El regreso del viejo boxeador de David Torres
El autor madrileño vuelve a subir al ring de la vida a su personaje más carismático, Roberto Esteban, ex-boxeador que años atrás acarició la gloria y que, tras hundirse irremediablemente, se recicló en matón, guardaespaldas y portero de discoteca. Más viejo, medio sordo, cojo y con la próstata cabrona, Esteban reaparece después de dieciséis años en la nueva novela de su creador, «Nieve negra» (Reino de Cordelia).
Texto: Diego Prado
En el ya lejano 2003 David Torres quedó finalista del premio Nadal (cuando aún el decano de los premios de novela de nuestro país premiaba al finalista, costumbre que nunca debió de desaparecer). Fue con El gran silencio, una novela que enseguida llamó la atención de la crítica por dos motivos: porque su autor era casi un desconocido y porque, tratándose de una novela de género negro, poseía una calidad literaria poco habitual. En ella aparecía por primera vez Roberto Esteban, ex campeón de Europa de los pesos medios, un hombre taciturno y poco hablador que, tras una etapa de caída libre en el alcohol y el olvido, alquilaba sus puños al mejor postor. Era, sí, un matón de poca monta, pero que se regía por un extraño sentido de la justicia. Un antihéroe en toda regla, que intentaba paliar con amargo cinismo el saberse un perdedor. David Torres le cogió cariño al retirado púgil y lo rescató cinco años después en una nueva aventura, Niños de tiza, que le valió los premios Tigre Juan y Hammett de la Semana Negra de Gijón. Otro quizá hubiera tirado de ese filón hasta dejarlo seco, pero Torres es ante todo un narrador plural y se dedicó a hacer otro tipo de novelas, amén de publicar relatos, algo de poesía y darle al artículo periodístico con regularidad profesional. Una media docena de libros después, y tras aparcar a Esteban durante una década y media, éste vuelve a asomar su jeta maltratada por los golpes en Nieve negra, una novela que, como indica su título, es negra negrísima.
Prematuramente avejentado, cercado por los achaques y una amargura marca de la casa, Roberto ha abandonado lo de romper piernas por el oficio de estatua en la puerta de una discoteca, el Danzig, un antro del que es propietaria una extraña dama llamada la Viuda, peligrosísima cabecilla de una parte de la mafia madrileña (que comparte con los búlgaros, los hondureños, los chinos y los nigerianos, no siempre en buena armonía). A Roberto le han endosado de aprendiz a un grandullón todo músculo al que todos llaman Bobo, un joven búlgaro que hace honor a su nombre. Es un favor que la Viuda le debe al clan. Pero cuando la nieta adolescente de la Viuda, el único ser al que quiere, aparece salvajemente destripada, la venganza y una guerra de bandas sin precedentes se cierne sobre la capital, pillando a Esteban justo en el medio.
Con una prosa que refulge como un cuchillo enfangado en el barro, dura y sin concesiones, Torres recupera el músculo narrativo de obras anteriores y factura la que sin duda es una de sus mejores novelas. Sus diálogos, repletos de chispazos sarcásticos, huyen de la habitual atonía (cuando no ridiculez) que suele acompañar a la novela española y, en ocasiones, nos recuerda aquellos magníficos diálogos de las películas y novelas noir clásicas. Torres, hijo del madrileño y modesto barrio de San Blas, donde la delincuencia y la droga camparon a sus anchas en los siempre movidos años 70, sitúa a su alter ego muy lejos de allí, en unas cloacas de oropel y engaño, donde nadie es lo que parece y donde Roberto Esteban pega menos que un Phoskito en un restaurante de cinco tenedores. Pero, ya saben: el que tuvo, retuvo.
En una ocasión a Torres le preguntaron en una entrevista a qué actor veía encarnando a Esteban. Contestó que a alguien parecido a Javier Bardem. Lo extraño es que a nadie se le haya ocurrido aún llevar la saga a la pantalla. En Francia ya han podido leer la primera de las novelas del antiguo boxeador (À pas de dance, Sol y Lune Éditions, 2023). Le comento al autor si esto es una trilogía finita o si Esteban volverá al cuadrilátero novelesco. Responde con un lacónico “espero que siga”. También nosotros.