Marta Sanz, optimismo desde la grieta

«Persianas metálicas bajan de golpe» (Anagrama) es el nuevo libro de Marta Sanz. Una novela audaz, desbordante estilísticamente, de gran hermosura y humanidad.

 

Texto: Javier PINTOR  Foto: Asís G. AYERBE

  

 

En el territorio imaginario de Land in blue (Rapsodia) viven tres mujeres solitarias unidas por un vínculo imposible que se mueven al ritmo de las coreografías de TikTok y de las persianas que bajan de golpe mientras observan con inquietud el presente. Conversamos con una de nuestras escritoras e intelectuales más lúcidas y originales sobre los motivos que inspiraron este libro, sus preocupaciones y la atmósfera cultural y social que caracteriza nuestra época.

¿Qué se va a encontrar el lector cuando se adentre en los laberintos de esta historia futurista pero cercana?

Un musical en el que, a través de la creación de una metrópolis-país-mundo imaginario, se abordan algunas incertidumbres actuales: una sociedad violenta, envejecida, instalada en un futuro marcado por cierto papanatismo respecto al fetiche tecnológico y por el miedo a la enfermedad y el contagio; una sociedad cosmética e hiperactiva, incapaz de asumir la muerte e hipnotizada por un juego de pantallas en el que cada vez es más difícil encontrarse con los otros y saber quién eres tú. Los personajes de la novela tienen muchos nombres y esa opción expresa la condición movediza de la identidad; además, son personajes vigilados y cuidados por drones, que los miran con la fascinación amorosa con la que a veces observamos a los animales del zoológico.

Tus textos reflejan la realidad y la van construyendo en diferentes planos.  ¿Cuál es la realidad que has intentado reconstruir aquí?

Reconstruyo una realidad en la que la idea de progreso ha sido sustituida por la necesidad urgente de conservar lo que ya se tenía, los logros que habíamos alcanzado, ante todas las amenazas que se han ido concentrando a lo largo de las últimas décadas: el cambio climático, las catástrofes naturales, la pandemia, las guerras —las populares y las que se nos olvidan—, la falta de expectativas para la juventud y el crecimiento del suicidio, la prolongación de la edad de jubilación, el maltrato institucionalizado a la personas mayores y muy especialmente esa desarticulación de lo público como efecto secundario del neoliberalismo y de la economía de casino. Es como si el futuro ya estuviese aquí y sonase a chatarra. Me parece que, bajo las ficciones y los hologramas, están las facturas de la luz y que los efectos especiales aparentemente más inaprensibles necesitan de materiales y de un enchufe. De gente trabajadora. A veces se nos olvida. Pensar en lo tangible, lo cercano, lo alcanzable, pensar en el tacto frente a lo táctil, a mí me ayuda a tener esperanza.

¿Vivimos una realidad tan desquiciada y amorfa que has tenido que acercarte al género de la ciencia ficción para describir hacia donde se encamina nuestra sociedad y lo incomprensible que le resulta al individuo interpretar el mundo en el que habita?

Estamos intentando comprender y, en ese proceso de compresión, la ciencia ficción se ha transformado en realismo. Lo que retratamos a través de ese instrumento retórico no resulta alentador ni desde la perspectiva microscópica de los afectos ni desde el plano general de la historia y la geopolítica. En este libro yo quería rescatar esa visión de la literatura de Vonnegut, aquello de que quienes escribimos somos como los pájaros en los túneles de las minas que detectan los escapes fatales de grisú. Colocarse en esa posición en un contexto en el que la alegría es obligatoria resulta incómodo: me parece que yo siempre escribo desde la grieta y, a la vez, desde el optimismo de confiar en el poder y el valor de las palabras. Se puede ser optimista sin dar saltos de alegría y darle al pesimismo una salida transformadora. No hay por qué pensar solo con unos y ceros, ¿no?

Me parece que este es uno de tus textos de mayor riqueza léxica, exuberante, muy rico en imágenes y de una gran fuerza expresiva. En una ocasión comentabas que te interesaba trabajar con un tipo de exceso lingüístico tan insoportable que obligase al lector a salir del texto para enfrentarse cara a cara con la realidad. ¿Has llevado esa idea aquí a su máxima expresión?

No sé si a su máxima expresión, pero el barroquismo y la musicalidad son para mí las formas de romper la cuarta pared. Construir realidad con el lenguaje del arte. Sobre todo, en un campo cultural en el que prevalece la gentrificación estilística y es obligatorio complacer a un espacio de recepción clientelizado. La exageración no es nada Marie Kondo. Pesa. Es sucia. Coge polvo y ácaros. A mí, esa posibilidad biológica de la palabra de la que surge la vida me atrae mucho. Y creo que genera una sensación de encantadora inseguridad. Yo no soy Diosa y no tengo la palabra precisa ni veo pasar un pez y lo nombro “pez”. En la literatura jugamos con el lenguaje más allá de la exigencia del comercio. En todo caso, procuro adoptar distintas posiciones a la hora de escribir. No acomodarme. Por eso, a veces opto por la autobiografía y a veces escribo novela negra lírica y otras veces me pongo a escribir poemas antipoéticos. El desconcierto nunca se premió comercialmente hablando y este libro, por seguir con las metáforas musicales, es una disonancia. O un chirrido. Por otra parte, yo creo que hay cierta coherencia en utilizar un código barroco para expresar un mundo complejo, difícil y muy penetrado por la muerte.

¿Sin inquietud y sin riesgo no existe el arte ni la literatura? ¿El mundo que recreas es un reflejo de la sociedad a la que nos encaminamos?

Me parece que todos los libros son un reflejo, pero no sé si todos son un reflejo profético. Yo, como escritora, a menudo me he sentido como Casandra: cuando escribí Amor Fou hablé de enormes banderas de España, límites de la democracia, normalización de la ultraderecha y nadie me quiso publicar la novela. Nadie me creyó ni ética ni estéticamente. Ni las dos cosas a la vez. Como a Casandra. Como al pajarito de Vonnegut que la espicha en el túnel de la mina. Sin embargo, todo ocurrió más tarde cuando el tono de ciencia ficción de la novela se había convertido en puro realismo y, afortunadamente, como el dinosaurio, Anagrama ya estaba allí para recibir esas palabras.

¿Qué sentimientos alcanzan en el mundo artificial de Land in blue (Rapsodia) esos drones melancólicos y anticuados que cuidan de las mujeres solitarias?

Las máquinas andan buscando un lenguaje personal que les permita construir sus emociones y sus sentimientos. La duda surge cuando nos preguntamos hasta qué punto nuestro lenguaje y, por tanto, nuestra sentimentalidad, son de verdad personales o hay un montón de estímulos, estratos, jergas de poder, que nos configuran más allá de nuestras decisiones conscientes.

En Landinblú han prohibido la lectura de los libros de Bradbury y el visionado de Blade Runner. ¿No temes que, en ese país ficticio que resulta tan auténtico y real, el ingeniero jefe pueda llegar a censurar también Persianas metálicas bajan de golpe? ¿Debemos estar alerta frente a las amenazas cada vez más frecuente de ciertos discursos opresivos y autoritarios?

Lo escribí en Monstruas y centauras, y lo repito sin parar. No podemos vivir con mordazas ni con cancelaciones. Una sociedad democrática es la que fomenta que su ciudadanía aprenda a leer. Por debajo de las cortezas. Con lentitud, capacidad de relación, memoria y sentido crítico. Sin memoria, sin la memoria de lo trágico, no se pueden establecer conexiones ni se puede tener una idea estimulante de progreso. Una esperanza. No podemos cancelar Lo que el viento se llevó. Ni Lolita. Ni nada. Sobre todo, porque en el arte no todo es literal y a veces una representación terrible tan solo es metáfora de otra cosa. Y temo que estemos perdiendo esa capacidad de interpretación más allá de lo obvio. No se trata de borrar ni de silenciar, sino de valorar lo que se ha sido, lo que se está siendo y lo que se puede llegar a ser. Uno de los grandes dramas de Land in blue (Rapsodia) es la amnesia colectiva y la mala memoria personal, afectiva, de una de las mujeres que protagonizan la novela. Valoro la posibilidad de archivo de la tecnología, valoro los avances médicos, pero me aterra la normalización de la vigilancia y la omnipresencia de Siri. Nos volvemos perezosas y superficiales. Hay que hacer un esfuerzo por no perder la memoria.

En Pequeñas mujeres rojas reclamabas la necesidad de recuperar la memoria de los desaparecidos. Reivindicas aquí la necesidad de rescatar los recuerdos que nos identifican como individuos libres e independientes frente a los que defienden el olvido como condición indispensable para subsistir.

El olvido a menudo palia la inmensidad del dolor, pero en del olvido también brotan las infecciones: la imposibilidad de superar los traumas históricos y personales. No se puede pasar página saludablemente si no hay recuerdo. Y reparación. Por otra parte, quienes afirman que recordar es un modo de subrayar los rencores siempre lo hacen desde una posición de privilegio: sus heridas han cicatrizado porque, en realidad, nunca sintieron la herida y su piel está impoluta. El recuerdo está en la base de la identidad y Persianas metálicas… es un texto que, hablando poéticamente de nuestro presente, utiliza el imaginario del romanticismo: la construcción del individuo, la insumisión a los dioses —la rebeldía frente al algoritmo, en este caso—, el amor imposible, la muerte, los encantamientos, el sueño, los espejos, la locura, las revoluciones…

En este libro aparecen muchas de las preocupaciones que recorren tu obra: la desigualdad social, la precariedad laboral, la amnesia colectiva, la violencia contra las mujeres y, ahora, la conectividad permanente. ¿Qué esperanza nos depara el futuro?

Sospecho que la esperanza en el futuro pasa por no caer en la autocomplacencia con el presente. No deberíamos recrearnos en el universo mitológico de los anuncios, sino en la práctica artística convulsa y el pensamiento a contrapelo. También creo que es muy importante rehabilitar el valor de la política, porque no siempre corrompe. La ideología no siempre es perversa. Pensar en términos colectivos y tender lazos que vayan más allá de las redes nos ayudaría mucho. Poner el cuerpo y pensar la escritura como forma de encarnizarse y resistir. Me refiero a recuperar formas de interacción en las que el cuerpo o la voz, la presencia real, no el mensaje diferido o el anonimato, generen empatía y atenúen ese ingenio violento y destructivo que se agota en sí mismo, es espectacular, genera risas y likes, pero no sirve para cambiar lo que nos agobia. Creo que debemos desencapsularnos, escapar del Zoom, de las relaciones por mensajería instantánea… De toda esa hiperconectividad que aparentemente nos comunica mucho, pero que en realidad provoca ansiedad, adicción y nos tiraniza. Esta novela actúa como una trituradora de todas las referencias de un universo algorítmico, vulgar, simplificador y alienante.

El humor siempre aparece en tus libros. En el mundo artificial y líquido de Land in blue (Rapsodia), ¿qué papel interpreta?

El humor genera pensamiento. El humor a veces brota de lo trágico y es una herramienta para la lucidez y la liberación, pero no a través de un buen rollo impostado o de ese pensamiento positivo que convierte a todos los individuos en culpables de sus desgracias mientras se exculpa al sistema. Porque si quieres puedes y, si no puedes, es que algo te falla. A ti. El humor es una manera más de la conversación donde partimos de conocimientos compartidos y a la vez con sus juegos de palabras nos sorprendemos ante lo imprevisible que estaba aquí al lado: “Él era archipobre y protomiseria”, escribió Quevedo. Además, el humor es lo que nos permite meter el dedo hasta el fondo de las heridas y cuestionar el statu quo hasta que se nos desencaje la mandíbula. Y el statu quo. Persianas metálicas… es una ópera bufa: muy compasiva pero aparentemente despiadada, llena de imágenes de un humorismo cruel, de ese sarcasmo y esa acidez que parece que nos están prohibidos a las personas de izquierdas que solo podemos ver el lado bueno de las cosas porque esa es la manera aparente de creer en el progreso. Sin embargo, a veces, ver el lado bueno es un ejercicio de taxidermia social.

¿Los buenos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia?

Confío en que no. Aunque últimamente llueve mucho, en sentido figurado. O para ser más precisa: llueve mal y ácido, y hasta las lágrimas se pueden descomponer. Escribiremos con impermeables y gafas de buzo. Y no olvidaremos ni los terrores ni los placeres que nos dan los días.