Paraísos perdidos entre las hojas

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La publicación de «El jardín contra el tiempo» (Capitán Swing) de Olivia Laing nos alentó a merodear la idea de jardín y paraíso. Este es el resultado de algunos paseos acariciando hojas de plantas y de libros.

Texto: Hilario J. Rodríguez

 

«Allí donde nace el peligro, crece también lo que nos salva», escribió Friedrich Hölderlin. Suelo recordar sus palabras cada vez que paseo
por el bosque e imagino la batalla que libra cada brizna de hierba, cada arbusto y cada árbol para conquistar un día más de vida, porque su
supervivencia significa también la nuestra. La Tierra necesita la fotosíntesis de las plantas si no quiere regresar a su origen geológico, de piedras, rocas y montañas, de volcanes, fricciones tectónicas y explosiones. Maurice Mæterlinck dice en La inteligencia de las flores que toda planta se aplica al cumplimiento de su obra: invadir y conquistar la superficie del planeta. Para ello debe vencer obstáculos y enemigos que no conoce ninguna especie. Y si consigue seguir ahí es gracias a argucias y mecanismos de defensa que hasta hace poco daban la sensación de poder con todo, pero cada vez se lo ponemos más difícil los humanos, que en muy poco tiempo de tecnología y consumo desproporcionados, de guerras, incendios y cambio climático, le hemos causado tal daño al medio ambiente que a estas alturas resulta difícil saber si ya no será irreversible para las plantas, para los animales y para nosotros.

Como si fueran convocados por la misma señal de peligro, varios artistas y escritores han intentado convertir su obra más reciente en una pieza de resistencia contra el maltrato al que sometemos al planeta. Agnes Denes, una artista rumana, plantó hace tres décadas 11.000 abetos en una cantera de Finlandia, con la esperanza de convertirlos dentro de cuatro siglos en un bosque primario con la fuerza necesaria para atenuar la tala indiscriminada en torno al Amazonas y la pérdida de masa forestal en el resto del mundo a causa de las plagas y los incendios. En esos treinta años el tiempo ha cambiado y ahora ya casi nadie piensa en el futuro, al menos no como lo hizo Agnes Denes a cuatrocientos años vista. Hemos perdido nuestra capacidad de pensar a largo plazo, abrumados por un presente informe, en constante transformación, cada vez más lejos de nuestro control. Para nosotros, cuatrocientos años ya no son mañana, ni siquiera el mañana; cuatrocientos años son ciencia ficción.

Stefano Mancuso, uno de los mayores expertos mundiales en neurobiología vegetal, nos recuerda en Fitópolis. La ciudad viva cuáles son los riesgos que corremos los seres humanos al irnos masivamente a ciudades donde vivimos de espaldas a la naturaleza. Reconoce las ventajas de las grandes urbes en términos de accesibilidad, eficiencia, defensa y difusión de recursos, pero también advierte sobre su desproporcionado consumo de energía, alimentos y materias primas, porque no son ilimitados y corremos el riesgo de no tener para todos
en un futuro a muy corto plazo si no reaccionamos enseguida. Reaccionar, esa es la palabra. Y en este caso reaccionar no significa actuar sino
pensar, aunque pensar en el mundo moderno sea una actividad más tecnológica que humana. El mismo Mancuso, en todos sus imprescindibles libros, nos invita a pensar primero que las especies de las que formamos parte con los animales somos solo el 0,3% de la vida en nuestro planeta; el 99,7% restante es biomasa vegetal. También nos recuerda cómo hasta las plantas se mueven, a menudo a través
de semillas que pueden recorrer miles de kilómetros hasta encontrar arraigo nuevamente y en ocasiones gracias a sus raíces, que pueden actuar como tentáculos y desplazar la planta o el árbol para vencer la oposición de piedras, agua, viento o cualquier otro enemigo.

Dos de los libros más interesantes sobre el mundo vegetal cuando adquiere la forma de un jardín aparecieron hace unos cuantos años en la editorial Elba y todavía hoy me parecen de lectura obligada. Me refiero a Jardines en tiempos de guerra, de Teodor Ceric, y El jardín perdido, de Jorn de Précy. Ambos son autobiográficos y ambos tratan sobre la arquitectura que los jardineros aplican a la naturaleza
para transformarla en un refugio cuando nuestra mente o nuestro cuerpo se ven amenazados. El primer libro sigue los pasos de un joven bosnio que logra atravesar el cerco serbio de Sarajevo durante la guerra de finales del siglo pasado, recorriendo diferentes jardines de Europa donde aprende cómo «la jardinería es un acto de fe en el porvenir», la construcción de templos capaces de preservar la memoria y mantenerla a salvo del olvido. Aprende, además, cuánto se unifican las diferentes lenguas del Viejo Continente al trasladarlas al jardín, donde casi todas
utilizan las mismas palabras y términos, provenientes del latín. De ese modo, lo que la geografía y la política separan, vuelve a unificarse gracias a la jardinería, gracias a la naturaleza. Y el segundo libro cuenta la historia de un islandés del siglo XIX a quien sonríe la fortuna durante su periplo vital, hasta llegar a Gran Bretaña y establecerse definitivamente allí, donde aprende a diferenciar entre el jardín civilizado y el salvaje, a mezclarlos y así crear un extraño híbrido que sirvió de inspiración a pintores impresionistas como Claude Monet, que lo visitó en 1906 y poco después escribió en sus diarios que «el jardín del señor De Précy ofrece cuadros de un encanto intenso e indefinible que llega directo al corazón. Lo salvaje se mezcla constantemente con lo artificial, el sueño con la realidad».

Tras leer y admirar ambos libros, decidí visitar los jardines de Teodor Ceric y Jorn de Précy, pero no di con ninguno porque en realidad no existen. No existen los jardines y tampoco existieron ni existen los jardineros, cuya apócrifa identidad fue un juego de Marco Martella. Pero ¿quién es Marco Martella? Es un paisajista y escritor al que le parece que a veces la ficción tiene más poder que la realidad para hacernos ver ciertas cosas. Dramatizar, por ejemplo, acerca del deterioro medioambiental le parece inútil si quienes van a leer sus advertencias lo hacen desde una ciudad. En una ciudad mucha gente ya ni conoce el nombre de las especies arbóreas con las que se encuentra a diario en las calles y avenidas, ignora si son de hoja perenne o caduca, si dan fruto o si florecen. Por eso, a Martella le parece mejor utilizar medias verdades o ficciones a medias, más fáciles de asimilar y aceptar porque acarrean menos apremios, atenúan el carácter apocalíptico de la mayoría de las noticias sobre la naturaleza y son más juguetonas.

Entre la ficción y la autobiografía se mueve Almenara, la primera novela del periodista medioambiental Miguel Ángel Ruiz. Su protagonista se refugia de una crisis personal y de la crisis global del estrés y del exceso informativo en un paisaje agreste adonde lleva a su familia y donde restaura una casa y en adelante dialoga con animales y montañas. Como casi todo el mundo, ya no puede más, la vida urbana ha podido con él. Y, como casi todo el mundo, encuentra su segunda oportunidad lejos, de vuelta a la naturaleza, para recuperar una relación que en Europa la mayoría de nosotros habíamos perdido.

Regresar a la naturaleza en busca de sanación, para recuperar el tiempo, el olfato, la amplitud de visión y un léxico adormecido desde nuestra «huida del paraíso» es parte asimismo del tejido poético de Mary Oliver y María Sánchez, ambas interesadas en el mundo rural, que han descrito en poemas y ensayos siguiendo la tradición de Henri David Thoreau, Emily Dickinson, Miguel Delibes o Julio Llamazares.

Sin embargo, el regreso más visceral es posiblemente el de La charca, del escritor portugués Manuel Bivar. Como Mary Oliver y María Sánchez, el autor de esta novela desmonta el tetris tecnológico en que se ha convertido la lengua de casi todos nosotros y le devuelve los jardines y los bosques, un vocabulario en desuso porque ya queda poca gente capaz de trasladarlo a la realidad. Su protagonista nos conduce
a un bosque en plena pandemia. Allí construye una charca para revolcarse en ella como si fuera un tocino o un jabalí. Intenta limpiar su cuerpo de las promesas y mentiras de la tecnología, reducirse al grado cero de la civilización, el lenguaje y los instintos. Va en busca de todo lo que habíamos perdido cuando entregamos nuestras ilusiones a las ciudades, el capitalismo y la tecnología; cuando el humanismo cultural dejó a sus espaldas al humanismo natural, cuando los libros se olvidaron de su origen vegetal, de los árboles y las plantas a las que les deben su existencia.

Para Giorgio Agamben, todo relato se fundamenta en la conciencia de una pérdida; por eso sitúa la historia de la literatura (y del pensamiento) en una red de pérdidas sucesivas. En El fuego y el relato nos cuenta cómo Baal Shem, mientras urdía la creación del jasidismo, resolvía sus problemas yendo a un punto concreto de un bosque, encendiendo un fuego y rezando unas oraciones; y cómo las generaciones
posteriores fueron olvidándose del bosque, el fuego y las oraciones, hasta que ya solo les quedó la posibilidad de construir una narración a partir de esas pérdidas y esperar que esta surtiese el efecto buscado. Tanto Almenara como La charca y como los libros de Mary Oliver y María Sánchez parecen querer construir una narración que dé cuenta de nuestras pérdidas: del bosque, el fuego y las oraciones, pero
también de un posible camino de vuelta hacia ellas, un camino de vuelta al Paraíso, por si queremos comprobar qué queda de él y qué hemos perdido para siempre. En ese camino, hay quienes se despojan de todo y abrazan la vida animal de una manera radical, y quienes construyen o restauran una casa, como cuenta Mary Oliver en La escritura indómita, en una de cuyas nueve partes nos recuerda que «signifique una casa lo que signifique para el corazón y el cuerpo de un ser humano (refugio, comodidad, lujo), de seguro encarna tanto o más para el espíritu».

En un viaje a Bujara, en Uzbekistán, me contaron que las letras de la caligrafía islámica se inspiran en la naturaleza y en la música: en los trazos verticales de los árboles y las flores, con sus intersecciones horizontales; y en los agudos y los graves del canto de ciertos animales. Si sumamos naturaleza y música, el resultado más seguro es la poesía. Digo esto porque si algo caracteriza esta literatura que parece florecer ahora, dedicada a nuestro regreso al mundo natural para recuperar en él nuestro lugar, es su impulso poético, su esfuerzo por encontrar a través del lenguaje una vía de acceso a los misterios que nos aguardan en los bosques y el carácter sagrado de las especies que los habitan, según Mary Oliver. También en Bujara me dijeron que a los primeros narradores se los conocía como «hombres de la noche», porque aparecían cuando el sol declinaba. En sus historias, los animales hablaban con los seres humanos de igual a igual, también los árboles y todo
tipo de plantas. Conocemos esas narraciones nacidas en mitad de la noche gracias a Sherezade y Las 1001 noches, conocemos esas narraciones porque fueron las primeras que nos recordaron la importancia del jardín, donde nos guarecíamos del mundo pero también donde crecíamos como personas, donde cesaba el ruido y comenzaba la música de la Naturaleza.

En su discurso de aceptación del premio Nobel en 1971, Pablo Neruda narró su travesía entre Chile y Argentina en 1949, mientras cruzaba los Andes a caballo acompañado por otros cuatro jinetes a quienes no conocía y con quienes apenas hablaba. A cada paso se encontraban obstáculos: bosques tupidos, árboles milenarios, ríos furiosos, nieblas, viento, lluvia, nieve… La naturaleza iba desvelando sus misterios como si el poeta chileno los estuviese descubriendo por primera vez. Pero lo que más lo estremecía e iluminaba eran las canciones que compartieron él y sus compañeros de travesía con otro grupo de viajeros como ellos, que le ayudaron a ver en la música y el entorno de
la Naturaleza la otra cara de la poesía que él mismo había compuesto hasta entonces para establecer lazos entre pueblos y naciones, para restablecer los lazos entre los seres humanos, los bosques y los jardines, para ayudarnos a regresar al paraíso del cual fuimos habitantes un día, hasta que nuestra irreverencia y nuestro recelo hacia todo aquello que es para nosotros «supuestamente sagrado» nos hicieron perder no solo el Paraíso, sino también nuestro lugar en el mundo.

 

Olivia Laing: cultivar narraciones

En El paraíso perdido, el poeta John Milton nos recuerda que en el Jardín del Edén habitaban Dios y el Diablo al mismo tiempo. El primero lo construyó para que los seres humanos viviesen en armonía entre plantas y animales, y el segundo lo despobló al conseguir que Adán y Eva violasen la Ley de Dios y fueran expulsados, para vivir en adelante contra todo y contra todos, incluso contra sí mismos. Muchos jardines se crearon, de hecho, contra los seres humanos, a quienes se negaba la entrada en ellos, para preservarlos así de su fuerza destructiva. Esa lógica, sin embargo, ha dado vida a tantos seguidores como detractores. Olivia Laing es de los segundos. No apoya nada que esté basado en el privilegio y la exclusión, a nadie que se crea por encima de la Naturaleza y piense que solo le pertenece a él. Para ella, los jardines no son refugios para unos cuantos, son o deberían ser lugares de encuentro y diálogo.

Mientras restaura su propio jardín en El jardín contra el tiempo, medita sobre la utopía y sobre su relación con jardines del pasado donde se quiso conservar la identidad de los seres humanos. En ese jardín, que pertenece a una casa que ella y su marido compraron el mismo año del confinamiento provocado por la COVID-19, ella fue haciendo descubrimientos (como un invernadero, especies que le eran desconocidas y una pequeña laguna, entre otras cosas) y también redescubrimientos (como varios brotes de laurel, que había sido en su juventud la primera planta de la que se enamoró y cuyo nombre latino memorizó y repetía a menudo, con la sensación de que tras él se escondía una antigua melodía capaz de provocar milagros). Cada flor y planta de su nuevo jardín encierra una historia o nace a partir de ella, porque, en el fondo, cultivar es escribir en la tierra lo que poco después alguien trasladará al papel.