Luis Mateo Díez, un premio Cervantes muy cervantino

El jurado del premio más prestigioso en lengua castellana, en el que figuraban anteriores ganadores como Cristina Peri Rossi y el poeta venezolano Rafael Cadenas o el director de la RAE, Santiago Muñoz Machado, subrayó que es “uno de los grandes narradores de la lengua castellana, heredero del espíritu cervantino, escritor frente a toda adversidad, creador de mundos y territorios imaginarios”

Texto: Sabina FRIELDJUDSSËN

 

Luis Mateo Díez es un Luis Landero castellano sin guitarra, un tataranieto de Cervantes que consiguió mejor acomodo en la corte y al terminar su jornada laboral de funcionario en el ayuntamiento de Madrid, abría una ventana en su cabeza y se desplegaba el paisaje de Celama, donde sitúa tres de sus novelas (El espíritu del páramo, La ruina del cielo y El oscurecer) que forman la trilogía Reino de Celama, que él mismo ha definido como “una inmersión en la desaparición de las culturas rurales y una ventana a lo más hondo y misterioso del corazón humano». Celama es ese lugar de lenta bonanza, con esa igualdad de los días que lleva a la gente a ser feliz con lo más insustancial y convertir los gestos más nimios en actos heroicos de resistencia.

Algo que sucede en el resto de ciudades sin nombre de sus otras novelas y relatos que forman también un territorio imaginario, pero tal vez por eso resultan de un realismo apabullante: las pequeñas ciudades anodinas, el campo áspero, la confortabilidad de la rutina y, en medio del secano, algunos náufragos que sueñan con ser rescatados. Como el quijotesco periodista Marcos Parra de Las estaciones provinciales, que trata de espantar la modorra de esa ciudad donde nunca sucede nada y destapar una corrupción que no tardará en darse cuenta que forma parte de los cimientos de las calles y de las casas. Como el grupo de cofrades que van en busca del manantial de la eterna juventud en La fuente de la edad, la novela más hilarante de Luis Mateo, aunque los chispazos de humor, de ironía que llega justo hasta las puertas del sarcasmo sin traspasarlas, son parte de los ingredientes de sus libros.

Otro ingrediente es la rica paleta de colores del lenguaje que usa, sacándole brillo al castellano. Aunque lo que da el toque “Mateo Díez” a sus libros es ese hiper-realismo imaginario, ese costumbrismo de un territorio que en realidad solo existe en su cabeza, aunque se parezca a la grisura de las pequeñas ciudades de interior españolas de su infancia en los años 1950, pero donde la alucinación y el murmullo de lo asombroso encuentran acomodo. En esas pequeñas ciudades opresivas y a la vez amodorradas, de agostos tan abrasadores que funden hasta los postes que sustentan la realidad, sus personajes tratan de hacer que sus vidas no sean vulgares y casi nunca lo consiguen, pero el intento siempre está lleno de esperanza.

Cuando hablé con él, mucho antes de que fuera el escritor tan reconocido que es hoy día, me comentaba que “he intentado ir construyendo poco a poco un territorio de la imaginación a partir de lo que mis propias experiencias. Un territorio autónomo que sea un mundo fuera del mundo, que tenga un tiempo fuera del tiempo, que acabe siendo una realidad estrictamente literaria”. Al preguntarle si su literatura despaciosa, un punto alucinada, con esa épica de los antihéroes anónimos, no era un camino de perdición para andar por los caminos del mercado editorial se rio, porque es hombre risueño y cercano, muy conversador “Soy y he sido un escritor a contracorriente, y a lo mejor determinadas percepciones de la modernidad no cuadraban con lo que yo hacía… ¡pues me ha importado un pimiento! Yo tengo un proyecto literario a largo plazo y eso tiene un coste: no se puede compaginar con el éxito ni con el dinero”. Este premio le da la razón y prueba que la literatura tiene sus propios tiempos y sus propios caminos. Camino de perdición se titula una de sus novelas más intensas, tal vez porque perderse también es una forma de encontrarse. Creo que al pobre Cervantes, que patrocina este premio aunque nadie le haya pedido permiso, le habría gustado que se lo dieran a Luis Mateo Díez, que en medio la gran mancha gris de las vidas anónimas es capaz de encontrar soñadores luminosos.