Se cumplen 50 años del verano de Rubik

En julio de 1974 estalló la fiebre del cubo de Rubik, que ha vendido más de 450 millones de unidades en todo el mundo. Nos zambullimos en las memorias de su creador, editadas por Blackie Books.

Texto: Sabina Frieldjudssën      Foto: Selma Dressler

 

Ernő Rubik estudió arquitectura y tenía una especial fascinación por la geometría. Pero sobre todo, le gustaba el juego: “Soy un hombre juguetón o, más bien, alguien a quien le gusta jugar. Los niños son maestros del juego. A menudo se dice que es su tarea más importante y una parte básica de su aprendizaje. Crean reglas para jugar y son muy estrictos con su cumplimiento”.

En estas páginas explica cómo nació ese cubo endiablado que tiene 43 trillones de combinaciones, pero solo una nos ofrece todas las caras ordenadas por colores. Pero también se explica a sí mismo con fogonazos de su vida y algunas reflexiones que revelan el ingenio agudo pero sin grandilocuencia de este singular inventor.

Te das cuenta que tiene la parte de ingeniero aeronáutico de su padre, un hombre callado, vuelto hacia adentro, perfeccionista, metido durante horas y días en las construcciones de sus diseños de planeadores. De su madre (poeta en su juventud y talentosa pianista aficionada) heredó la alegría. Su padre, en cambio, nunca parecía estar satisfecho pese a conseguir muchos logros profesionales o haber diseñado y levantado con sus propias manos desde cero la casa donde veraneaban.

Confiesa que no fue un buen estudiante. Desatendía las clases, se le hacían interminables. En lugar de escuchar la lección dibujaba en su libreta durante horas figuras geométricas y eso le permitió familiarizarse con la naturaleza física de esos objetos: “me empecé a dar cuenta de que para mí dibujar era una manera de entender”.

Lo que realmente le gustaban eran los rompecabezas. Cuando tenía cinco o seis años le regalaron un puzle de quince piezas, una caja plana con 15 casillas numeradas encajadas en una de esas cuadrículas de 4×4 donde queda un hueco que permite mover las fichas deslizándolas.  Los pentominós, pasatiempos de cuadrados combinables, fueron su verdadero aprendizaje de las matemáticas y la geometría. Enseguida se interesó por el ajedrez, pero más que el propio juego le gustaba convertirlo en un rompecabezas de movimientos, especialmente un acertijo llamado Problema del Caballo, consistente en recorrer con el caballo todas las casillas del tablero hasta volver a la casilla inicial sin haber repetido ninguna.

“Jugar es una de las cosas más serias del mundo. A menudo, hacemos algo realmente bien solo cuando lo jugamos. Nos relajamos y la tarea deja de ser una carga o una prueba y se convierte en una oportunidad para la expresión libre”. Afirma que a medida que crecemos los filtros acaban taponando esas capacidades: “Todos necesitamos ser más infantiles para comprender más”.

 

Estudió arquitectura en la Universidad de Tecnología de Budapest y se quedó como profesor de Arquitectura y diseño. Una de las ideas que hicieron a Rubik arquitecto es que “la arquitectura, o el acto de construir, es una lucha contra la gravedad”.

Consideraba que divertirse era importante y se había aburrido tanto durante su etapa de estudiante, así que trataba de que sus alumnos lo pasaran bien en sus clases, pero no era tan fácil explicarles de manera amena su asignatura de Geometría descriptiva. Muchas veces se sentía como si le hablara de la luz y el color a un ciego. Porque para entender la geometría cree que hay que ver los objetos de manera completa, no solo las tres caras visibles en las tres dimensiones sino todas las caras a la vez.  Quería que sus alumnos entendieran de manera total el objeto. Habla en el libro de la “ceguera espacial”, esa incapacidad de ver los espacios en todas sus caras al mismo tiempo.

Le movía el afán de crear un objeto tridimensional con forma de cubo que pudiese moverse sobre su eje. Seguramente esa búsqueda, sin que él mismo fuera consciente, es el resultado de ese afán suyo de niño con un rompecabezas que resolver, el deseo de que sus propios alumnos jugasen, de que accediesen a una visión de la geometría competa, desde todas las caras… y sin perder la alegría.

“Era la primavera anterior a mi treinta cumpleaños, en 1974, y mi habitación parecía el bolsillo de un niño, lleno de canicas y tesoros. Había trozos de papel con notas sueltas y dibujos, lápices, ceras de colores, cuerdas, palos pequeños, pegamento, chinchetas, muelles, tornillos y reglas. Había innumerables cubos hechos de papel o madera en uno o varios colores, sólidos o deshechos en bloques. En principio aquí era donde preparaba las clases y donde ideaba ejercicios para mis estudiantes, pero acabó siendo mucho más que eso”. Al fin y al cabo, una de las varias citas a las que se acoge Rubik en estas páginas es: “Si de entrada la idea no es absurda no esperes nada de ella”.

Se sumergió durante meses en su búsqueda de esa pieza que parecía imposible, una especie de cuadratura del círculo: un cuadrado cúbico que gire, una figura que sea sólida como un cubo de cemento pero a la vez móvil, algo rígido y maleable.  Fue perfilando la idea hasta pensar cómo juntar ocho cubitos pequeños de tal manera que estuvieran unidos pero además pudieran moverse de forma individual. No resultaba fácil, pero en su cabeza ya no había nada más que esa idea. “Cuando algo te interesa, te despierta”.

Con su padre muchas veces no se había entendido y se había sentido distante. Pero ese joven profesor encerrado en su habitación de trabajo no dejaba entonces de conectarse mentalmente con su propio padre cuando construía la casita de veraneo familiar en el lago Balaton con extrema dedicación y afán de precisión. Finalmente, dio con la manera de articular ese cubo de cubos, que fuera móvil pero a la vez lo bastante sólido para que pudiese ser manejado con la alegría con la que se mueve un juguete. El secreto del cubo está oculto en su interior: esconde un núcleo de tornillos y muelles que crea una tensión equiparable a la de la gravedad.

Y ahí también fue importante la experiencia (y amarguras) de su padre: enseguida fue consciente de la importancia de patentarlo. Y, una vez patentado, después de haber hecho muchas pruebas de materiales en el taller de arquitectura, supervisó concienzudamente la fabricación y fue muy preciso a la hora de señalar el tipo de plástico, el grosor y hasta el más mínimo detalle. En 1977, tres años después de patentarlo, apareció en las tiendas de Hungría un juguete de colores llamado Cubo Mágico.

En un par de años se hizo popular en Hungría pero le costó saltar fronteras: los distribuidores internacionales consideraban que era demasiado complejo. La propia nota de Ernő Rubik que acompañaba al cubo en su caja explicaba que “organizar varias caras simultáneamente es un problema muy difícil y solo puede resolverse descubriendo las leyes que gobiernan cada movimiento”.  Pero a través de un empresario inglés que abrió las puertas de Estados Unidos, el cubo inició su camino internacional hacia el éxito.  El cubo empezó a fabricarse y a venderse como un juguete, aunque enseguida fascinó a matemáticos. Y al mundo mundial.

Rubik explica su relación con el dinero, algo que, al parecer, le preocupa poco. Afirma no ser rico pero vivir cómodamente e incluso tener más de lo que necesita, porque no necesita demasiado: prefiere la comida casera “a los restaurantes finos”, su coche es un Volkswagen Golf eléctrico después de muchos años de tener un Ford Galaxy. “Siempre me ha desconcertado que haya gente desesperada por ser famosa. Al Cubo le encanta la atención, a mí no”.

Da la impresión en estas páginas de ser un inventor sin aspavientos, que no se considera realmente inventor, ni nada en concreto: “Soy y sigo siendo un aficionado en todo lo que hago”. Aunque nos recuerda que el amateur es el que ama.  No cree ser un genio, sino una persona sencilla a la que le gustan las cosas sencillas. Aunque también nos advierte de la complejidad de lo aparentemente simple.

 

El cubo ha vendido millones de unidades en todo el mundo y se sigue vendiendo, ha aparecido en series de televisión (muchísimo en Big Bang Theory) o en películas (una de las últimas, Snowden, dirigida por Oliver Stone, donde el protagonista guardaba información confidencial bajo la pestaña de color de una cara del cubo de Rubik) y continuamente se siguen reeditando libros que explican las claves para lograr completarlo. Pero quizás, aunque no lo diga con esta rotundidad pero se intuye, de lo que está más orgulloso Erno Rubik es que apareciera en el diario Daily Express de Londres una carta donde una madre explicaba que su hija de 14 años con discapacidades graves había aprendido a solucionar el Cubo: “En toda su vida es lo primero que ha sido capaz de hacer que la mayoría de niños normales no pueden”. Nos dice que “Nunca lo he olvidado. Ilustra maravillosamente cómo la inteligencia se expresa de maneras inesperadas”.

Considera que “para resolver el cubo debes enfrentarte a los principios que lo sustentan, pero también determinar cuál es tu relación con el objeto Es una forma de introspección, aunque no sea consciente”.  Nos dice sobre ese cubo de colores simples más complejo de lo que parece: “El rompecabezas que soy yo. El rompecabezas que es este extraño objeto que descubrí hace casi cincuenta años. El rompecabezas que somos todos”.