Pasar el Covid con Houellebecq

La llegada del ejemplar de la nueva novela de Michel Houellebecq, “Aniquilación” (Anagrama), coincidió con que me contagié de Covid. Así que me encerré durante una semana con el escritor más reverenciado y más odiado de las letras europeas.

Detalle de la ilustración de la revista Librújula número 44

 

Texto: Antonio ITURBE  Ilustración: Alfonso ZAPICO

 

Tras dos años de seguir la pandemia del Covid en los informativos de televisión, los periódicos y las conversaciones de familiares y conocidos, tal vez por haberse convertido en un relato, uno acaba pensando que es algo que les sucede a los demás. Por eso, encontrarme la doble raya del test de juguete de la farmacia me causó una mezcla de resignación e irrealidad.

El privilegio de vivir con mi familia en una casa con un altillo donde tengo mi rincón de trabajo con el ordenador, algunos libros, un aseo, una cama y una terraza me permitía aislarme de manera cómoda durante los días que fuese necesario. Aunque un leve dolor de cabeza vagamente febril empezaba a martillear dentro del cráneo, entre las pocas cosas que decidí llevarme a mi exilio estaba el grueso volumen de la nueva novela de Houellebecq, Aniquilación. Ni la siniestra portada, muy fea, con ese manchurrón de tinta sin ninguna voluntad estética, ni el título, parecían convertirlo en el mejor reconstituyente, pero mi relación con Houellebecq es larga, comenzó hace más de veinte años.

Me estreno como enfermo y quiero serlo de una manera convincente. Me quito la ropa de calle y me pongo el pijama, aunque no haga ninguna falta porque la camiseta de manga corta y los pantalones bermudas que llevaba eran igual de cómodos que el pijama. Me tomo la temperatura y no hay fiebre, aunque las molestias de garganta van en aumento y noto un peso suficiente en la cabeza como para desistir de ponerme delante del ordenador.

Recostarse sin sueño hace que abras la sesión de Google de tu cabeza. Ahí se me aparece la llegada del primer ejemplar de Houellebecq a principios de 1999 a la redacción de la revista Qué Leer donde trabajaba, antes de que fuera vendida a un contubernio de estafadores que respondían a las señas de MC Ediciones. Se titulaba Ampliación del campo de batalla y en Francia había salido cuatro años antes. Casi nadie conocía aquí a ese tipo de apellido impronunciable y cara de aguafiestas. El libro mostraba a un ingeniero informático que trabaja en las nuevas tecnologías, pero en lugar de estar entusiasmado, como nos pasaba en España con la llegada de la telefonía móvil a todos los bolsillos y esa nueva puerta mágica al mundo que era internet, su protagonista era un tipo asqueado por su trabajo y por el mundo que lo rodeaba. Daban ganas de tirar el libro a la basura de lo derrotista que era, pero no lo tirabas. Seguías. Lo que contaba no era bonito; de hecho, era desalentador… pero había algo verdadero en todas esas disquisiciones e incluso una mugre poética en esa resistencia a conformarse con un mundo mediocre. Cuando buceabas un poco en la biografía del autor veías que ese Houellebecq era, como su protagonista, informático de bajo rango en un ministerio, pero también descubrías que sus primeros libros habían sido de poesía.

A final de ese año ya publicaron su siguiente libro, que acababa de salir en Francia: Las partículas elementales. Ahí se muestra Houellebecq de una manera que ya no se verá en los siguientes años, mucho más esquivo con su intimidad real. Un crítico francés decía de este libro que su autor es un virtuoso del rencor, y no le faltaba razón. La historia de dos hermanastros abandonados por su madre, abducida por el furor alucinógeno del hippismo y la irresponsabilidad, tiene mucho de su propia vida y bastante de ajuste de cuentas con sus padres. De hecho, uno de los hermanastros se llama Michel como él y la madre es anestesista y se apellida Ceccaldi, como su propia madre.

En mi febrícula impulsada por el virus se me venía a la cabeza la tremenda escena en que su padre, un cineasta de documentales a su bola, regresa de un viaje y se encuentra en la casa a gente desnuda, drogada, fornicando a todo meter y en la habitación de arriba al pequeño Michel solo y aterrado nadando en un charco de orina y excrementos. Al personaje acaba criándolo una abuela y a su hermanastro la otra abuela. El hermanastro, al morir la abuela, entra en un internado donde sufre un acoso atroz. La infancia de Houellebecq no estaría muy lejos de eso: abandonado por la madre, criado por la abuela, internado en un liceo en Francia donde los mayores hacían por la noche todo tipo de crueldades con los más débiles.

La imposibilidad de dormir y esa especie de obsesión con las ideas que impulsan las décimas de fiebre hace que tenga la necesidad inaplazable de repasar algunos libros del autor. Aguzo el oído y la casa parece estar en completo silencio. Dando una voz que nadie responde, constato que la casa está vacía. Así que aprovecho para ponerme dos mascarillas y bajar hasta la biblioteca. Estoy tomando de la estantería algunos de sus libros cuando se oye la llave en la puerta de la calle. Corro escaleras arriba agarrando los libros como un delincuente. Me siento como Gregor Samsa convertido en cucaracha cuando bajaba furtivamente al comedor de la casa y huía en cuanto aparecía alguien.

En Las partículas elementales circula, bajo el peso de la tragedia, el humor negro marca de la casa. Encuentro su ya clásica irritación —está en todos sus libros— con los niños que “esclavizan a los padres” con sus berridos. “Su egoísmo no tiene límites”. Veo esta frase al repasar el libro: “¿Dónde está la verdad?”. Y tal vez sea la fiebre, pero me parece crucial y la subrayo hasta agujerear la hoja. Él es provocador, zafio, incorrecto, grosero… pero nunca ha sido otra cosa que un moralista que busca una verdad que no se le deshaga entre los dedos.

No soy nada amigo de las pastillas, como el colega Houellebecq, pero echo mano al paracetamol y se apacigua mi cabeza. Abro Aniquilación. La primera frase: “Algunos lunes de los últimos días de noviembre, o de principios de diciembre, tenemos la sensación, sobre todo si uno es soltero, de estar en el corredor de la muerte”. No empieza especialmente mal, en comparación con otros. Plataforma (2002): “Mi padre murió hace un año”. La posibilidad de una isla (2005): “Mi encarnación actual se deteriora; no creo que consiga aguantar mucho más tiempo”. Sumisión (2015): “Durante todos los años de mi triste juventud, Huysmans fue para mí un compañero”. En Aniquilación empieza presentándonos a Bastien Doutremont, que en su día fue un atrevido hacker y a quien el sistema neutralizó contratándolo. Ahora tiene una empresa cuyo mejor cliente es la Dirección General de Seguridad Interior (DGSI). Estamos en 2027 y se están produciendo unos extraños incidentes en internet: una filmación muestra cómo decapitan al ministro de Economía de Francia, pero el más profundo análisis de imagen no localiza el truco, el degollamiento y la sangre que manan parecen reales. Su botnet controla más de cien millones de máquinas zombis, ordenadores que sus dueños no usan, abducidos por sus teléfonos móviles: “La potencia de cálculo que pueden manejar es inaudita”. No han sido capaces de rastrearlos, no saben quién son ni qué los mueve, pero le parece que tienen mucho poder. Le agobia tener tan poco que reportar al ministro de Economía a través de un tipo aburrido llamado Paul Raison.

El arranque de la trama es prometedor: tecnología punta, ataques al gobierno de Francia con amenazas proféticas. Pero Houellebecq abandona al hacker Doutremont, que apenas reaparecerá fugazmente en la novela; no ha sido más que un cebo para llevarnos a Raison, el anodino inspector de Hacienda reconvertido en asistente del ministro de Economía. El solitario ministro Bruno (inspirado en el ministro francés Bruno Le Maire) tiene problemas conyugales; se ha mudado al apartamento privado del ministerio y se pasa las noches revisando expedientes, acompañado a ratos por Paul, que tampoco tiene prisa en irse a casa porque su matrimonio con Prudence es tan gélido como la estantería que le ha dejado su mujer en la nevera para que no mezcle sus grasientas hamburguesas con su comida vegana.

Mi febrícula crece. Pasan las páginas y seguimos con Paul Raison. A su padre, antiguo funcionario del DGSI, le ha dado un ictus y se ha quedado en coma. Los hackers informáticos hunden un barco de carga con un torpedo sin causar víctimas, pero el autor enseguida se desentiende de ese asunto. Durante cien páginas se dedica a hablarnos de las poco entusiastas relaciones de Paul con sus hermanos: una hermana ultracatólica que todo lo arregla rezando, casada con un notario de cuarta clase que se ha quedado en paro, y un hermano sin carácter al que hace años que no ve, casado con una periodista ambiciosa sin escrúpulos que ha tenido un hijo por vientre subrogado de un donante de raza negra, un adolescente tan irritante como cualquier otro. “¿A qué venía elegir un progenitor de raza negra? Sin duda la voluntad de aprovechar la ocasión para afirmar su independencia intelectual, su anticonformismo, su antirracismo. Había usado a su hijo como una especie de anuncio publicitario, como un medio de proclamar la imagen que quería dar de sí misma”. A los franceses, lo vemos en sus comedias sociales, les agrada fustigarse con sus contradicciones de progres burgueses abducidos por el confort y Houellebecq no escapa a ese refinado placer masoquista.

El covid me ataca como esos hackers que se cuelan en los sistemas y mi cabeza turbia se me espesa más con ese largo tramo de la novela de realismo social, descripciones farragosas sobre los tratamientos para personas en recuperación del coma, notas geográficas sobre la región y hasta disquisiciones escolares sobre los ríos franceses o las diferencias en la forma de vida de ese norte de Francia hundido en el fango del desempleo estructural, aderezadas con algunos entrañables apuntes de la juventud de Paul, como el de la novia practicante zen que tenía una virtuosa habilidad muy apreciada por él: contraer el coño durante el coito como una tenaza.

A Houellebecq siempre le ha gustado la digresión e incluso empotrar piezas informativas o ensayísticas (en El mapa y el territorio —su novela que más me gusta— metía trozos enteros de la Wikipedia sin despeinarse). Me fastidia que Houellebecq se sepa tan Houellebecq que no tenga freno y endilgue páginas y páginas superfluas (o a mí me lo parecen) sin medida. Tengo el impulso de tirar el libro por la terraza, pero es demasiado grueso y podría matar a alguien.

Por suerte es la hora de la comida y ya oigo los pasos de Susana, que me deja la bandeja a media escalera. Es un salmón de un color estupendo con su eneldo. Lo huelo pero no me llega ningún olor. Eso de que uno pierde el olfato con el covid me parecía una leyenda, así que, escamado, me voy al aseo, destapo el frasco de masaje de afeitar que huele a colonia y me lo acerco: nada. Meto la nariz dentro de manera zafia: nada. Con razón llevo tres días sin ducharme y no olía nada a sudor.

Me estiro en la cama y me amodorro. Es un amodorramiento inquieto, con ese mariposeo de unas décimas de fiebre. Soy como esos ordenadores que se quedan colgados y no hay forma de eliminar la última imagen congelada sobre la pantalla. Veo a Paul Raison, tan callado y pusilánime que le gustaría decirle algo a su esposa, con la que comparte piso sin tener relación personal alguna, pero no le dice nada. Me fastidia que Houellebecq no explique por qué su esposa y él llevan años sin hablarse. El paracetamol viene en mi ayuda y vuelvo al libro.

Los personajes van soltando mensajes. En alguna entrevista, Houellebecq explica que cada personaje tiene una lógica al margen de lo que él piense sobre un asunto, pero uno sospecha que trabaja a la manera de los maestros de marionetas y que sus protagonistas transpiran sus ideas. Algunas perlas de sus personajes, ajenas a su voluntad: “Internet solo servía para descargarse porno e insultar al prójimo sin riesgos, solo una minoría de personas especialmente resentidas y vulgares se expresaban en la red”. / “Si Dios existía realmente, como creía Cécile, podría haber más indicaciones sobre sus criterios. Dios era un mal comunicador, en un marco profesional no habría sido admisible tal grado de amateurismo”. / “La verdadera razón de la eutanasia es que ya no los soportamos, ni siquiera queremos saber que existen, por eso los aparcamos en lugares especializados apartados de la vista”. / “A Paul, también le había asqueado en la época de los atentados islamistas la profusión de velas, globos, poemas: ‘No tendréis mi odio’, etc. Consideraba legítimo odiar a los yihadistas, desear que los mataran en gran número y contribuir a ello, llegado el caso. En suma, los deseos de venganza le parecían una reacción completamente adecuada”.

A partir de la página doscientos y pico, Paul retorna a París y el foco vuelve al gabinete ministerial, los hackers y las próximas elecciones, en las que el presidente, que controla el partido, ha de elegir candidato para substituirle porque él lleva dos mandatos y no puede repetir. Como quiere presentarse al cabo de cuatro años, duda si nombrar al ministro de Economía, Bruno (eficientísimo pero con poco carisma), o a un profesional de la televisión con mucho palique y pocas ideas. Naturalmente, se decantará por el televisivo, eso sí, haciendo tándem con el ministro de Economía, que es el listo. Houellebecq retrata al ministro (reflejo de su amigo ministro Bruno Le Maire) de una manera tan virtuosa que es algo patético.

Hay momentos en que se demora en los sueños de Paul (es su libro con más sueños) o en asuntos de la política de Francia y sus mil rencillas entre socialistas, conservadores y lepenistas, ya sin Marie Le Pen, en 2027. La derecha es ególatra y calculadora, las izquierdas son una comparsa disgregada. Demasiada política. El covid empieza aflojar pero la mucosidad es intensa y hay momentos en que me dan ganas de arrancar las páginas políticas del libro y reciclarlas como pañuelos de papel. Pero me hace seguir ver que Paul está tan desinteresado como yo en esa mezquina preparación de la campaña electoral. Un asunto del ámbito personal muy impactante rompe la monotonía del politiqueo y cae como una bomba emocional.

Cuando me canso de leer, o de dar vueltas enjaulado en el altillo, o de buscar inútilmente una serie que no sea de entretenimiento barato, me salva Susana. Me asomo al hueco de la escalera y converso con ella en el descansillo, como si cortejara a la vecina de abajo.

Finalmente, el asunto de los atentados de los hackers que iban a conquistar el mundo, que luego ha pasado a secundario o terciario, se acaba resolviendo. En ese juego de mezcla de géneros: novela filosófica, costumbrismo, novela de tesis, novela de amor con desgarros, novela de intriga… se saca de la manga una resolución que parece una parodia mala del thriller entre metafísico y chusquero a la manera de Dan Brown, como para quitárselo de encima. Está claro que, de todos los asuntos, ese es el que menos le interesa, salvo por quiénes perpetran los atentados. No os lo voy a decir.

Unas páginas antes, Paul se huele que su padre, inmóvil y mudo en su silla de ruedas, y pudiendo mover solo las pupilas, aún mantiene relaciones sexuales con su pareja. Y eso lo alivia, y larga un resumen de filosofía de vida que bien podría ser un lema houellebecqueano: “Se dijo que si su padre podía empalmarse, si podía leer y contemplar las hojas agitadas por el viento, no le faltaba absolutamente de nada”.

Aniquilación podía haber terminado hacia la página 450, con la resolución de los hackers y de las elecciones en un final de infarto entre lepenistas y conservadores. Pero no. Sigue. Y, de hecho, empieza otra novela. Lo llamativo de estas últimas páginas es que, finalmente, el peso del libro, como la carga en la bodega de un barco agitado por la tormenta, se mueve de un lado a otro. Y descubrimos que el personaje de peso es Prudence, la esposa de Paul. Ha sido un personaje secundario, apenas entrevisto durante cientos de páginas, pero era la verdadera razón del libro. Me siento mucho más aliviado del covid cuando llego al final de la historia, que no es alegre, pero sí bonito. Te das cuenta de que todo ha sido una manera de contarnos una gran historia de amor. Si dijera como los cursis que el libro me ha curado, a Houellebecq le asquearía y con razón. Los libros no curan nada; pero acompañan.

Como ya tengo la cabeza más despejada, aunque el test se empeñe en mostrar dos rayas y decirme que sigo siendo positivo en covid cinco días después, me meto en el ordenador a ver qué contó Houellebecq en Francia de este libro. No demasiado, porque dijo que solo iba a dar una entrevista extensa y fue al diario Le Monde, con el que hace unos años tuvo una trifulca monumental, pero parece que ya se le ha pasado. Trifulcas nunca le faltan. Su propia madre, de quien decía que estaba muerta, apareció con más de ochenta años desde la Francia transoceánica después de leer Las partículas elementales para decir que su hijo “era un gilipollas” y otros cariñitos. Y hasta publicó un libro para ponerlo a parir.

Busco la entrevista de Le Monde, realizada por Jean Birnbaum. No es mala, pero sabe a poco. Dice que están cinco horas hablando pero tardas en leerla menos de quince minutos. Es como un aperitivo de esos modernos en que el camarero te entrega una cucharilla para que la chupes (creo que a Houellebecq le habría agradado la comparación). El titular de la entrevista está bien elegido: «Es con buenos sentimientos que hacemos buena literatura». No parece una frase espectacular para alguien que suelta titulares escandalosos cada cinco minutos, pero precisamente ahí está la gracia: ese terrorista literario que mira con condescendencia la prostitución, el porno, con personajes que se asquean con los que ponen velitas después de los atentados, con los animalistas, los predicadores de cualquier religión, las feministas y lo que se les ponga por delante, afirma que la buena literatura se hace con buenos sentimientos. Hay que joderse. No está claro si lo dice del todo en serio, pero tampoco lo dice del todo en broma. Se congratula de que en su libro solo haya un personaje “malo” (la cuñada de Paul, la periodista trepa y despiadada, que, por otro lado, es un personaje desesperado, en caída libre).

Jean Birnbaum le entra por el flanco de los sueños y él responde algo que nos muestra que el punto de partida de su escritura no es la construcción, sino la revelación: “Escribo cuando despierto. Todavía estoy un poco en la noche, todavía tengo algo del sueño. Tengo que escribir antes de tomar una ducha. Tan pronto como te has lavado, se acabó. Ya no sirves para nada. (…) A medida que envejecemos, es más difícil salir del estado de vigilia. El mundo es más pegajoso”.

Si ese cuerpo suyo escuchimizado al que somete a una severa dieta de tabaco desde hace años y que no es parco en alcohol, según él mismo confiesa, le llega a los setenta, yo creo que será premio Nobel. Vive de manera aparentemente austera, viste una parka del C&A a la que ha sacado mucho rendimiento y el apartamento donde trabaja nos dice Jean Birnbaum que “está en el distrito asiático del distrito 13 de París y amueblado de manera desesperadamente funcional” . En una sus digresiones, Houellebecq le dice: “Básicamente, soy una puta, escribo para obtener aplausos. No por dinero, sino para ser amada, admirada. Después de eso, no tomes la palabra ‘puta’ negativamente. A la vez que cobramos, nos hace felices complacer”.

La mucosidad va secándose en mis fosas nasales pero no gasto más dinero en tests de la farmacia. Sé que sigo positivo porque meto la nariz en el frasco del masaje de afeitar y huele a aire. Pero me encuentro lo bastante bien como para redactar estas líneas con Aniquilación al lado.

En estos años de tratarlo y hasta compartir con él el encierro del covid, he llegado a la conclusión de que Houellebecq odia a la humanidad pero ama a las personas. Explica en Aniquilación que nada vale la pena, pero el amor sí. Escucho en las escaleras los pasos de Susana que se acerca, que no se ha ido en todos estos días, y le guiño el ojo al maldito Houellebecq.