Montaigne y el misterio de la existencia

Michel de Montaigne (1533-1592) se retiró a su castillo en el Périgord en 1572, una vez que abandonó su puesto de consejero del Parlamento de Burdeos. Allí empezó a escribir sobre temas muy diversos, pero sobre todo sobre sí mismo. Alianza Editorial recoge una selección de estas crónicas en «Ensayos, una antología de Montaigne», con prólogo, traducción y notas de Mauro Armiño. 

Texto: José de María Romero Barea

 

En pleno uso de sus facultades compositivas, Michel de Montaigne mezcla lo atemporal (sus lecturas en la biblioteca de la torre de su residencia de Périgord) con lo histórico (los episodios militares o políticos de las Guerras de religión de Francia (1562-1598)) en sus crónicas que Alianza Editorial recoge en Ensayos, una antología de Montaigne. Con todo ello, Montaigne inventa lo que podríamos denominar la epopeya moderna.

Sus cavilaciones sobre la teología, la masculinidad o la naturaleza están preternaturalmente en sintonía con la complejidad y el misterio de la existencia. Empática e impactante, con clásico afán y novelística contemporaneidad, esta miscelánea arroja una visión universalmente resonante de un mundo perdido.

Una prosa ferozmente abigarrada, tan diversa como divertida, aborda la pertinencia de la memoria en nuestra contemporaneidad, con un desparpajo verbal que evita que el resultado luzca artificial: “Hallar satisfacción en estar vivos no depende de los años que uno tenga, sino de la voluntad de vivirlos”.

Al modo de las Obras morales del griego Plutarco (46-120), el hacedor galo va del pretérito al presente como quien se acomoda en su asiento. Como “el alma que no tiene un propósito fijo en este mundo está perdida”, enhebra el retrato intemporal, aunque históricamente preciso, de un individuo para el que “estar en todas partes significa no estar en parte alguna”.

Su defensa de la relatividad (“Aferrarse tan obstinada como apasionadamente a la propia opinión es la mejor prueba de estupidez”) postula habitar los momentos como los experimentamos, yuxtapuestos a las anécdotas personales del moralista europeo. Se abre paso, de este modo, una meditación sobre la importancia –y la inconveniencia– de decir siempre la verdad.

En esta colección de tratados, Montaigne oscila entre la primera y la tercera persona para narrar su historia personal al tiempo que acota un retrato expansivo de lo que lo rodea, con una profundidad e interioridad trufada de referencias no solo a los clásicos grecolatinos, sino a los historiadores y poetas de la época.

Orgulloso, incesantemente cuestionador, conscientemente precoz e infatigablemente propenso a la hilaridad, el inusual, nítido y calibrado estilo de un pedagogo nato lleva sus experiencias a un intertexto que invita a nuestras disquisiciones para que lo completemos (aunque “es a mí a quien pinto”, nos advierte en el Prefacio).

En estos ensayos seguimos la ansiosa interioridad del gentilhombre perigordino del siglo XVI (“Me estudio a mí mismo más que a cualquier otra cosa. Esa es mi metafísica, esa es mi física”). Discurrimos de su mano a lo largo de un período que transcurre entre cambios externos significativos. Mientras, la preocupación omnipresente de un intelectual que sobrevive es la cronología, que describe con una intensidad que recordaremos para siempre.

Ensayos, una antología de Montaigne, nos ofrece, en lugar de una autobiografía detallada, las instantáneas de una sinceridad prolijamente cultivada, adosada a los detalles convincentes de una subsistencia que discurre lúcidamente: “Mi existencia ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de las cuales nunca tuvieron lugar”. Montaigne logra capturar las complejidades de la actualidad empleando las dinámicas del pasado. Afloran en la escritura del francés intimaciones de la posteridad: “Alguien que teme sufrir por algo ya está sufriendo por lo que teme”.

Son crónicas ricamente observadas salpicadas de sardónicos apartes: “Nada fija una cosa en el recuerdo tan intensamente como el deseo de olvidarla”. A lo largo de este proto-relato de formación, emerge la autorredacción pormenorizada, articulada en una crónica de la experiencia corporal. Un analista del momento intelectual articula la excelencia a escala comprimida, consciente de que “lo único seguro del futuro es la incertidumbre”.