La mirada de un historiador como Alessandro Vanoli que acaba de publicar Historia del mar. Mito, cultura y ciencia (Ático de los libros), la mirada del capitán de navío y la mirada de una activista de Greenpeace nos ofrecen tres visiones distintas del mismo mar.

Texto: David Valiente       Foto: Asís G. Ayerbe

  

Corría el siglo XII. Un joven pisano mataba las horas aprendiendo la lengua de Mahoma. El mar lo separaba (o lo unía, todo dependía del estado de ánimo) de su tierra natal. Siguiendo la estela de su padre, un comerciante y funcionario de aduanas cruzó el mare nostrum hasta Bugía (en la actual Argelia). Si ese joven, que pasará a la historia con el nombre de Leonardo de Pisa, hubiera permanecido en la cuenca del río Arno, los cristianos de Europa, quizá, hubieran continuado algún siglo más empleando el sistema de medidas y cuentas romano. De tierra de infieles se trajo un método de numeración mucho más sencillo y que permitió a los comerciantes no devanarse los sesos cuando obtuvieran un beneficio astronómico: el mundo de la cruz aprendió el sistema de numeración indo-arábigo.

“Desde luego no es un cambio propiciado directamente por la mar, pero sí es un ejemplo de lo mucho que nos ha facilitado el intercambio de conocimiento y cultura”, asegura el historiador y escritor Alessandro Vanoli en un español claro y fluido. Alessandro se siente ligado al mar por la figura de su abuelo, un descendiente de italianos nacido en Constantinopla que, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, regresó a la tierra de sus antepasados para participar en la última gran expedición de la Marina italiana por las lejanas tierras de China y el extremo oriental de Rusia. “Mi abuelo viajó muchísimo, pero no fue un marino en el sentido estricto de la palabra”, matiza el autor italiano que reconoce haber soñado el mar que navegó su pariente, algo edulcorado con “las lecturas de la Odisea, en un volumen que poseía mi padre”. Su labor académica se ha centrado en el estudio de las comunidades cristianas y musulmanas que se asentaron en las costas de la península ibérica, la isla de Sicilia y el Mediterráneo oriental.

Por eso, no debería de extrañarnos que su nuevo libro en español, Historia del mar. Mito, cultura y ciencia, sea un recorrido histórico y geográfico de esa masa líquida y transparente que cubre dos terceras partes de este planeta llamado Tierra. “El libro suena a fin de una trayectoria académica e incluso a los últimos compases de una vida”, dice con una cálida sonrisa. “Después de haber trabajado tanto en las poblaciones costeras, el cuerpo pide algo vinculado directamente con la mar”.

 

Miedos, sueños, sobrecogimiento

“Desde la playa, al contemplar esa gran fuerza de la naturaleza que bien podría terminar con nuestras vidas, los seres humanos hemos sentido hacia la mar una mezcla de miedos y sueños”. Una vez, las comunidades humanas superaron el impacto y las aguas templaron su inquietud, “hemos sentido muchas ganas de viajar y conocer, aunque como historiador creo que las ganas de conocer se componen de los sueños y del miedo”, dice Alessandro Vanoli.

“Diría que, sobre todo, hemos sentido respeto”, asegura José Ramón Vallespín Gómez, capitán de navío de la Armada española en la reserva y ahora director del Departamento de Estudios e Investigación del Instituto de Historia y Cultura Naval, un hombre que conoce el mar como la palma de su mano. Antes de decantarse por la carrera militar, José Ramón sopesó la posibilidad de elegir otras profesiones, “pero al final se impuso la lógica familiar y, tras algunas pequeñas experiencias en alta mar, acepté el destino que de un modo natural me tocaba por herencia”. Sí, su padre fue oficial de la Marina, al igual que dos hermanos mayores que también surcaban las aguas. Tras superar el periodo de formación y habiendo logrado aguantar las pequeñas inocentadas que hace la mar a los novatos, José Ramón se convirtió en el perfecto ejemplo de marino: “A diferencia de mi padre, yo no he dado la vuelta al mundo, pero me he paseado en muchas ocasiones por el Mediterráneo y los océanos Atlántico y Pacífico en barcos de todos los tamaños y colores y no solo en los que ondeaba la bandera española; también he tripulado barcos extranjeros”.

José Ramón cree que en el ser humano prima un sentimiento de respeto ante la inmensidad de las aguas, “pero para gustos, los colores, cada persona es un mundo y, por supuesto, las sensaciones pueden ser diferentes”. Es una cuestión física: en tierra firme, salvo ocasiones puntuales, experimentamos una estabilidad que contrasta con el balanceo continuo aun cuando la mar presenta un estado de calma chicha. “Los marineros más avezados nunca olvidan lo terrible que puede llegar a mostrarse las aguas. En tierra, por ejemplo, puedes quedarte tirado con el coche en el arcén y no deberían tardar mucho en sacarte del atolladero, en alta mar las acciones de rescate son algo más parsimoniosas”.

Sin embargo, cuando la vista ni siquiera es capaz de alcanzar el sfumato de la costa y las aguas presentan una serenidad casi beatífica, “contemplas la asombrosa belleza y la grandiosidad del mar”. Entonces, “reparas en lo inmenso que es el mundo y en lo diminuto que eres como individuo; pero sobre todo te das cuenta de esta paradoja en las noches de guardia, cuando el cielo presenta una imponencia dramática y el conjunto de estrellas que tachonan la oscuridad, estimulan esa misma sensación que se siente al observar las bóvedas de ojiva de las catedrales góticas”, comenta José Ramón. Los navegantes, continúa el capitán, perciben un fenómeno opuesto al descrito por la astronomía: “parece que son los astros los que giran alrededor de la Tierra”. “Sin lugar a dudas, lo que puedes llegar a experimentar en esos instantes pone a cualquier persona en su sitio, nos recuerda que somos polvo y en polvo nos convertiremos. En definitiva, desadormece nuestra humildad”

En un mundo cada vez más individualista, la palabra ‘humildad’ en un barco casa a la perfección con el sentimiento de compañerismo que cunde a bordo. Los barcos son bastiones en alta mar, una defensa a ultranza de los valores que enaltecen la empatía, el compromiso y la camaradería. “Comprendes la importancia que tienen la unidad y el equipo. En alta mar, cada miembro de la dotación es importante, desde el capitán hasta el grumete de menor rango, cada uno de ellos es parte fundamental de esa gran maquinaria, y deben conocer su puesto y sus atribuciones para que en el momento preciso cumplan con satisfacción su cometido”, recuerda José Ramón.

Indudablemente, la vida dura de un marinero “enseña un poquito más”. La incertidumbre “ayuda a comprender lo volátil que es a veces el destino: un día tu barco está estacionado en un puerto de aguas cálidas y a las pocas semanas estarás a punto de arribar en el otro extremo de un continente”.

 

Civilización y progreso, ¿sin los océanos y los mares?

“Hubiera sido inevitable que el ser humano se echara a la mar”, dice el capitán Vallespín. Además, “sin esas grandes masas de agua salada, nunca se hubiera producido la vida”. José Ramón nos recuerda que los mares albergan muchas más formas de vida que la tierra y el cielo. “El mar sigue siendo un gran desconocido”. De las dos terceras partes de agua, “solo conocemos una infinitésima parte de la totalidad tanto de la superficie como de las profundidades, y eso aquellos que lo navegamos”.

“Sin el mar no hubieran nacido las civilizaciones”, asegura Vanoli. Por regla general, la mayoría de las personas conciben la mar como un ente natural hostil que aísla a las comunidades, remarca sus diferencias y las convierte en rivales. No obstante, a lo largo de la historia, los mares han propiciado la comunicación entre los diferentes continentes. “Sin ir más lejos, las corrientes regulares a contrarreloj, sus vientos estacionales y su tamaño relativamente pequeño hacen del Mediterráneo la perfecta carretera para conectar a los grupos humanos de las tres masas continentales concebidas por los antiguos”.

José Ramón cuenta una anécdota que ilustra a las mil maravillas la importancia que las aguas tuvieron a la hora de comunicar no solo puntos alejados de la geografía, sino también regiones que, a primera vista, se deberían sortear con mayor facilidad desplazándose por los caminos terrestres: “En 1858, la reina Isabel II inauguró el ferrocarril que comunicaba Madrid con Alicante. A partir de ese momento, si los reyes querían viajar a Zaragoza, tomaban el tren hasta la costa levantina y allí un barco hasta el puerto de la Ciudad Condal para hacer el resto del trayecto en diligencia, en vez de ir directos por tierra a la actual capital de Aragón”. Por cosas así, “el acento gaditano se asemeja más al habla de los venezolanos que al de los zaragozanos; en épocas pretéritas, cuando todavía no dominábamos los cielos, viajar de Cádiz a Zaragoza cruzando la península implicaba más horas de trayectos que hacerlo a Puerto Rico, por ejemplo”.

Los mares han sido los caminos por donde mejor han transitado las mercancías y las religiones: “Un comerciante que quería llegar a Europa desde China y hacía el trayecto por la Ruta de la Seda tardaba por lo menos un año, mientras que por mar tardaba solo tres meses. Asimismo, las peregrinaciones a La Meca, daba igual si los creyentes partían de Singapur, la India o España, se hacían en barco. Quizá, el trayecto implicaba más peligros, pero la eficiencia era mayor y, de hecho, por tierra te exponías a ser asaltado, morir de frío o coger alguna enfermedad”, prosigue José Ramón, que también nos recuerda que el 90% del comercio mundial en términos de volumen transita por las autopistas acuáticas. “En las noticias citan mucho al canal de Suez y Panamá o los estrechos de Ormuz, Bab el-Mandeb y Malaca, porque quien controle la actividad de estos pasos dominará el comercio mundial”. En definitiva, “los grandes imperios de la historia se han cimentado sobre la superficie marina”, concluye José Ramón.

 

¡Dejemos de ensuciar los mares!

Los océanos nos han regalado la vida; han sido nuestros vasos comunicantes para conocer a otros pueblos diferentes y a la vez iguales; han despertado nuestros miedos más profundos, pero también han prolongado la existencia de nuestros sueños. Sin embargo, nuestra especie le ha devuelto los favores en forma de “sobrepesca (el 35% de los recursos pesqueros mundiales están sobreexplotados), contaminación, principalmente por plásticos (se estima que cada segundo 200 kg de basura llegan al mar y el 85% de estos provienen de tierra), actividades extractivas, pérdida de biodiversidad y destrucción de los hábitats, cambio climático y una nueva industria emergente que están intentando poner en marcha, la minería submarina, que pretende extraer minerales de los fondos marinos a 4.000 metros de profundidad arrasando todo a su paso en aguas internacionales”, enumera Marta Martínez-Borregón Gómez, coordinadora de campaña de la ONG Greenpeace, a través de un correo electrónico.

“Si somos muy estrictos, se podría decir que sí, que los romanos, por ejemplo,  contaminaban los mares, pero no es comparable a nivel porcentual a las acciones que las sociedades modernas han llevado a cabo con sus aguas desde la Revolución Industrial. En estos últimos tres siglos se ha producido un cambio de actitud hacia la manera de relacionarnos con los mares”, aclara el historiador italiano.

A nuevas formas de relación, nuevas maneras también de calificar el acto de verter toneladas de basura. Algunos ecologistas y especialistas en la materia hablan de violencia hacia la naturaleza, como si estuvieran tratando de un ser humano o un animal con la capacidad de sentir y expresar su dolor. Alessandro hace un análisis histórico y filosófico de este fenómeno: “Esto representa un paso más en el proceso de antropización de los espacios naturales y de los seres que los habitan, y surge del cambio de percepción que hemos experimentado. Antes de la llegada de la máquina de vapor concebimos la naturaleza como afín a nuestro modo de vida; ahora la entendemos como una reacción a nuestros actos”. Primero tratamos de atribuirle cualidades humanas y luego le hemos querido transmitir la moral que nuestra especie ha desarrollado durante milenios. “Me parece justo este proceso, pero no debemos olvidar que el acercamiento no deja de ser de forma artificial”.

Si atribuimos a la naturaleza nuestra carga moral, ¿por qué no también compartir nuestro espacio legal? En tiempos recientes, las comunidades indígenas se han movilizado para proteger sus paraísos naturales y han formado grupos de presión que han obligado a las élites políticas a mirar el entorno natural con otros ojos. Como resultado de esto en algunos países como Canadá, Nueva Zelanda, Colombia o incluso en España, con el mar Menor, algunos ríos y mares disfrutan hoy de una condición jurídica “que hace que aumenten las posibilidades de su protección y conservación”. Dotar de una personalidad jurídica a los espacios naturales o a los hábitats les confiere “derechos propios para garantizar ‘su protección para las generaciones futuras’”. De este modo, “cualquier persona física o jurídica ‘está legitimada’ para defender su ecosistema y ‘puede hacer valer los derechos y las prohibiciones’ de la ley ante la Justicia y la Administración Pública”, desarrolla Marta.

La integrante de Greenpeace también agrega un listado de acciones que los políticos pueden hacer para frenar esta barbarie: “Impedir la puesta en marcha de nuevas industrias extractivas como la minería submarina ante la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos (ISA por sus siglas en inglés), reducir la pesca industrial a favor de la pesca artesanal, ratificar el tratado Global de los Océanos para que las aguas internacionales puedan contar con los primeros santuarios oceánicos libres de impactos y que al menos un 30% de estas aguas estén protegidas para 2030, alcanzar el 30% de la superficie marina protegida a nivel nacional para 2030 y así dar cumplimiento a las normativas internacionales como el Convenio de Diversidad Biológica, y que estos espacios cuenten con una protección eficaz, es decir, con unos planes de gestión ambiciosos, reducir hasta su eliminación los combustibles fósiles, causantes de la crisis climática, apostar por un modelo de alimentación sostenible basado en la producción agroecológica y pesca artesanal, que fomenten la economía local y sean respetuosos con el medio, aumentar la red de reservas marinas para que el 10% de nuestras aguas cuenten con una protección estricta, es decir, libre de impactos, y permita que nuestros ecosistemas marinos, la biodiversidad y los stocks pesqueros se recuperen, por ejemplo”. ¿Y la sociedad? “Exigir a los gobiernos que cumplan todo lo mencionado anteriormente y hacer un consumo responsable en su día a día en todos los ámbitos, de energía, de alimentación”. Podríamos empezar por aquí.

 

Mar y literatura

Nadie puede negar que contaminamos los mares. Sin embargo, también los amamos con locura, y muestra de ello son las numerosas obras literarias que alaban su belleza, temen su furia desenfrenada y anhelan su sosiego. Nuestros mares son deidades y, como tal, los humanos hemos gastado la inspiración en escribirles largos poemas de amor, respeto y sumisión. Una de estas narraciones, tan mítica como el propio mar que la protagoniza, la escribió un tal Homero hace siglos. Alessandro Vanoli se inició de niño en la narrativa marinera con la Odisea, “un libro que leía sin entender nada”, pero que después le ha servido de inspiración académica y también le ha acompañado a lo largo de su vida: “La travesía de Ulises me ha enseñado sobre la relación que los seres humanos hemos mantenido con el mar, en particular, y con la naturaleza, en general”.

Otra de sus lecturas de referencia ha sido el Moby Dick, de Herman Melville, “el cual me ha instruido sobre la naturaleza humana y su sintonía con los mares, aunque también ha hecho la función de fuente histórica y me ha permitido entender ese preciso momento de inflexión que llevó a nuestra especie a enfrentar la naturaleza de una forma diferente”.

El autor de Historia del mar considera que la literatura “siempre ha sido capaz de captar la esencia de la realidad” y con los mares no se ha hecho una excepción. “Durante un periodo de mi vida, solo leí ensayos; cuando regresé a sumergirme en la narrativa, me di cuenta de que entre sus páginas se descubre un poco más de verdad”.