Víctor del Árbol retorna a su periferia

En su nueva novela, “El hijo del padre” (Destino), nos muestra una saga de gente humilde que trata de esquivar la rueda de su destino, pero acaban arrollados por ella. El abuelo que vivió siempre entre violencia, el padre que emigró a Barcelona sin esperanza y el hijo/nieto que borra las huellas de su pasado para encaramarse al ascensor social. O lo intenta. Nos citamos con Víctor del Árbol en Torre Baró, el suburbio de Barcelona donde creció, uno de esos lugares donde las ciudades pierden su nombre.

 

Texto y fotos: Antonio ITURBE

 

Como cualquier gran asentamiento urbano, Barcelona está hecha de capas que se han ido superponiendo, fundiendo o aplastando. En cuanto dejas atrás el Barrio Gótico, surgido de una mezcla de tradición y fantasía burguesa de final del XIX, la rectitud geométrica del Ensanche y los barrios elegantes de la parte alta, la ciudad se hace montaraz. Los emigrantes que fueron llegando, especialmente en la segunda mitad del siglo XX, se ubicaron en un cinturón alrededor de la Barcelona ordenada, comerciante y burguesa. Los emigrantes antes tenían acento andaluz o gallego y ahora acentos latinoamericanos, árabes o de la Europa del Este, pero la historia siempre es la misma: los que llegan son mirados con recelo por los que están y siempre han de asistir a la función desde el gallinero.

Dejas atrás la colorida Vía Julia, lugar de muchos acentos y activa vida comercial, y te adentras en el barrio de Roquetas, de aire humilde y alegre. A partir de ahí la vida se pone cuesta arriba. Al gallinero de Barcelona hoy día se sigue subiendo a través de calles empinadas muy curvadas con bares minúsculos que nunca recibirían un premio FAD de diseño, ni falta que les hace. Torre Baró queda en la ladera de las montañas bajas de la sierra de Collserola que circundan la ciudad. Llego hasta un mirador austero que ofrece una vista aérea de la capital, desplegada hasta la lejana línea del mar, donde se recortan minúsculas las torres de la Central Térmica de San Adrián como si fueran una maqueta de Lego. Víctor del Árbol ya está allí, vestido con chaqueta de cuero de motorista. Es difícil leer en su mirada, pero algo le brilla en los ojos. “El sueño era la gran Barcelona”, me dice. Me explica sin dejar de mirar al horizonte que de niño le gustaba venir hasta estos descampados de noche: “Para un crío sentarte sobre unas piedras y ver encenderse allá enfrente toda la ciudad era algo que te hipnotizaba”.

En El hijo del padre nos cuenta la historia de tres generaciones: el abuelo que vive en una Extremadura violenta y caciquil, el padre que emigra a una Barcelona que apila a los inmigrantes en barrios descacharrados como Torre Baró y el hijo, que ha llegado a ser profesor universitario en un ascenso social que, por fin, cambia el destino de violencia y descalabro de los hombres de su familia. O eso creía. Porque todo nos lo cuenta desde una celda donde lo han metido por matar con sus propias manos. Todo es ficción. Aunque la familia de Víctor del Árbol también es originaria de Extremadura, sus padres también emigraron a Barcelona y creció en los descampados de Torre Baró, él también estudió gracias a los curas, como el protagonista, y salió del barrio. El protagonista de la novela se hizo profesor de universidad y Víctor del Árbol, policía (mosso d’Esquadra), tal vez para no caer en las malas tentaciones. El protagonista, en la novela, se toma la justicia por su mano; Víctor del Árbol también tiene su propia ley y hace sus ajustes de cuentas en los libros.

Mientras miramos esa tupida geometría de calles que forman la ciudad le digo que su novela puede leerse como la historia de la Barcelona orillada. “Yo diría que de una España orillada. Barrios como este los ha habido en todas partes”. Señala la masa urbana desplegada allá abajo “Me gusta la idea del que está en la periferia porque es el outsider, el que está fuera, es el que se cuestiona las cosas que hay dentro. Si estás dentro todo tu pensamiento, tu manera de pensar, está prefigurada por tu entorno, pero si no tienes raíces te puedes cuestionar las cosas”.

Caminamos en dirección al castillete que aparentemente da nombre a Torre Baró, porque Barcelona es una ciudad con facilidad para disfrazarse de lo que no es. Las verdaderas torres del barón de Pinós se derruyeron en el siglo XVIII con un manotazo borbónico por haber apoyado al rey equivocado durante la guerra de Sucesión. Este castillete de fantasía, con más apariencia de torreón de restaurante de bodas que de fortaleza medieval, es de 1904, cuando una empresa denominada “Compañía de Urbanización de las alturas y extensiones de Horta-Las Roquetas” se propuso construir una ciudad jardín en la finca del antiguo condado de los Pinós. Construyeron la carretera Alta de las Roquetas y se inició lo que debería ser un hotel de aire romántico, pero el proyecto fracasó antes de empezar y todo quedó en el abandono. Las dependencias en forma de castillete del hotel fueron durante la guerra instalaciones militares. Y después, nada. En la falda de la montaña de enfrente, un lugar fuera de la vista de la ciudad y dejado a su suerte, se fueron levantando casetas y barracas de manera anárquica a medida que llegaban olas de emigración.

Mientras llegamos a la base de la torre le pregunto por Juan Marsé, padrino de los escritores catalanes de periferia. “Últimas tardes con Teresa me impactó mucho, pero con los años me he dado cuenta de que ese pasado se mistifica, se hace literatura. El Carmelo que describe Juan Marsé es un Carmelo literario, la Barcelona de Ruiz Zafón no existe… el que más se acerca es Paco Candel, también Pérez Andújar. Yo quería escribir una historia de este barrio sin literatura, por eso es una historia dura y tiene momentos de belleza y ternura, pero son una belleza y una ternura naturales, no literarias, no ficticias. Y me he dado cuenta con los años de que eso es lo que me gusta: cuestionar las cosas sin literatura. Tratar de llegar a entender la esencia del barrio porque así entiendes qué eres tú”.

Al llegar al torreón los ojos se le agrandan con las imágenes del pasado: “Esto estuvo abandonado durante años. Veníamos a jugar aquí y te encontrabas indigentes y yonkis, pero nos daba igual, formaba parte de lo cotidiano”. Ahora se ha convertido en un punto de información municipal. De cerca, todavía se nota más que es un castillo de pega. En los últimos veinte años fue rehabilitado con apoyo de las asociaciones vecinales, pero el material era de mala calidad y se deterioraba, y justo hace un año el Ayuntamiento de Barcelona tomó cartas en el asunto. Hizo una rehabilitación integral, como hace las cosas la gran Barcelona cuando entra en la periferia, dedicándole la atención que merece: en vez de una fachada de piedra, la recubrieron de una argamasa barata de imitación piedra, con el consiguiente cabreo de los vecinos de la zona, que consideraron que era una chapuza. En declaraciones recogidas en el diario La Vanguardia el pasado 25 de octubre, el concejal del distrito afirmaba que “es una fachada distinta a la que había, ya que no se reconocen las piezas separadas, pero es satisfactorio puesto que a cincuenta o cien metros prácticamente no se percibe la diferencia”. Si a cien metros da el pego, pues ya vale. Total, aquí todo es cutre. Así mira el centro de Barcelona a su periferia.

Nos giramos hacia el lado contrario de la montaña que mira a la ciudad y ahí se despliegan las casas del barrio de Torre Baró. “Son dos mundos juntos que se dan la espalda”, me dice. Dejamos atrás el torreón. Víctor camina y yo le sigo por un sendero en mitad de la vegetación, como si estuviéramos de excursión, muy lejos de una gran ciudad. “Por aquí jugábamos de niños, subíamos hasta el Pico del Águila. Esto está igual que entonces, pero sin la basura y las neveras rotas tiradas por cualquier parte”.

Llegamos hasta la carretera que baja a Torre Baró, donde tiene aparcada la moto, y desde ahí tenemos una vista mucho más nítida del barrio. Pese al enorme cambio de Barcelona en las últimas dos décadas, Torre Baró sigue pareciendo en construcción: hay solares vacíos, casas heterogéneas salpicadas por la ladera de una montaña irregular, un desorden urbanístico impropio de la ordenancista Barcelona. “Esto era una tierra de nadie. En los años en que yo crecí aquí no había asfalto. Era un barranco y cuando la riera se desbordaba arrasaba con todo”. Señala a un par de kilómetros los bloques baratos de la modesta Ciudad Meridiana. Le digo que cualquier barcelonés de pro lo consideraba, hasta hace poco, territorio apache: “Para nosotros, Ciudad Meridiana era la civilización, la modernidad. Aquí no teníamos ni agua corriente, se hacían enganches clandestinos de los postes de la luz”. Más arreglado, pero Torre Baró sigue siendo una especie de lugar secreto en la tramoya de la ciudad. “Se ve toda Barcelona, tiene mejores vistas que el Tibidabo. Ves todo el Vallés por un lado y toda Barcelona, por otro. Si lo cogieran los especuladores harían un destrozo aquí. Algún día lo tiraran todo abajo”. Me señala dónde estaba la casa donde vivía, hecha de materiales reciclados. Y también, más abajo, dónde estaba la biblioteca en un edificio prefabricado. “Allí nos dejaba mi madre cuando se iba a trabajar. Ella sabía mucho. En esa biblioteca pasé muchas horas extraordinarias”.

En la novela, Diego, para ser aceptado en esa gran Barcelona universitaria y acomodada, entierra su pasado, renuncia a sus raíces. Se dice en el libro: “La palabra charnego es del pasado, pero sigue clavada como una astilla”. Le pregunto si para triunfar estos años ha sido necesario archivar el pasado. “Es que no hubo una verdadera integración, lo que hubo es una asimilación. Si tú querías progresar socialmente tenías que aceptar las normas imperantes. Y el hecho de ser charnego Diego lo vive como un estigma, aunque en realidad no lo es. Es una identidad, tan válida como cualquier otra, pero a él le cuesta entenderlo. Igual que al llegar al pueblo le llaman polaco, y es otro tipo de estigma y se rebotaba. A mí me pasaba, cuando estudiaba en el seminario, que íbamos a Montgat, Tiana o Sant Fost, y allí eran catalanes de clase media alta, y como yo soy moreno de piel, agitanado, y de niño aún más, te empezaban a decir que eras charnego. Y yo lo vivía como un insulto porque eso era. Era decirte: tú no eres de los nuestros. Y durante años renuncias a eso para ser aceptado y, al paso del tiempo, hay un momento en que te dices: ‘¿Por qué? ¡Si yo soy esto, no soy otra cosa!’. Una de las tareas más bonitas de la vida es llegar a saber quién eres y aceptarlo sin mitología, sin mística, no creerte mejor que nadie por haber pasado determinadas cosas, pero sí que esas cosas te han prefigurado. Si yo no hubiera nacido entre estos dos mundos no sería el tipo de escritor que soy. Puede que fuera escritor, pero sería otro, con otra mirada de las cosas”.

Caminamos hacia la parte de la montaña que da a Barcelona y me muestra unas escaleras de piedra que llegan hasta el barrio de Roquetas. “Nos pudimos cambiar a un piso en Roquetas. Cuando bajé estas escaleras para no volver fue cambiar de mundo. Hasta entonces no lo sabía, me empecé a dar cuenta de que era pobre cuando bajé a la ciudad y vi que había agua corriente en las casas y la gente vivía de otra manera”.

Le digo que, saliendo de un lugar como Torre Baró, no tendría miedo a nada, pero se ríe. “¡Eso es una mitificación! Siempre tienes miedo”. Para que me quede claro, me cuenta que “Yo no tengo una mirada bucólico-pastoril del barrio. No eran tiempos fáciles. Mi padre me decía ‘Tú no te metas con nadie. Pero si alguien te busca, que te encuentre’. Yo no podía llegar a casa y decirle a mi padre lloriqueando que me habían pegado. Yo tenía que llegar con la nariz rota y decir que me había peleado porque había que ser muy machote… ¿sabes lo que es crecer con esa presión?”. Nos despedimos al pie de su moto y da una última mirada a las casas desperdigadas por el barranco de Torre Baró. Señala a lo lejos: “Subíamos al pico del Águila. Íbamos por ahí a coger higos… La libertad que sentí aquí no la he sentido en ningún otro sitio”. Ya con el casco le escucho preguntar, antes a sí mismo que a mí: “¿Por qué he tardado tantos años en volver?