asentía. Aunque no era oficialmente parte del gabinete, actuaba como si lo fuera: pedía auditorías, quería controlar diversos asuntos. Su ambición política era palpable, y no se descarta que en el futuro pueda llegar a ser incluso un rival político del propio Trump.
¿Qué opina de este asunto de los aranceles?
Trump quiere sacar dinero de donde sea, tanto con su guerra comercial arancelaria como presionando a sus socios europeos a que aumenten su presupuesto de Defensa al 5% de sus PIB. Con ese rearme pretende reducir su propia inversión en defensa y delegar en Europa la resolución de los conflictos en el continente, siempre manteniendo en cualquier caso el control a través de la OTAN. Esto le permitiría concentrar su poderío en la confrontación con China. Desde hace tiempo, los documentos estratégicos oficiales reflejan una creciente obsesión por la seguridad del Indo-Pacífico. Según la narrativa de Washington, China es una amenaza clave debido a su dominio en la producción de semiconductores y en la extracción y refinamiento de tierras raras, ambos recursos fundamentales para la fabricación de hardware y el desarrollo de software avanzado, incluida la inteligencia artificial. Pero eso no quita que su estrategia sea una chapuza. Que anuncie aranceles y luego los suspenda por noventa días, que los reactive o los altere constantemente, muestra la falta de seriedad y de credibilidad del presidente. No tiene sentido imponer aranceles masivos a dos islas deshabitadas o a tus propios aliados. Incluso se han impuesto a países como Argentina, cuyo presidente lo admira y comparte con él algunos rasgos ideológicos. Son medidas improvisadas, fruto de una política acelerada cuyo objetivo es cumplir con el mayor número posible de promesas antes de las elecciones de noviembre de 2026, para así reforzar su control sobre las dos cámaras.
¿Qué plan cree que tiene Trump para el Próximo Oriente?
Estados Unidos fue el primer país en reconocer a Israel como nuevo país en 1948 y entendió que podía ser su gendarme para controlar Oriente Próximo, una región clave por su riqueza energética y por las rutas comerciales que la atraviesan. El gran enemigo tanto de Israel como de Estados Unidos es Irán. Washington continuará proporcionando apoyo incondicional al primer ministro israelí para liquidar a los aliados regionales de Teherán y debilitar lo que se conoce como el eje de la resistencia. Estoy convencido de que Trump permitirá a Israel anexionarse Gaza y, más adelante, también Cisjordania, cumpliendo así el plan que el sionismo trazó incluso antes de la creación del Estado de Israel. Durante su primer mandato, logró que varios países árabes firmaran los Acuerdos de Abraham, restableciendo relaciones diplomáticas con Israel. En esta línea, ahora presiona a Arabia Saudí para que normalice relaciones con Tel Aviv, mientras lleva a cabo una operación de blanqueamiento de la imagen internacional del régimen saudí. No es casual que las cumbres de paz más relevantes sobre las guerras en Ucrania y Gaza se estén celebrando en Riad. Donald Trump busca hacer cómplices a los saudíes del proyecto sionista, cuyo objetivo es debilitar a Irán y permitir la expansión territorial de Israel sobre Palestina, Líbano y Siria. Pero no se trata solo de una coincidencia de intereses entre gobiernos: el lobby judío tiene una influencia descomunal en la política estadounidense. Ha logrado doblegar tanto al Partido Demócrata como al Republicano, y hoy ambos rinden pleitesía a esa agenda sin disimulo.
Y para cerrar esta entrevista, ¿cree que la agresividad política de Trump provocará alguna reacción en EEUU y en el mundo?
Trump está poniendo al Estado, a sus instituciones, ante situaciones límites, está comprobando hasta dónde puede llegar con sus políticas reaccionarias y autoritarias y aunque es verdad que ya hay muchos jueces que le han paralizado al menos temporalmente muchas de sus decisiones y que empieza a haber reacciones en sectores sociales, falta saber si eso irá in crescendo, si las mayorías sociales van a rechazar su modelo autocrático o va a lograrlo imponerlo. Y ante todo esto el Partido Demócrata sigue ausente, lamiéndose sus heridas. Y a nivel mundial, queda por ver especialmente si en la Unión Europea toda esta guerra arancelaria y el rearme provocan un revulsivo social, un rechazo mayoritario, contundente, o si por el contrario esta ola reaccionaria y belicista se logra imponer.