Miguel Ángel Hernández: «En este mundo saturado, todavía hay imágenes que curan y salvan»

«Siempre, de un modo u otro, estamos en la imagen» señala en el prólogo de su último ensayo «Yo estoy en la imagen. Ensayos afectivos y ficciones críticas» (Acantilado), el escritor murciano al hablar de nuestra mirada sobre ellas. Una frase que condensa el espíritu de los textos que lo conforman: pensar cómo las habitamos en el pasado y cómo lo hacemos hoy.

 

Texto: Antonio LOZANO    Foto: E.M. BUESO

 

Conocido sobre todo por su obra narrativa, que incluye títulos como Intento de escapada, El dolor de los demás o Anoxia, Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) también es autor de diversos ensayos sobre arte contemporáneo -ejerce de profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia, ha investigado en prestigiosos centros de estudios americanos o comisariado múltiples exposiciones-, donde el análisis de la cultura visual ha tenido un protagonismo destacado. Su último libro, Yo estoy en la imagen. Ensayos afectivos y ficciones críticas (Acantilado), reúne dieciocho textos donde la teoría, la narrativa y la autobiografía se entremezclan para invitarnos a reflexionar sobre asuntos eternos en torno a la imagen como los límites de su traducción en palabras, la forma en que moldea nuestros recuerdos o su carga moral, pero también sobre otros asuntos muy actuales: los efectos de su omnipresencia, el futuro que plantea la creciente sofisticación de la Inteligencia Artificial…, al tiempo que busca emocionarnos, por ejemplo, en tanto que vínculo potente con los muertos, o sorprendernos con derivas hacia contextos propios de la ciencia ficción. El escritor respondió a las preguntas de Librújula por correo electrónico.

 

Háblanos un poco de qué te lleva a estudiar Historia del Arte, ¿fue una decisión muy natural/vocacional, ligada a la pasión, o hubo más elementos azarosos o accidentales detrás de la misma?

Me interesaba la música y el arte y, en último momento, me decanté por la Historia del Arte, aunque la música sigue siendo una pasión. Mi hermano mayor es escultor (imaginero), así que el arte (el religioso, más tradicional) siempre había estado cerca de mí.  En cuanto entré en la carrera, sin embargo, lo que me fascinó fue el arte contemporáneo y la teoría.

 

La tensión entre palabra e imagen es una constante del libro. A la hora de escribir estos textos, ¿cuál era para ti el punto ciego o el muro insalvable de la écfrasis, aquello que la imagen se resistía a verse traducida en palabras?

Es una tensión también en la vida: cómo encontrar palabras para describir la realidad. Con las imágenes ocurre lo mismo. La descripción siempre es subjetiva. La écfrasis incluye emociones, proyecciones, cosas que somos capaces de ver solo como individuos en un tiempo, en una cultura y en una situación específica. Así que toda écfrasis incluye siempre una experiencia de la mirada. El punto de tensión siempre es el de la negociación entre lo que dice la imagen y lo que dice quien la mira. El punto ciego es que no hay nunca un acuerdo total. Siempre hay cosas que se nos escapan o que preferimos dejar escapar.

 

Las referencias en tus ensayos a tu obra novelística son recurrentes. ¿Cómo crees que, en líneas generales, dialoga tu obra de ficción con la de no ficción? ¿Serían de algún modo intercambiables, en el sentido de que «la novela piensa y el ensayo narra»?

Creo que existen una serie de pasadizos constantes. En el fondo, surgen del mismo lugar. Hay pasadizos y conexiones temáticas y estilísticas. Mis ensayos y mis novelas se interesan por las mismas cuestiones: la memoria, el tiempo, la distancia entre arte y vida… Y también en el modo de afrontar el texto hay una cercanía: los ensayos tienden a ser cada vez más narrativos y autobiográficos, y mis novelas siempre están llenas de reflexiones de tinte ensayístico. Creo que Yo estoy en la imagen toma el camino de en medio. Y en cierto modo lo hace de manera natural.

 

Ligado con lo anterior, de hecho, llegas a insertar narraciones ficcionales en tus análisis. ¿Sería claramente uno de los modos de huir de la crítica académica de la que hablas, de aproximarse a una forma más libre en la exposición de ciertas ideas y sentimientos generados por las imágenes?

En efecto, hay en esos textos una libertad que tal vez es más difícil encontrar en otros textos académicos. El caso de lo que ahí llamo “ficción crítica” es uno de esos episodios de libertad. Lo que hago con esos textos, más que tratar de desentrañar el significado de la imagen de la que parten, es tratar de aprovechar su impulso para generar algo que dialoga con ella, pero no aspira a traducirla. Es decir, son narraciones que tocan a la imagen, la acompañan, caminan con ella, pero no la interpretan.

 

Los episodios biográficos y por extensión, el yo, también asoman de forma recurrente por Yo estoy en la imagen. ¿Cómo dirías que pensar sobre imágenes ligadas a experiencias vitales relevantes ha reconfigurado tus recuerdos, o en un sentido más amplio, tu entendimiento del pasado?

Para mí este es un punto central: la percepción está ligada a la experiencia. Y cuando vemos una imagen, nuestra memoria se despliega. En el fondo, la memoria es un archivo de imágenes (derivadas de hechos, pero también de ficciones). Solemos hablar “la película de nuestra vida” (esa que supuestamente pasa por delante de nuestros ojos en el último momento), también de fotografías… En realidad, la memoria también se configura a través de las tecnologías que nos permiten imaginar el mundo. Así que el cine, la fotografía, pero también la pintura y otros dispositivos de imagen moldean nuestros recuerdos y nuestra percepción del pasado.

 

Como todos los teóricos de la imagen, citas a clásicos ineludibles como Benjamin, Barthes, Berger y Sontag. Pese a que la fotografía ha evolucionado mucho desde sus postulados -además de que cada uno obviamente desplegaba un corpus teórico particular-, ¿encuentras que los une alguna idea motriz o fundamental que los mantiene de actualidad, que justifica su condición de grandes referentes?

Me interesan esos referentes tanto por su pensamiento como por el modo de afrontar la escritura y la relación con las imágenes, con una atención cada vez mayor a las emociones y la experiencia autobiográfica. Por supuesto, la relación con las imágenes se ha transformado en el presente y es necesario reformular algunas de sus ideas, especialmente la vinculación entre fotografía y verdad. De ahí la atención, en la última parte del libro, a la obra de Fontcuberta y a su cuestionamiento de la idea recurrente del “eso ha sido” de la imagen. Aun así, hay algo de lo que no nos hemos podido desprender aún. Como decía Bruno Latour respecto a la modernidad, “nunca fuimos modernos”. Y tampoco llegamos a serlo del todo respecto a las imágenes. Hay muchos regímenes visuales actuando a la vez en cada presente (premoderno, moderno, posmoderno…). Y en cada percepción todos entran en conflicto. La cámara lúcida, por ejemplo, sigue siendo un libro indispensable sobre fotografía. Porque por mucho que nuestra relación con la verdad de las imágenes se haya transformado, siempre hay algo que permanece.

 

En «Fragmentos de un viaje interior» escribes: «Desde hace un tiempo, he comenzado a pensar que también yo soy un holograma. No sólo para los otros -igual que ellos lo son para mí- sino para mí mismo. Me veo desde fuera y me concibo como una imagen». ¿Podrías ahondar un poco en el sentido de este párrafo?

Es una reflexión sobre esa sensación que a veces nos asalta de formar parte de una película o de una gran simulación. Tiene que ver con la idea de la pérdida de sustancia de la experiencia y también con la percepción de extrañamiento de uno mismo, un desdoblamiento, esa sensación de ser un extranjero para ti mismo. De no ser más que una imagen extraña.

 

En «Instrucciones para viajar en el tiempo», acudes a las series televisivas El Ministerio del tiempo y 22.11.63– para debatir sobre si el pasado debe o no permanecer inalterado. Estas referencias a la cultura popular no se repiten en el resto de textos por lo que me he quedado con las ganas de saber si tu relación con el entretenimiento de masas es fructífera a la hora de generar ideas o reflexiones, aunque luego no se materialicen en escritos.

Es cierto que no hay demasiados textos sobre cultura popular. Estuve tentado de incluir otros, pero se iban demasiado del tema. Me interesan muchísimo estos productos culturales, especialmente las series de televisión. Como consumidor de entretenimiento para pasar un buen rato, pero también como crítico cultural para observar de qué manera se insertan ahí ideas, inconscientes culturales o visiones del mundo. Me gustaría dedicarles más espacio en los textos que escribo. No lo descarto.

 

En el último texto aparece el maestro Joan Fontcuberta, gran teórico de la postfotografía. ¿Cómo respondes tú a la cuestión específica de la problemática derivada de los efectos de la sobreabundancia de imágenes y el carácter eminentemente narcisista de su producción? ¿Piensa que puede salir algo positivo, por ejemplo, forzar a fotógrafos y observadores a reeducar la mirada, o incentivar nuevas formas de creatividad?

Disfruté mucho escribiendo ese texto. La obra de Fontcuberta es una mina para narradores y ensayistas. Podría volver a ella una y otra vez. Y me interesa mucho su reflexión sobre ese mundo desbordado por la imagen en el que nos encontramos. Mi posición en este ensayo, pero también en mi última novela, Anoxia, es que, en este mundo saturado, todavía hay imágenes que importan, imágenes que curan y salvan, imágenes que dañan, y que debemos saber identificarlas. Me interesa el punto de vista del productor de imágenes, pero también —y especialmente— la agencia del receptor, la posibilidad que tenemos de encontrar grietas y estrategias para hacer que esas imágenes importen. Estamos en un momento de cambio de régimen visual, de reposicionamiento de nuestra relación con las imágenes. Es un momento complejo, pero apasionante. Lo que hacen autores como Fontcuberta es servir de avanzadilla, adentrarse con una linterna en un territorio que apenas ahora se está formando. Y el futuro de todo esto es incierto.

 

En esta misma pieza final abordas la producción de imágenes por medio de la Inteligencia Artificial. Frente a tantos reparos, introduces una reflexión interesante: en resumen, dado que nuestra memoria es fantasiosa de por sí, una foto «real» y otra artificial no diferirán tanto de la imagen grabada en nuestro cerebro del momento representado, en definitiva, todo son construcciones («La ficción tenía más consistencia que la realidad», apuntas en «La imagen-sumidero»). ¿Es esta idea representativa de tu sentir general sobre la IA? ¿Perteneces al bando de los integrados antes que del de los apocalípticos (te pones pues del lado de Fontcuberta cuando señalas que postula que «las fotografías algorítmicas no diferían demasiado del modo en que, a lo largo de la historia, las imágenes habían sido creadas»)? 

Como decía antes, estamos ante un futuro incierto. Pero no soy nada apocalíptico; tampoco un integrado total. Me interesa mucho lo que está sucediendo y lo que va a suceder, y sobre todo las posibilidades de la IA para la creatividad. El peligro no es tanto que la IA escriba o haga imágenes como los humanos, sino que los humanos escriban o hagan imágenes como las IA. Creo que en poco tiempo tendremos novelas, películas e imágenes mejores que muchos de los productos culturales de consumo (obras de puro entretenimiento), que en realidad parecen hechas por una IA (y de las malas). No tengo la menor duda de eso. Mucho más difícil será que integren algo propio de lo humano, el error, la falta, el punto ciego, lo impensado, lo inesperado… Eso es siempre lo que convierte a algo en una gran obra de arte, que no te la ves venir, que tiene una mirada singular sobre el mundo —y no creada a través de patrones previos—. No sé si en algún momento la IA podrá hacer eso. Aunque todo indica que sí. Entonces tendremos que aceptar nuestra derrota y buscar modos de convivir con inteligencias y creatividades superiores.

 

En «La imagen-(Contratiempo)» hablas y muestras un daguerrotipo de Jerry Spagnoli realizado el 11 de septiembre de 2001 que le hace volar a uno la cabeza, parece directamente extraído de un relato de ciencia ficción, un género al que pareces aficionado a tenor de cómo juega con él en el libro. ¿No valoras la idea de probar suerte con el género?

Me apasiona la ciencia ficción como lector y como espectador. Como autor apenas me he atrevido en proyectos largos, aunque desde hace años tengo en mente una novela de ciencia ficción que siempre cede paso a proyectos más engarzados en el presente. Sin embargo, en los textos cortos de Yo estoy en la imagen, sí que coqueteo mucho con el futuro. En especial, los relatos y ensayos surgidos del contacto con la obra de Fontcuberta me llevan a la ciencia ficción de cabeza. El futuro, los avances tecnológicos, la exploración espacial… Confieso que son los textos que más he disfrutado escribiendo. Así que no descarto que en los próximos años acabe entregado del todo al género.