Sergio Ramírez: las arrugas del tiempo
Un 25 de febrero de 1990, el Frente Sandinista fue derrotado en las elecciones generales de Nicaragua y el sueño de la revolución terminó de resquebrajarse.
Tras combatir cuerpo a cuerpo contra el ejército del siniestro dictador Anastasio Somoza, el Frente Sandinista de Liberación Nacional logró liberar al país de un gobernante autoritario, adicto al nepotismo al colocar a familiares y amigos en los lugares de poder y a mantener todo tipo de privilegios. Sergio Ramírez, que ha compaginado su carrera política con la de escritor, luchó en primera línea por derrocar a Somoza y fue vicepresidente con Daniel Ortega en el gobierno de Nicaragua liderado por el Frente Sandinista tras el triunfo de la revolución.
Sin embargo, algo no fue bien. La prueba es que 30 años después Sergio Ramírez ha tenido que exiliarse a Madrid debido a la orden de detención contra él del propio gobierno de Nicaragua que ahora vuelve a presidir Daniel Ortega -antiguo compañero de revolución- por haber publicado una novela: Tongolele no sabe bailar. En este libro, protagonizado por su ya mítico personaje, el Inspector Dolores Morales, muestra el paisaje de una Managua en 2018 en la que los estudiantes se levantan contra un gobierno revolucionario donde la vicepresidenta es la esposa del presidente y se reparten todo tipo de privilegios entre los afines. Y ese gobierno responde a los estudiantes indignados con una represión brutal, (respondió en la trágica realidad de abril de 2018 con una crueldad que causó cerca de 400 muertos). El que antaño fuera soñador de la revolución y perseguidor de dictadores, no ha tolerado que un escritor describa esa Managua de represión de la libertad de expresión.
A continuación, nuestro colaborador de Librújula, Francisco Luis del Pino, traza un retrato de cómo fue ese momento de 1990 en que el Frente Sandinista perdió las elecciones y todos los sueños empezaron a desmoronarse.
Texto y fotos: Francisco Luis del PINO OLMEDO
La primera vez que me fijé de cerca en el rostro de Sergio Ramírez, fue en Nicaragua durante las semanas previas a las elecciones de 1990 en las que el pueblo harto de la guerra que desangraba la juventud nica, y destrozaba la economía del país, acabaría por dar la espalda al sueño rojo y negro del Sandinismo.
Aquellas elecciones, consideradas las primeras limpias que se iban a efectuar en Centroamérica, habían despertado el interés internacional, ya de por sí muy atento, al menos periodísticamente, a la larga guerra en que estaba empantanada la región. No solo Nicaragua: la guerra civil en El Salvador, la represión constante en Guatemala, y más soterrada en otros países como Honduras. Prueba de la importancia informativa que se le dio al proceso electoral nicaragüense, fueron los más de dos mil periodistas y fotógrafos acreditados para el evento.
Fueron muchos los encuentros de la prensa internacional con dirigentes del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) y de La Unión Nacional Opositora (UNO), representada por Violeta Barrios de Chamorro la viuda del prestigioso periodista asesinado por el régimen de Anastasio Somoza, que se haría con la victoria el 25 de febrero de 1990, día del recuento de votos. Sergio Ramírez como segundo en el gobierno se mostraba en un segundo plano, reforzando con su presencia cuando era menester los actos que protagonizaba Daniel Ortega.
Era evidente la diferencia entre los dos más altos representantes del gobierno. Siguiendo las instrucciones de su asesor de imagen, el español Enrique Murillo, el presidente Ortega se prodigaba en actos de campaña por el país, practicando un ejercicio intenso de exhibición personal más cercana al modelo estadounidense, que al carácter y personalidad del país centroamericano. Su vicepresidente optaba por ese segundo plano discreto y firme.
Reparé en el personaje político al principio por su interés informativo, claro; pero, el individuo me agradó casi desde el principio por la serenidad que, acorde con su actitud, reflejaban unas facciones tranquilas, por aquellos días sin arrugas, ni esos surcos que el recorrer del tiempo, acaban por imprimir su huella inexorablemente.
No le había leído todavía – aunque conocía de su solidez intelectual-, era notorio que junto a Ernesto Cardenal, sacerdote y poeta, Sergio Ramírez, representaba una de las figuras más sobresalientes del espectro cultural nicaragüense.
Durante los años del gobierno sandinista se había desarrollado una especie de élite cultural que aglutinaba desde artistas plásticos a escritores. Y a pesar de estar sometidos a una economía de guerra, habían creado un lugar físico muy cuidado en Managua, donde se exponía obra a la vez que servía de encuentro a intelectuales, bohemios y gentes afines al FSLN con aspiraciones creativas. Esas nuevas aristocracias que surgen de las filas revolucionarias, donde algunos con ínfulas de medrar, acaban por conseguir privilegios lejanos al pueblo.
Se había establecido una especie de tregua entre las diferentes guerrillas, especialmente la Contra que operaba desde la frontera de Honduras con Nicaragua que realizaba incursiones con asesinatos de maestros rurales, ataques a zonas de cultivo, incendio de poblados o emboscadas al ejército, para que pudieran llevarse a cabo sin problemas graves las elecciones, dada la atención suscitada en el mundo.
El 23 de febrero se celebró el último gran mitin que reunió a decenas de miles de enfervorizados militantes que llenaron la plaza de la Revolución; un enorme descampado de tierra en su mayor parte que, al declinar la tarde, iba adquiriendo un color de postal revolucionaria muy propia del momento histórico que se vivía. El polvo levantado por el gentío formaba una especie de neblina anaranjada en la que destacaban, ondeando centenares de banderas rojo y negras.
Toda aquella gente esperaba expectante la llegada de Daniel Ortega que se produjo al cabo de unas horas, cuando declinaba el día y la noche estaba próxima. Los organizadores habían construido una atalaya para que los dirigentes (Ortega y Ramírez), y otros destacados participantes, pudieran dirigirse a los militantes. Fue entonces, cuando sorprendí dos gestos de Sergio Ramírez que me hicieron reflexionar, y hasta dudar un momento de la victoria que casi todo el mundo daba por cierta, excepto un pequeño grupo de veteranos periodistas que supieron analizar y acertar lo que a partir del 25 sería una realidad para frustración del Sandinismo.
Los dos fotogramas impresos son distintos; en uno está el vicepresidente sonriente y saludando a las filas militantes, y en el segundo, capté una mirada preocupada que, después, supe interpretar, como la antesala de la derrota del Frente.
Mientras el teatro populista continuó con un Daniel Ortega firmando las pelotas que el equipo nacional de beisbol bateaba al público que, con auténtico frenesí, se disputaba como preciado trofeo. Y cuando se acabaron las pelotas, lanzaron el bate, que debió descalabrar a algún entusiasta o a varios.
La noche del 25 ya se sabía que la UNO (Unión Nacional Opositora) había ganado las elecciones; fue una noche triste y nerviosa, en la que pudo ocurrir un desastre. Los irreductibles de Frente empezaron a trasladar armas ligeras (AK-47) sobre todo, a distintos escondites, dispuestos a no respetar el resultado democrático. Aquella madrugada Daniel Ortega pronunció un discurso en el que asumió la derrota y juró someterse al resultado del escrutinio. Un Daniel Ortega radicalmente diferente al actual, ni siquiera una sombra del que fue.
Sergio Ramírez mostraba en su rostro el pesar y la tristeza de lo ocurrido; pero empezaba a estar claro, cuando los días dieron paso a un análisis más sosegado, que las madres no querían que se les devolvieran a sus hijos en ataúdes. Y muchos jóvenes desertaban para no combatir. Los llamados Cachorros que nutrían, especialmente los BLI (batallones de lucha irregular), en combate constante en las sierras y montañas, habían sufrido demasiadas bajas, entre muertos y mutilados. Sergio Ramírez era consciente que el gobierno había cometido no solo errores, sino también violaciones de derechos humanos en la Misquitia, ejecutadas por el EPS contra la guerrilla de los indios misquitos que luchaban por su independencia.
Tengo otras expresiones captadas, actitudes tristes y serenas del escritor, meses después, cuando en mayo la nueva presidenta, Violeta Barrios de Chamorro, tomó posesión del cargo en el Estadio Nacional de Managua, sin incidentes de relieve, salvo algunos piques entre los jóvenes más impulsivos de uno y otro bando.
Me acerqué a Sergio Ramírez años después cuando ganó el Premio Internacional Alfaguara en 1998 -compartido con el cubano Eliseo Alberto autor de la novela Caracol Beach – con su novela Margarita, está linda la mar. Le pregunté por el escándalo de las acusaciones que señalaban a Daniel Ortega sobre una supuesta pederastia ejercido con una de las hijas de su compañera Rosario Murillo. No quiso hablar del tema, siempre discreto y elegante, pero su mirada hablaba por sí sola. Ya empezaba a tener arrugas, pero muy pocas.