Los abuelos y las abuelas, maestros en la vida y en la literatura

En el Día de los Abuelos celebramos su figura con la escritura de José Saramago, Gabriel García Márquez, Elvira Lindo y Andrea Abreu, entre otros autores.

 

Texto: Daniela GIRALDO BARONA 

 

Los abuelos y las abuelas asumen diversos roles: nos aconsejan, nos trasmiten valores, costumbres y tradiciones. Aunque si hay un rol que los define hoy en día, es el rol de los cuidados. Es común que al pasar tiempo con los abuelos y conocer su cotidianidad y su pasado, su figura se convierta en un referente. Y es más común que, como literatura y vida suelen ir de la mano, algunos abuelos hayan sido tan influyentes que terminan transformados en personajes literarios. El 26 de julio varios países celebran el día de los abuelos en homenaje a San Joaquín y a Santa Ana, referenciados en la Biblia como los abuelos de Jesús. La fecha parece una buena ocasión para recordar el papel que los abuelos han tenido en la obra de autores como José Saramago, Elvira Lindo, Gabriel García Márquez y Andrea Abreu, entre otros.

“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía ni leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo”. Con estas palabras comenzaba José Saramago su discurso por el Premio Nobel de Literatura en 1998. El hombre más sabio a quien había conocido el escritor no fue otro que su abuelo Jerónimo. Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha, abuelos maternos del autor portugués, se convirtieron en dos figuras fundamentales en su vida y en su obra. Las palabras del nobel son un homenaje a sus abuelos y a su infancia junto a ellos en Azinhaga. En su discurso recuerda las historias que su abuelo Jerónimo le contaba en las noches de verano: “Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba”. El tiempo que el escritor pasó en Azinhaga afloró en su escritura años más tarde, cuando materializó los recuerdos que guardaba de sus abuelos: la consciencia de Jerónimo y Josefa, su cotidianidad y las costumbres de su hogar, en las historias de sus novelas. Al escribir sobre ellos, de alguna forma, logró inmortalizar parte de su vida. Logró transformar a “personas comunes en personajes literarios” y esa fue la manera que tuvo “de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo”.

No fue el único premio nobel influenciado por sus abuelos maternos. Para Gabriel García Márquez la presencia de Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán, abuelos con quienes vivió durante su infancia, fue la base que años más tarde sostendría parte de su escritura y, más aún, de su forma de entender el oficio. En Vivir para contarla explica su relación con Tranquilina y lo influyente que fue para él: “Me contaba las cosas más atroces sin conmoverse, como si fuera una cosa que acababa de ver. Descubrí que esa manera imperturbable y esa riqueza de imágenes era lo que más contribuía a la verisimilitud de sus historias. Usando el mismo método de mi abuela, escribí Cien años de soledad”. Esas “cosas atroces” tenían que ver con el hecho de que para Tranquilina Iguarán la frontera entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos se representaba ambigua, confusa. María Mercedes Montoya señala en su estudio sobre la infancia del escritor que, durante el día, para Gabo “el mundo mágico de la abuela Tranquilina era fascinante, vivía dentro de él, era su mundo propio. Pero en la noche le causaba terror, sobre todo cuando la abuela lo inmovilizaba en una silla —a los cinco años de edad—y lo asustaba con los muertos que andaban por allí”, por su casa. Los muertos eran sus familiares, antecesores como su tía Petra o su tía Margarita Márquez, a quien tomaría como “base real de Remedios Moscote en Cien años de soledad”. Su abuelo Nicolás Márquez también fue muy influyente en su obra: las historias sobre su participación en una de las guerras civiles del Caribe sirvieron de inspiración para la obra magna del escritor colombiano y para construir el personaje del coronel Aureliano Buendía.

ABUELOS, PASADO Y MEMORIA

Los conflictos bélicos —como parte del sufrimiento de los abuelos y las abuelas— pueden ser una fuente de creatividad para los escritores. Sebastiaan Faber indica en su artículo sobre la literatura como acto afiliativo que “la Guerra Civil española se ha venido revelando como un manantial incomparable e inagotable de inspiración artística e intelectual”. Ejemplo de ello sería El último cuento. De abuelos y cunetas (Editorial Calipso L&Z) de May Borraz. Un libro en el que la autora reconstruye la figura de Sebastián Blasco, su abuelo republicano. Un abuelo a quien no llegó a conocer porque murió poco después de finalizar la Guerra Civil. Oficialmente la muerte de Sebastián Blasco se declaró como un suicidio, “aunque la familia nunca lo creyó”. Las diversas teorías sobre su fallecimiento y el misterio que rodeaba su muerte animaron a Borraz a investigar qué ocurrió con su abuelo y, tras cinco años de trabajo, la autora ha logrado reconstruir “la crónica de su muerte”. La novela puede entenderse como un acto literario afiliativo en el que subyace una convicción social y una obligación moral. La autora explica que decidió escribirla porque se dio cuenta “de la necesidad moral que tiene este país de sacar a todos sus muertos de las cunetas o las fosas a las que se les arrojó”. May Borraz solicitó ayuda a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) para recuperar los restos de su abuelo Sebastián y su exhumación fue posible gracias a ellos.

Con un posicionamiento ideológico más equidistante, aunque con el conflicto bélico en su trama, encontramos La puerta roja (Grijalbo), el debut literario de Claudia Catalán en el que la autora recopila “la infancia manchega” de su abuela Sacra. Como señala la escritora en las notas finales de la novela, “los episodios históricos y muchas anécdotas presentes” en las páginas del libro “se narran como las recuerda aquella niña que durante la Guerra Civil, cuando su padre marchó al frente, tuvo que resguardarse, con su madre y sus hermanos, en casa de su abuela”. En la novela la abuela de Sacra se llama Candelaria. Tiene dos hijos y un yerno en la guerra: unos luchan en el bando rebelde y otro en el bando republicano. La familia vive el constante señalamiento de los vecinos. Sacra tiene que lidiar con la ausencia de su padre y con un conflicto civil que, debido a su corta edad, no llega a comprender totalmente. Aunque intuye que debe protegerse y cuidar a su familia y amigos. Desarrolla una sensibilidad abrumadora y encuentra un refugio en la naturaleza: en el campo, en los olivos y en los árboles. Aprende que “hay una inagotable belleza en las cosas más cotidianas, una sencilla y maravillosa belleza que, para quien sabe apreciarla, resulta un bálsamo para el alma”.

SABIDURÍA Y CUIDADOS

Si hay un tipo de literatura que dedique especial cariño a la figura de los abuelos y que mantenga un vínculo profundo y poético con ellos, esa es la Literatura Infantil y Juvenil. Y, si hay un abuelo conocido y reconocido dentro de ésta, ese es Don Nicolás, el abuelo de Manolito Gafotas. Y no es de extrañar tal reconocimiento porque, como diría el propio Manolito, el abuelo Nicolás “mola, mola mucho, mola un pegote”. Elvira Lindo construye una relación marcada por el afecto y el cariño entre ambos personajes. Sentimientos que se van afianzando conforme los títulos sobre la vida de Manolito proliferan. El abuelo dejó el pueblo para mudarse a Carabanchel Alto con el resto de la familia y, desde entonces, él y Manolito— y cuando se le permite también El Imbécil—, son inseparables. Manolito admira a su abuelo porque es un hombre que sabe mucho. Además mola un montón porque le enseña canciones de las de antes, como Campanera de Joselito, su favorita. A veces Don Nicolás se encarga de recoger las notas de su nieto en el colegio, y sabemos que las notas pueden ser un conflicto para Manolito, pero no pasa nada, lo importante es que siempre tiene la confianza de contarle los problemas a su abuelo, a su “súperabuelo”.

En la literatura infantil la figura de los abuelos suele vincularse al aprendizaje, a la memoria y a la familia. Los abuelos reencarnan la voz de la sabiduría, de la experiencia, y ayudan a los protagonistas de los cuentos a entender el mundo, a expresar sus emociones y a saber valorar los pequeños detalles. Pequeños detalles como el hecho de aprender cada día una palabra nueva, porque puede ser una manera increíble de entender lo que nos rodea. Esto es algo que Pedro aprende desde pequeñito. Al protagonista de Un cesto lleno de palabras (Anaya), un cuento de Juan Farias y de Fuencisla del Amo, le regala su abuelo, como bien dice el título, un cesto lleno de palabras. Gracias al regalo de su abuelo, que trabaja en una imprenta, Pedro descubre palabras que sirven para dar sentido a su mundo y, de esta manera, aprende a nombrarlo y a entenderlo. Aprende que las palabras sirven para contar historias, para soñar y para imaginar aventuras increíbles. Gracias a su abuelo y a su cesto lleno de palabras, Pedro descubre la riqueza del lenguaje.

Comenzaba este artículo señalando que si hay un rol que caracterice a los abuelos y a las abuelas, es el de los cuidados. Un papel muy vinculado a la crianza. Al pensar en personajes de abuelas que crían y cuidan, inevitablemente, he pensado en las abuelas de Panza de Burro (Barrett) de Andrea Abreu. Abuelas que crían y cuidan porque la ausencia de los padres es eterna o cuando la ausencia de los padres dura horas, muchas horas, muchísimas horas de trabajo para mantener a la familia. Las abuelas de Panza de Burro son para conocerlas y sentirlas como abuelas también. Una quiere hacerse amiga de las protagonistas, así como lo son Saray o Juanita Banana, para poder ir a comer a casa de Doña Almerinda coditos fritos y su mojo “aguachento”. O para merendar el bocadillo de revilla con queso que prepara Chela, la abuela de Isora. En Chela pienso sobre todo cuando pienso en no querer tenerla como abuela. Es un pensamiento fugaz, como una primera impresión, porque lo cierto es que pienso más en Isora que en su abuela. A veces pienso en lo mal que se llevan entre ellas y en lo mal que les ha tratado la vida. Pienso mucho en esto último. Las pienso para entender su relación, para entender por qué se insultan de una forma tan parecida. Creo que si fuera mi abuela la abuela de Isora yo también la insultaría. Pero aprendería a insultarla en otros idiomas y no solo en inglés como hace Isora —la llama bitch y le dice que significa abuela—. Aprendería a insultarla en cien idiomas más porque quizás con esa forma de aprendizaje tan tediosa, tan de pérdida de tiempo, le estaría mostrando un odio engañoso, algo parecido al amor. Pienso que a las abuelas como Chela es difícil no quererlas de esa manera. Pero es más difícil no celebrarlas como celebramos al resto de las abuelas.