Ramiro Sanchiz imagina un mundo donde la ciencia y el arte dejaron de innovar

«Un pianista de provincia» (Literatura Random House) es el último libro publicado del escritor uruguayo Ramiro Sanchiz en España.

TEXTO: David VALIENTE  Foto: Víctor RAGGIO

 

Federico Stahl vive en una ucronía, en la cual los peores escenarios imaginados en los años 70 sobre el fin de los hidrocarburos finalmente se han cumplido. La ciencia ha colapsado por la escasez del oro negro que tiempo atrás alimentaba a la maquinaria moderna. Del subsuelo brota una especie de maraña, un virus capaz de engendrar una suerte de bosques frondosos, que poco inspiran a los artistas incapaces ya de producir nada nuevo, solo de reinterpretar una y otra vez obras del pasado. De hecho, Federico es un músico profesional que, junto a su amigo y agente Ramírez, recorre las comarcas en busca de escenarios y público dispuesto a deleitarse con su arte.

Un pianista de provincia (Literatura Random House) es el último libro publicado del escritor uruguayo Ramiro Sanchiz en España. Se enmarca dentro del Proyecto Stahl, “una idea que tuve en el 2006 de poner por escrito una suerte de autobiografía ficcional, algo así como lo trabajado por Karl Ove Knausgard en Mi lucha”, comenta Ramiro a Librújula. “En un principio, el autor ficticio se centró en escribir sobre su propia vida parodiando algunas novelas clásicas, pero, ya puestos en faena, continuó enmarcando la trama en otros mundos. Ya por el 2009, decidí que todos mis proyectos narrativos tuvieran al mismo personaje desenvolviéndose en escenarios diferentes”, dice Ramiro, al que siempre le ha gustado la ciencia ficción y el subgénero de la ucronía. “Con mis textos trato de explorar diferentes alternativas, historias personales y globales”.

Ramiro se declara fan de J.G. Ballar, un autor, que, según sus amigos, se repite en sus ficciones: “Precisamente, es la cualidad que más resaltaría del autor británico. Yo quería seguir su estela y escribir la misma novela una y otra vez. El Proyecto Stahl consiste en exponer a diferentes un conjunto de argumentos básicos; el proceso creativo juega un papel preponderante porque es el encargado de hacer surgir nuevas ideas, que se alimentan de las producciones ficcionales de otros libros”.

“A veces, en las presentaciones, los lectores te comentan sus impresiones, te dicen, por ejemplo, que un personaje secundario se comió al principal; entonces, en la siguiente novela, ese personaje secundario se convierte en el protagonista. El mecanismo que tienen las historias para producir más es otro pilar sobre el que se sustenta el Proyecto Stahl”, desarrolla el autor. “En resumidas cuentas, en el Proyecto Stahl se trata de un mismo personaje que vive muchas vidas, aunque en muchas ocasiones lo único que haya en común en las diferentes historias sea solo el nombre. De hecho, más que un personaje, es una especie de recurrencia, que permite seguir escribiendo y alimentando el Proyecto”

El Federico de las primeras historias también se dedicaba a la música, pero no buscaba el virtuosismo en las composiciones clásicas, su modo de expresarse era la guitarra eléctrica y la batería: “A principios de los 2000, toqué en varias bandas de rock, quería grabar discos, ir a festivales y tocar en Bueno Aires. Tenía todo un proyecto musical pergeñado, pero, por diversos motivos, implosionó y dio paso al desarrollo literario, algo que ya hacía en paralelo con la música; ambas dimensiones artísticas competían entre sí”.

Federico Stahl toca en sus historias todos aquellos registros musicales que Ramiro nunca llegó a poner en práctica. Otra forma que tiene el uruguayo de escribir sobre música más allá de los ensayos que tiene publicados sobre la materia; uno de ellos ha visto la luz en la editorial barcelonesa Holobionte Ediciones con el nombre de David Bowie, posthumanismo sónico. “La música siempre ha estado ahí, y no sabría decir si mi relación con ella es de frustración. Me gustan tantos tipos de música y no sé si hubiera podido crear toda la que quisiera, pero siempre puedo incorporarla a mis mundos ficticios de una manera conceptual o escribir directamente sobre los fenómenos musicales”.

 

Dice que sus experiencias dejaron de tener cabida en sus novelas porque se metió más de lleno en explorar el subgénero de la ucronía…  Un pianista de provincia tiene esa esencia ucrónica y, al mismo tiempo, da protagonismo a la música.

Federico muestra la misma obsesión que yo por las Variaciones Golberg (BWV 988), pero nos diferenciamos en que él sí dispone de la capacidad técnico-musical para tocarlas. En este sentido, es autobiográfica. Quería escribir un libro sobre las Variaciones Golberg, aunque no sé si es este. De lo que sí estoy seguro es que en sus páginas se encuentra a Bach en general y a las Variaciones en particular; a la música en general y a Bach en particular. Quizá algo tenga que ver mi tendencia más musical que literaria. Por supuesto, me interesa mucho la literatura, compro muchos libros y me paso la vida leyendo, pero si me pusieran en la terrible tesitura de elegir entre una disciplina y la otra, me costaría mucho vivir en un mundo sin música. Con la literatura, me puedo apañar y escribir mis propias historias, pero con la música no podría hacer lo mismo. Para mí es sumamente importante, me hace sentirme bien. De hecho, mientras escribo de fondo suena alguna melodía acompañándome en el proceso. Asimismo, leo y escribo sobre música y su dimensión tecnológica, por ejemplo, el modo en que tenemos de escucharla: hay personas que le gusta lo digital, a otras lo analógico y a otras el streaming… En resumen, no tengo ninguna relación con un virtuoso de la música que desde niño haya estudiado piano y haya vivido una crisis donde el progreso se estanca, pero, si se quiere, en el fondo su carácter autobiográfico está marcado por el amor a la música, que al igual que ocurre con Federico Stahl, ocupa un lugar preponderante en mi vida, hasta el punto de que algunas metas son obsesiones que también comparto con el protagonista de la novela.

 

De todos los disparates naturales propiciados por el ser humano justo se ha decantado por el final de los hidrocarburos y su vertiente apocalíptica. ¿Por qué retomar ese temor que parece perderse en el tiempo?

La preocupación histórica por el medioambiente está dividida en etapas en las cuales hemos sentido frustración por asuntos diferentes. Ahora prestamos atención a determinar si ya hemos sobrepasado el punto de no retorno que nos permita quemar dióxido de carbono sin tener grandes consecuencias medioambientales. Sin embargo, desde la Revolución Industrial, la combustión de los hidrocarburos ha conformado nuestras vidas actuales; el crecimiento poblacional y la desigualdad dentro de las sociedades son también consecuencia de la quema de combustibles para obtener energía. Por lo tanto, al querer abordar los efectos de su empleo, me centré en un tema que estuvo en auge en los años 70 y que en los noventa todavía tenía su repercusión. De hecho, esta cuestión está muy presente en Uruguay porque acá nunca tuvimos petróleo que extraer y siempre escuché en casa o leí en los libros especulaciones sobre dónde se encontraba esa materia prima negra y viscosa o si esta se podía arrancarse de la tierra con facilidad… Por otro lado, le quería dar una dimensión industrial y ver cómo toda la industria del plástico se desarrollaba y terminaba en un juguete que yo poseo. Junté todos esos elementos para crear una ficción que también pudiera tomar algunos códigos de la novela histórica. En definitiva, con Un pianista de provincia intento recuperar un temor del pasado que se injerta en una suerte de perspectiva más amplia: porque al agotarse las fuentes también se ve dañada la industria del plástico que tiene al petróleo como materia prima, generando un efecto de bola de nieve, de la que no se libran ni las tecnologías que manejamos en casa ni los propios instrumentos destinados a cuidar de la salud. En las ucronías no puedes desarrollar pequeños detalles estáticos, debes definir una evolución en cada uno de los componentes literarios. El ejemplo más tradicional en la construcción de una ucronía es la sempiterna pregunta de qué hubiera pasado si los nazis hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial. Si quieres llevar la ficción hasta el 2020, los cambios experimentados durante esas décadas deben reflejarse y crear una cadena causal que cubran los sucesivos años de historia. Con la cuestión de los hidrocarburos me hice la siguiente pregunta: ¿qué hubiera pasado si los miedos de los años 70 se hubieran materializado a mediados de los 90? Este me pareció un punto de partida potente para introducir a mi personaje y sus obsesiones musicales.

 

Me resulta curioso que haya dejado una cuestión tan en boga como la inteligencia artificial y que tantos materiales ficcionales da a los escritores…

En el mundo de Un pianista de provincia, las tecnologías desaparecen por completo, entonces resulta natural que los avances de la década de los noventa en cuestiones de inteligencia artificial, que ya los había, queden proscritos en mi novela. La ucronía tiene sus reglas y no es fácil saltárselas y salirse con la tuya; por eso el énfasis narrativo en mi última novela publicada en España no puede estar en las inteligencias artificiales (aunque se pueden encontrar algunas menciones). De todos modos, me obsesiona muchísimo y si lee mis libros anteriores se dará cuenta de ello. Me cuestiono sobre hasta qué punto esas máquinas asumirán cualidades humanas o si con el tiempo se habilitará un sujeto nuevo que en vez de huesos y músculos se componga de microchips y circuitos. Dentro del mundo artístico, los creadores protestan cuando sus obras sufren algún tipo de copia por estas inteligencias artificiales. Por supuesto, sus reclamos son legítimos, pero tampoco podemos olvidar que la historia del arte se ha fundamentado en alumnos que han aprendido su disciplina en un taller copiando o parodiando una obra ya existente. El Ulises de James Joyce es un buen ejemplo de parodia. La imitación y la parodia, por ende, son elementos consustanciales a la concepción artística, lo que ocurre es que la inteligencia artificial lo hace más rápido que los seres humanos. De hecho, borra a nivel teórico la demarcada línea entre computadoras, sintético, y músculos, cerebro. Esto, personalmente, me interesa mucho. No soy un filósofo en el sentido estrictamente académico, no empleo un método científico, pero en mis novelas manejo una serie de ideas de forma responsable, como lo hacían los escritores de ciencia ficción a los que leí en mi preadolescencia, nombres como Isaac Asimov, Philip K. Dick, Ray Bradbury, Arthur C. Clarke, quienes me enseñaron que se puede hacer literatura jugando libremente con las ideas. Un amigo científico me enumera las herramientas que podía haber utilizado para acabar con la maraña… Pero si hubiera empleado alguno de estos cachivaches, la historia no habría llegado muy lejos…

 

En la novela la ciencia retrocede hasta el punto de dejar vía libre a la superchería…

Un referente bastante claro en la escritura de mi novela es la pandemia. Durante los meses de confinamiento, por las mañanas, mientras tomaba mi café, chequeaba el móvil para leer a mis amigos y conocidos agotando las diferentes teorías conspiranoicas. Cada semana venía acompañada por una nueva maraña de teorías acerca de la Covid-19, que contrastaba con los estudios de la comunidad científica. Mi fe en la ciencia hizo que no cayera en ese círculo vicioso del delirio conspiranoico. En cambio, en Un pianista de provincia no existe un discurso científico que sirva de freno a las conspiraciones que cada uno de los personajes formula. Eso hará que terminen creyendo en ellas; incluso yo mismo, si me encontrara en su situación, caería en esas creencias. Como todos tienen sus propias teorías y todos creen en ellas, desaparece la realidad consensuada y la verdad única. Me interesaba explorar este tipo de mundo posreal o posverdad, a la vez que rehabilitaba algunas tradiciones narrativas, a las que yo tengo mucha estima, como la concepción del científico loco.

 

¿Qué sentido tiene el arte en un mundo como el que describe?

Ese debate es constante a lo largo del libro y Federico no tiene una respuesta a esta pregunta. Para él, la música forma parte de su vida desde niño, con la música se hizo asimismo, creó su sensibilidad y su subjetividad, pero también sabe que en su mundo no tiene ningún valor. La postura contraria, de un modo un tanto caricaturizada, la representa Ramírez, una persona a quien tildaríamos de timador. Ramírez cree en la existencia de una esencia metahistórica que conecta con la parte más humana y que hace pervivir al arte a lo largo del tiempo. Sin embargo, yo no creo en esa esencia metahistórica, sino que cada época construye sus significados a través de las propias expresiones artísticas, sin que los individuos se puedan desgajar de su subjetividad y de las sensibilidades que han sido desarrolladas dentro de una misma generación. Así que, tampoco puedo asegurar que, en un mundo sumergido en una crisis de los hidrocarburos y con apenas avance científico, el genio artístico no tenga nada que decir.

 

Sí, pero Federico afronta una crisis del arte acuciante, porque la creación se ha deshabilitado y solo les queda imitar obras del pasado.

A lo mejor es que Federico no es capaz de acceder a su esencia creativa. Stahl está convencido de que sus ideas son novedosas, aunque no termina de materializarlas, entre otras cosas, porque Ramírez le marca el repertorio. De hecho, es su compañero de viaje quien convence a Federico de que su música tiene valor. He querido dar a mi novela la cualidad del reciclaje, y por eso no sé dónde está lo nuevo, tal vez esté en alguna parte, aunque no estoy capacitado para verlo ni tampoco para predecir el futuro, solo me atrevo a pensar que va a haber un futuro y va a ser raro. Por eso, algunos capítulos de la novela terminan con una suerte de salida a un mundo que nada tiene que ver con la realidad. Todos esos finales de capítulos son una manera de vislumbrar los diferentes futuros incomprensibles. Mire, a finales de los setenta David Bowie vendía discos diciendo que su música representaba el futuro, y el tiempo le dio la razón, porque a principios de los 80 el uso de los teclados y las baterías reciben una fuerte influencia del músico neoyorquino y de la escena underground alemana de mediados de los 70. Todas esas influencias marcaban la línea de las futuras composiciones que, hasta cierto punto, para algunas personas, eran audibles. Sin embargo, hoy en día, no somos capaces de oír ese futuro, al menos yo no puedo, pero tampoco comulgo con aquellos que dicen que si no se puede oír no va a acaecer. De hecho, Federico no puede oír ese futuro, pero tiene la alternativa de extrapolar aquel futuro que pudo ser y no llegó. Y este es el gran drama de su vida: lo que un día pudo ser, pero nunca fue. De ahí, mi intención de situar en un lugar privilegiado la música que él creyó que iba a poder tocar, en vez de inventar otras más adaptadas a su escenario particular. Me interesa analizar el concepto de futuro deshabilitado en contraste con el mañana que verificamos con nuestras experiencias pasadas. Nuestra condición humana solo nos permite imaginarnos futuros humanos, pero cada vez se hace más evidente que no va a ser solo humano y ante esta situación solo deducimos que habrá un futuro, pero no podemos definirlo de una manera certera. Por ejemplo, en Uruguay estamos sufriendo un clima anómalo, se están sucediendo violentas tormentas, cosa que antes no pasaba. Ese futuro extraño para nosotros, que genera otras subjetividades o sensibilidades, es impredecible, aunque nos vaya a golpear de todos modos.

 

Hay una crítica al capitalismo y al estilo de vida actual…

Sí, pero la crítica se produce con base a mi sensibilidad. Hace unos días le comenté a un amigo que un alumno me había regalado un disco de una banda que conocía poco. Ya metidos en conversación, le aclaré que estaba cansado de descargarme 14 discos en streaming y de escucharlos uno detrás de otro. Es verdad que es un formato que te da la libertad de explorar sin límites el universo musical, pero, de todos modos, estoy cansado de escuchar tanto. Le dije que para desintoxicarme voy a oír todos los discos que he acumulado desde los 90 y que, incluso, podría comprarme algunos nuevos. Así, exploraré de nuevo a David Bowie, a quien escucho desde los 18 años, o me introduciré en géneros más desconocidos para mí, como la música clásica. La cuestión es poner límites. Un problema que tiene mi generación y que apenas afecta a la generación que ahora tiene 20 años es que nunca entendimos qué hacer con esa disponibilidad cultural ilimitada. Creo en la concepción de generación, no a un nivel de categorías literarias, pero entiendo que es imposible desprender a las nuevas generaciones de los procesos de subjetividad tecnológicos. Las personas sentimos y pensamos de una manera muy particular debido a la interacción con ciertas tecnologías que damos por sentadas. Si ahora mis hijas quieren ver una película no tienen que esperar a que la pongan en la televisión ni ir a rentarla a un videoclub ni siquiera meter un disco en un reproductor, solamente con prender la tele ya pueden disfrutar de su película. Resulta bastante tonto no darse cuenta de que se produjo un cambio en la manera en cómo sienten las cosas. Y yo tengo que lidiar con el cambio, por lo tanto, las distinciones generacionales a tenor de las tecnologías y los escenarios en los que nos movemos son un hecho. Y de esto parte la crítica al capitalismo, que, en efecto, es una máquina de generar desigualdad y sufrimiento, pero también nos produce en lo que somos y es que sientes esa desigualdad y ese sufrimiento, porque nuestra esencia, definida en términos afectivos, está medida por las tecnologías que consumimos y que produce el capitalismo. Cuando era pequeño, me gustaba estar en casa jugando a los videojuegos o leyendo historias, mientras otros niños se la pasaban en la calle dándole patadas a un balón. Nadie de mi generación puede desgajar esa parte lúdica de su personalidad y da igual si jugabas al fútbol a al ordenador, teníamos como generación acceso a los mismos juegos y podíamos escoger el que más nos divirtiera. Por lo tanto, si yo no me puedo desprender de esa parte, tampoco puedo creer en la existencia de un lugar inocente, dentro del capitalismo, desde el cual criticar militantemente al sistema. Ojo, no estoy en contra de la militancia, pero creo que está producida por el mismo capitalismo. Entonces, la única crítica, por llamarle de alguna manera, que puede salir de mis labios, se consuma en el intento de querer entender la época actual.

 

¿Cómo?

Atendiendo a la gente joven, interactuando con mis hijas… De todos modos, me surgen una serie de preguntas: ¿existen los límites? ¿Al intentar comprender esta época estoy siendo optimista? ¿Debo mantenerme al tanto?… Muchas veces criticamos la hiperatención tecnológica; estamos siempre conectados o a la espera de que una persona diga cual o tal cosa, y con esto no estoy defendiendo que las cosas no deban ser de otra manera, pero desconozco la perspectiva que debo asumir para desgajarme de mi realidad y ver si las críticas expuestas sobre nuestro sistema son correctas. A veces cuando estoy jugando con la Nintendo Switch de mis hijas me pregunto cómo hubiera reaccionado con 10 años si hubiera tenido entre mis manos una consola de ese tipo. Intentar extrañar la mirada o desautomatizar los procesos de actuación vale la pena, pero creo que es tan imposible como predecir el futuro. Puedo decir que la música de ahora es una mierda, que a los autores les falta esfuerzo y sufrimiento (y es cierto), pero me resulta más constructivo pensar en unos términos más adaptativos, mantenerme al margen del juicio e intentar determinar por qué a tanta gente que nació después que yo le parece tan maravillosa esa música y, en cambio, a mí no. Y sí, creo que debajo de toda la industria musical, por poner un caso, se construye un sustrato tecnocapitalista. Las tecnologías producen subjetividades y sensibilidades, incluso aquellas vinculadas a la militancia anticapitalista o antitecnología. En el siglo XIX, el ludismo fue una respuesta a la revolución industrial; sin este fenómeno nunca se hubieran producido la quema y la destrucción de las maquinarias textiles. Decir que odio las redes sociales sería hipócrita porque, aunque recuerdo ese mundo sin ellas y seguro que vivía mejor en él, me he ido de Facebook, he vuelto por la insistencia de mi editor, luego me he pasado a Instagram… Estas derivas son difíciles de evitar pero trato de no convertirlas en juicios de valor.