Robinsones en un Madrid solitario
Javier Serena vuelve a la novela con “Apuntes para una despedida” (Almadía).
Texto: Lorenzo Rodríguez Garrido Foto: Lisbeth Salas
Han pasado ocho años desde Últimas palabras en la tierra, el anterior libro de Javier Serena (Pamplona, 1982), ficción protagonizada por un álter ego de Roberto Bolaño, pero este paréntesis, como si el autor hubiera querido encarnar el sentido del título, sin duda resulta engañoso, ya que Serena no ha dejado de participar en el ―llamémoslo así― tablero literario. La reedición y traducción a otros idiomas de alguna de sus novelas y, sobre todo, la labor al frente de Cuadernos Hispanoamericanos (Serena es una de las personas que más sabe de literatura sudamericana actual), lo mantienen muy activo. Lector exigente e inquieto, escritor elegante y perfeccionista hasta límites insospechados, acaba de publicar Apuntes para una despedida (Almadía, 2025), una breve novela generacional ―de todas las generaciones, en realidad―, obsesiva y melancólica, que, como la buena literatura, encierra mucho más de lo que aparenta. Sus protagonistas, Maite y un narrador anónimo, robinsones en un Madrid solitario, una ciudad en la que parece no quedar sitio para nadie, dialogan a diario con las razones del desencanto, camuflado, a veces, entre los destellos de cierta esperanza.
Lo primero que quisiera saber es el núcleo de Apuntes, es decir, qué fue lo que te empujó a escribirla (claramente tiene muchos elementos autobiográficos) y si desde el principio sabías que sería una novela corta.
La historia efectivamente parte de una experiencia personal, como tantas otras, pero está transformada para ser una novela en el sentido más clásico del término: es decir, es una invención de escenas y personajes. Lo que prevalece, más allá de si las anécdotas sucedieron con mayor o menor exactitud, es la emoción y el pensamiento que atraviesa el libro. La experiencia de los personajes del libro y los de la realidad no son las mismas en absoluto, ni ellos son iguales, pero piensan y sienten igual en el ámbito real y en el inventado. Y al escarbar en ese material propio, me di cuenta de que había una vivencia que quería trasladar a una novela precisamente porque no era estrictamente mía: quería construir una historia que hablara de la necesidad y la dificultad de vivir en un momento determinado de la vida, de cómo muchas expectativas no se logran, de nuestra necesidad y dificultad de establecer relaciones, de la precariedad personal de nuestra vidas actuales, con esa ansiedad constante de alcanzar logros que no se dan y la complejidad de los vínculos a partir de cierta edad, donde cuesta recuperar alguna credulidad que se tuvo a una edad más joven. Todo eso es una suma de emociones y reflexiones bastante consistente y unitaria, y me di cuenta de que en cierto momento de mi vida era algo que me había pasado por delante. Así que no tardé en empezar la escritura, sabiendo que era una novela corta porque sólo funcionaba de una manera muy escueta: con dos personajes, que son una pareja, y el paisaje de la ciudad, sin otras distracciones que no fuera ese estado de ánimo muy concentrado en ellos dos.
Apenas tiene 100 páginas, pero toca y «apunta» varios temas: la complejidad del vínculo amoroso, la precariedad laboral, el empeño de la vocación, lo crematístico, la dificultad de lograr ser inquilino en una gran urbe como Madrid, la salud mental, etc. Todo ello, claro, canalizado por la peripecia humana de la pareja protagonista. Supongo que para lograr la tensión adecuada y que el interés no decaiga hay mucho trabajo detrás.
La novela trata todos esos temas, en efecto, que el fin y al cabo resultan en un determinado espíritu: la voluntad de creer que todos los deseos se van a realizar, al tiempo que se sabe ya que esa perfección no sucederá. Hay una nostalgia del tiempo pasado, por la certeza de que la vida soñada por la que se ha peleado tanto es difícil que se dé, porque ya hay bastantes años que han quedado atrás. Es difícil mantener la tensión en un libro con tan poco material anecdótico, con una trama muy leve. Pero lo que el libro trata de transmitir se consigue desde cierta inmovilidad, un estatismo de dos personajes que se observan como en un espejo, aceptándose y rechazándose con toda esa problemática que los ha unido y los separará, como si no fueran dueños de sus fuerzas. Hay una conciencia del azar en el encuentro y también de la insuficiencia de la voluntad: ellos saben que están arrojados a un cierto tránsito del que no pueden renegar sin ser responsables por completo de sus propios actos, movidos por una inercia muy antigua que conduce a cada cual. Por ser un libro así de deshojado, el reto consistía en recrear ese movimiento mínimo que excede a la voluntad de los personajes sin alterar esa sensación de estatismo.
El final de la novela se sabe desde el principio, y además el narrador nos lo anuncia y recuerda en varias ocasiones.
Es una novela que, en efecto, anula la trama entendida como un misterio a resolver desde el principio. Pero ese anuncio, en verdad, crea otro enigma: no se trata de saber qué sucede, sino cómo y por qué. Es un libro enfocado a retratar y comprender a dos personajes, a analizar su comportamiento envuelto de toda la problemática que los rodea. También por eso es un libro asociativo y circular y no causal o cronológico: el misterio, o la literatura, está en crear a dos personajes con su complejidad.
La novela está contada en primera persona por un narrador sin nombre.
Son decisiones intuitivas o estéticas: en un libro que trata de desnudar la historia hasta su hueso más elemental, tratando de prescindir de cualquier clase de adorno o distracción. Darle un nombre al narrador me parecía un poco artificioso, como si lo convirtiera en un personaje de una manera demasiado exagerada. Importa su voz y su presencia, que creo se logra mejor con esa cercanía con la historia en que no puede alejarse demasiado de su función narradora, aunque sea un personaje también.
Sin embargo, se centra tanto en el personaje de Maite, el retrato de ella es tan vívido, que a veces casi parece un narrador testigo. Podrías haber optado por un narrador en tercera, por ejemplo, o que la primera persona hubiera correspondido al personaje de ella.
Sí, es cierto, en algún momento pensé en que el narrador fuera sólo un testigo. Pero luego me di cuenta de que el libro sólo funcionaban si él y ella participaban por igual, porque al fin y al cabo la historia empieza cuando se conocen y termina cuando se separan, por lo que el protagonista de la historia quizá sea la pareja, que en este caso está formada por dos partes diferenciadas. No se entendería la disfunción de la pareja sólo con una parte, por eso no es un narrador testigo, aunque finja serlo, por su condición de escritor y porque la historia del personaje femenino es más fuerte, más dramática. En tercera persona me hubiera resultado un relato difícil para una novela tan intimista, tan escueta. Pedía una escritura más próxima al diario personal que a la novela, aunque sea una novela, y por eso la primera persona me pareció siempre necesaria.
Me encantan las descripciones que aparecen de la ciudad. Es un Madrid vacío (las navidades y el verano tienen especial protagonismo), casi fantasmal, que acentúa la presencia de la pareja, también su soledad, como si la ciudad fuera un gran escenario y ellos dos sus únicos actores.
En efecto, hay un tercer protagonista que es la ciudad. Pero no cumple una función decorativa. Es una ciudad que acompaña la evolución sentimental de los personajes. Es una ciudad que suele estar vacía, en su inmensidad, algo que acentúa el aislamiento de ambos. En verano, por ejemplo, en el verano en que su único viaje termina demasiado rápido, será una ciudad suspendida en un letargo fantasmal, donde no suceda nada y ellos estén varados en ese calor inmóvil, con una inevitable sensación de fracaso. Por dar otro ejemplo: en el momento de la despedida, el narrador oye el ruido de las clases de flamenco de enfrente de su casa, un mediodía soleado de primavera, echado en el sofá, y en esa placidez del ambiente recibe el mensaje de despedida de ella, de una frialdad completa, algo que vuelve más cruel el momento para los dos. Pero no son casualidades: es que ellos ven y viven la ciudad de determinada manera, y por eso la ciudad es un estado de ánimo también.
El Apuntes del título sugiere varias cosas: las tentativas a la hora de aproximarte al meollo de esta pareja ―de todas las parejas del mundo, en realidad―, la bruma misteriosa que envuelve su ruptura, la incapacidad del propio narrador para abordar sus proyectos literarios, etc.
Sí, desde el principio pensé en un título en que de algún modo negara que era una novela, aunque lo sea. Apuntes, Notas, Diario, etc. Palabras que de algún modo cuestionan que estemos ante el artificio de una novela, aunque sólo ese artefacto sostenga la narración. Es una manera de anunciar una escritura que huye de una trama fuerte, para optar por un relato más propio de una confidencia. Y esa palabra, Apuntes, también rechaza la posibilidad del relato completo y cerrado: indica la voluntad de aproximarse a lo ocurrido, que es un intento siempre insuficiente.
Es una novela que deja en el lector un gran poso de melancolía y que yo no puedo evitar leer en clave generacional.
Es cierto que es una novela melancólica, pero si lo piensas bien, lo que tienen en común los dos personajes es precisamente lo contrario a la falta de estímulos: tienen una ilusión tan terca, que persisten en ella, aunque el tiempo, la edad, la experiencia, los hechos que se van dando, les disuadan de esa creencia. Pero ellos aun así tienen esa ilusión, de la que de algún modo no logran liberarse. Persisten en su fe, que es una fe contracorriente, opuesta a cualquier decisión práctica, a sabiendas que esa fe les ha fallado. Pero sin que aun así dejen de estar en estado de permanente lucha por esa ilusión que se les ha escurrido entre las manos. De hecho, el libro termina cuando uno de los dos personajes, ella, pone en suspensión esa fe o esa ilusión, aunque cualquiera que lea el libro sabrá que es un personaje que volverá a esa terquedad. Por eso creo que la melancolía que tienen es la otra cara de ese espíritu en permanente tensión: una melancolía que conocen quienes han anhelado expectativas de una vitalidad completa, no quienes no han creído nunca. Y es también un libro generacional, porque están presentes las redes sociales, los móviles, la dificultad de la vivienda, cierto modo de vida en la gran ciudad, etc. Pero aún más creo que es una novela sobre determinada edad, una frontera en que no cabe evitar esa tensión o las paradojas de cuestionar nuestra fe y nuestras expectativas o ilusiones al mismo tiempo que sabemos que nos acompañarán hasta el final, sin que podamos liberarnos de ellas por un escepticismo más aséptico, que debamos seguir aferrados a esos viejos sueños sin que la razón nos permita una creencia que sin embargo es lo que mejor nos representa y no podemos abandonar sea cual sea el resultado.