Muere a los 77 años Paul Auster
Paul Auster, el más europeo de los escritores norteamericanos, ha muerto a los 77 años por un cáncer de pulmón. Acababa de publicar en España “Baumgartner”, una bella reflexión sobre el amor que se va tras una vida entera y el amor que queda en el reservorio de la memoria.
Texto y fotos: Hilario J. RODRÍGUEZ
A la edad de ocho años, Paul Auster aún no era el escritor que sería tiempo después. La literatura aún no estaba a la misma altura del béisbol y aquella temporada los New York Giants, su equipo favorito, iban primeros en la liga. Conocía a todos los jugadores, incluso a los suplentes: Alvin Dark, Whitey Lockman, Johnny Antonelli… Pero ninguno como Willie Mays, el único a quien los aficionados se atrevían a comparar con Babe Ruth. Auster nunca había visto jugar a Ruth, solo lo conocía por los relatos asociados a su leyenda, y su sueño en aquel momento habría sido verlo jugar con Mays, para comprobar quién era realmente el mejor.
Aquel abril, no obstante, se iba a cumplir uno de sus mayores deseos: un amigo de su padre tenía entradas para el partido entre los New York Giants y los Milwaukee Braves en el estadio de Polo Grounds, y le ofreció dos. Habrían ido su padre y su madre de no haber tenido ella que cambiar su turno en el trabajo a última hora, lo que permitió que Auster ocupase su lugar. Durante el partido, él debía estar tan fascinado con el estadio, la atmósfera y el público que no prestó demasiada atención al terreno de juego, a no ser cuando intervenía Mays. Los Giants, eso sí, ganaron cómodamente. Cuando el público comenzaba a irse, el padre de Auster y su amigo permanecieron en sus asientos, celebrando la victoria hasta que apenas quedaba gente. Entonces se levantaron y comenzaron a caminar hacia los vestuarios, para felicitar a Mays y sus compañeros, que ya se habían duchado y estaban a punto de irse, en cuanto los fans dejasen de atosigarlos con sus libretitas para que les firmasen un autógrafo. Auster no tenía libretita, solo la entrada al partido, que por la parte de atrás estaba en blanco y él no quería más que la firma de Mays. Así que estiró el brazo hacia el jugador con la entrada sujeta por la punta de los dedos. Mays la cogió y le pidió un lápiz. El problema es que él no tenía ni lápiz ni bolígrafo, tampoco su padre, ni su amigo; nadie a su alrededor. «Lo siento, chico, otra vez será», le dijo Mays a modo de despedida, después de haberle devuelto la entrada. A partir de ese día, según cuenta él mismo en ¿Por qué escribo?, ya nunca volvió a salir a la calle sin una libretita y un lápiz y en adelante se convirtió en el escritor a quien todos conocemos.
Dos años más tarde el equipo de los New York Giants se mudó a San Francisco por problemas económicos y su estadio fue demolido. Como Auster diría, «algo sucede y desde ese momento ya nada vuelve a ser lo mismo». Uno se convierte en escritor al darse cuenta de la velocidad a la que desaparecen las cosas. Hoy no eres nadie y mañana podrías estar muerto. Basta un segundo para cambiarlo todo. Paul Auster lo descubrió hacia 1960 ó 1961, en una excursión al bosque mientras pasaba el verano en un campamento al norte del estado de Nueva York. La mañana había sido soleada, nada hacía presagiar un cambio para la tarde, pero en el camino de vuelta estalló una tormenta. Uno de los cuatro Fergusons de 4321, también nacidos en 1947 como Paul Auster, se ve metido en una tormenta similar y muere antes de llegar al final del libro, adonde solo llegan las otras tres versiones del personaje. El rayo que Paul Auster esquivó por poco en la vida real y que le cayó a su amigo Ralph, no pudo esquivarlo uno de los cuatro Fergusons de 4321 en la vida imaginaria de la novela. En la vida real y en la imaginaria, Paul Auster recuerda que de pronto estaba rodeado por agua, rayos y truenos, como si se hubiese desatado una guerra y él estuviese en mitad de una gran batalla. Del cielo caían lanzas afiladas de luz y electricidad. Al sobrepasar a Ralph, bajo una alambrada que rodeaba un claro en el bosque, al principio creyó que se había parado por miedo, luego se dio cuenta de que estaba muerto porque los labios se le habían puesto azules, como les había explicado una profesora en el instituto al describir los efectos de la pérdida de oxígeno en la sangre, que es algo que les puede suceder a los vivos, aunque lo normal es que les pase a los muertos. La vida se decide instante a instante y nadie sabe cómo funciona realmente. Pozzi, el jugador de cartas de La música del azar, cree saberlo, cree dominar su destino, hasta que este da un giro brusco y lo deja a la intemperie, enfrentado a fuerzas misteriosas ante las que no puede hacer nada.
Uno intenta descubrir quién es inútilmente. Así sucede en las novelas de Paul Auster, donde todos los personajes tienen nombres en clave, seudónimos o heterónimos, cuando no se designan como a los colores (mister Orange, mister Blue, mister Brown) o con siglas. En lugar de nombres, parecen máscaras.
Yo mismo me hice pasar por Paul Auster ante mis alumnos, mientras daba clase en Los Ángeles, de eso ya hace un tiempo. Quizás porque aún no había publicado mi primer libro y no tenía una idea clara sobre el asunto, creía que la literatura, además de escribirse, se interpretaba en la realidad, como quien actúa en una película, solo que en mi caso era una película rodada en tiempo real y en escenarios naturales. Apenas me hacía falta un buen guion para saber qué decir a continuación, para continuar de una manera literaria con mi vida. Hay novelas y libros que te invitan a escribir, como las de Georges Perec; otras te invitan a actuar, como las de Paul Auster. Y como yo quería expresarme literariamente pero aún no había comenzado a hacerlo por escrito, decidí vivir de manera literaria. Por eso a mis alumnos les conté que en mitad de una noche de verano, después de haber conseguido conciliar el sueño tras muchos intentos en balde, el teléfono comenzó a sonar en la casa del distrito de Los Ángeles donde vivía en aquel momento y, al llevar el auricular del teléfono a mi oreja en mitad de una oscuridad mayor que la de la noche, escuché una voz pidiendo ayuda. «Necesito a Paul Auster, necesito a Paul Auster», repetía. «Yo soy Paul Auster», le contesté sin saber demasiado sobre su obra, porque hasta entonces solo había leído la Trilogía de Nueva York, El país de las últimas cosas y Leviatán; me quedaba mucho por aprender. Ya era consciente, eso sí, de que Paul Auster no se ajustaba al retrato robot de los escritores estadounidenses, ni de los cultivadores del realismo sucio como Raymond Carver, ni de posmodernistas como David Foster Wallace. Tenía, si acaso, una poquito de Richard Ford y de Don DeLillo, y bastante más de algunos poetas simbolistas como Carl Rakosi, Theodore Roethke o Charles Reznikoff. Lo que le sobraban eran influencias de escritores europeos como Knut Hamsun, Franz Kafka o Samuel Beckett. También tenía una tendencia que ahora está muy de moda, que es sacar el arte de los museos y llevarlo a las páginas de un poema, un relato o una novela, e incluso de cuestionar si ciertas actividades deberían ser consideradas artísticas: caminar, perseguir a desconocidos, tomar en días sucesivos la misma fotografía o practicar el funambulismo entre las Torres Gemelas.
Sabemos que la historia de la literatura es una empresa de retroalimentación, donde a Franz Kafka le suceden el Dino Buzatti de El desierto de los tártaros o el J. M. Coetzee de Elizabeth Costello, del mismo modo que le anteceden casi toda la obra de Robert Walser o un cuento de Nathanael Hawthorne que resulta más kafkiano que Kafka, me refiero a Wakefield. Las leyes de asociación entre escritores y obras no siempre son intencionadas. Kafka, sin ir más lejos, nunca llegó a leer las novelas de Buzatti y Coetzee y posiblemente tampoco el cuento de Hawthorne. A Buzatti necesitaríamos un médium para preguntarle si se inspiró en Kafka para escribir su novela sobre la fortaleza Bastiani y el teniente Giovanni Drogo, lo que sí sabemos, porque lo ha contado él mismo, es que Coetzee se inspiró en El desierto de los tártaros y en Kafka para escribir Esperando a los bárbaros. Y en todos ellos se inspiró Paul Auster. Más allá de sus estilos, de su habilidad y talento para la literatura, lo que le atrajo de ellos es lo mismo que le atrajo de los juegos oulipianos de Georges Perec, de las persecuciones detectivescas de la fotógrafa Sophie Calle o de las locuras del funambulista Philippe Petit: la libertad. Libertad para ser judío pero aun así no justificar lo que Israel le hace a Palestina, libertad para ser estadounidense pero para escribir más bien como lo haría un novelista europeo, libertad para que las historias se extravíen una y mil veces…
Recuerdo que yo estuve a punto de conocer a Paul Auster en la librería City Lights de San Francisco en 1996, pero él salió por una puerta al mismo tiempo que yo entraba por la otra. Cuando me lo dijeron, fui a la calle aprisa pero ya era tarde: Auster seguramente se había montado en un taxi y había desaparecido. No alcancé a verle en ninguna dirección, aunque también es posible que no lo reconociese de espaldas. Dos años después, durante el Festival de Valladolid, llegué tarde a la rueda de prensa que hubo al acabar Lulu on the Bridge, y solo pude conseguir un ejemplar firmado del guion, cuando ya se habían ido de la sala donde tuvo lugar el evento con todos los miembros del equipo de la película, que era la primera que Auster dirigía en solitario. Pude ver luego, en los días siguientes, a Mira Sorvino y Harvey Keitel en bares de la ciudad y en los pases de varias películas de la sección competitiva del certamen; de Paul Auster no quedaba rastro, como si se lo hubiese tragado la tierra. Tuve que esperar hasta 2004 para conocerlo, aprovechando que me había ido a vivir a Nueva York, que mi casa estaba cerca de Park Slope (Brooklyn) porque allí el precio de los alquileres no era tan disparatado como en Manhattan, y que poco antes de las Navidades la biblioteca local organizó una lectura del Cuento de Navidad de Auggie Wren por parte de Paul Auster. El acto comenzaba a las seis de la tarde, pero yo ya estaba allí a las cinco y muy poco después llegó Paul Auster. Como no había nadie más en el auditorio, nos saludamos y comenzamos a hablar, no recuerdo bien sobre qué pero sí recuerdo que el tono de su voz no era el típico de quien da opiniones sobre las cosas, sino más bien el de alguien dando un rodeo narrativo a cada idea, para explicarla y explicarse al mismo tiempo. Me pareció la voz de alguien que, antes de hablar, ha escuchado mucho. Yo estaba hipnotizado. Ni siquiera me di cuenta de cuándo dejamos la conversación y Auster comenzó la lectura, tampoco de las preguntas y las respuestas del escaso público. ¿Le pregunté yo algo? Recuerdo, eso sí, que poco antes de irse se acercó a mí y me preguntó si quería que me firmase el ejemplar del Cuento de Navidad de Auggie Wren que tenía en mi mano. Al dárselo y verle escribir sobre una de sus páginas, me dio la sensación de que un círculo acababa de cerrarse en mi vida y también en la suya, aunque él no lo supiese entonces y puede que nunca llegue a saberlo. ¿Cuánto círculos se habrán cerrado en mi vida sin yo saberlo? Es difícil de precisar. Auster, no obstante, es uno de ellos.
Al hablar sobre los grandes escritores, Susan Sontag distinguía entre maridos y amantes. Caracterizaba a los maridos como honestos, inteligentes, generosos y decentes; y a los amantes los presentaba como temperamentales ante todo. En un amante, según ella, se pueden tolerar cosas intolerables en un marido: el malhumor, el egoísmo, la insinceridad e incluso la brutalidad, gracias a los intensos sentimientos que infunden cuando los maridos ya solo son rutina. En términos literarios, decía que a un escritor amante se le puede transigir todo: que se haga mayor o que algunas novelas suyas fracasen estrepitosamente, también cierto grado de inteligibilidad, obsesiones reiterativas, verdades dolorosas, mentiras y mala sintaxis, siempre que a cambio antes haya sido capaz de hacer experimentar raras emociones y sensaciones en el filo, cortantes. Susan Sontag lo decía refiriéndose a Albert Camus y yo robo sus palabras para referirme a Paul Auster y a toda la felicidad que me ha proporcionado desde que lo leí por primera vez, porque de él aprendí que, hiciera lo que hiciese en el futuro, solo valdría la pena hacerlo si era peligrosamente. Adiós y gracias, Paul Auster.