Mi amistad con una urraca
La escritora y pintora e hija de Sylvia Plath y Ted Hughes, Frieda Hughes, publica «George. Mi amistad con una urraca» en Errata Naturae.
Texto: Edgar Tello García
Cualquier reseñista con criterio –y una pizca de compasión– echará mano del tópico y dirá que el texto que nos presenta Frieda Hughes merece figurar por mérito propio y no por la filiación de esta con sus padres, Hughes-Plath. En fin, sería inexacto decir que el libro de George interesa exclusivamente como una forma de culminación del morbo que atrae hacia una vida escrita, la de Sylvia Plath, truncada por la censura de Ted Hughes y su hermana mayor, Olwyn, quienes llegaron a hacer desaparecer de manera campante los últimos cuadernos de la autora –sin duda, los más interesantes, los más infernales y los más morbosos del diario, entre los que parece que se contaba incluso con otra novela terminada– bajo el débil pretexto de proteger a los hijos: Frieda, de la que nos ocuparemos ahora, y Nicholas, quien se suicidara en 2011, en Alaska.
Para los devotos de Sylvia Plath, pues, a los que su hija ha declarado un odio comprensible en diversas ocasiones y contra los que ha escrito diversos poemas, Frieda Hughes es conocida como la pequeña bebé inmortalizada en los diarios y poemas confesionales y surrealistas de Sylvia Plath; la pequeña tranquila, a veces llorona, de la que se ocupara la autora de “Daddy” tantas tardes en el caserón del siglo XVII, de la campiña de Devon, que rehabilitaban con ilusión los progenitores –su madre, en cualquier caso– hasta que Assia Wevill, también hechizada e inmolada en la pira demoníaca de Ted Hughes, se cruzara en su camino. Asimismo, Frieda era la niña de apenas tres años de edad que robaba horas de lucidez esenciales para la escritura y la salud, por la cual sufrimos los lectores de su madre aunque ella no lo supiera y nos deteste con razón. Y, por más que la magna biografía de Heather Clark, traducida como Cometa rojo, en Mamba Negra, trate de hacer las paces con estos hechos, cualquier lector atento de esta biografía y de los diarios personales de Plath que se salvaron de la poda protectora, sabe que la herida sigue abierta, inconclusa, o con un final abierto, a pesar del tiempo transcurrido. Los mismos diarios publicados parecen haber sido mutilados en diversas ocasiones, por ejemplo, en el famoso episodio de la luna de miel, nada más llegados a Benidorm hay espacios en blanco que claman al cielo. Cabe tener piedad, no obstante, y entender que Frieda Hughes está harta de ser presentada como “hija de” y de ver que “nada de lo que dijera o hiciera se vería u oiría sin pasar por el filtro de mis padres” (295).
Para los rastreadores de souvenirs y penas ajenas en la literatura, el libro de Frieda Hughes es una mina, pues nos da acceso a las entradas de diario de 2007 a 2009, reelaboradas con voluntad literaria en George. Mi amistad con una urraca. Además, Frieda Hughes es pintora, por lo que el libro va ilustrando el crecimiento de la urraca con detallistas y graciosos dibujos realizados con punta fina. No es extraño, de todos modos, que el diario busque defraudar a los morbosos: a pesar de que Frieda Hughes nos recuerda y nos da consejos, aforismos y versos, aprendidos de su padre, a quien cita con frecuencia, sobre la madre corre un tupido velo, como si no fuera, a lo sumo, nada más que un fantasma personal. Si se trata de un proceso lógico, si esta estrategia forma parte de una cura aplicada a un trauma no superado, o si se trata de una empresa aleccionada por la tía para borrar una parte de la memoria familiar, lo cierto es que Frieda Hughes confiesa no haber leído nunca a sus padres hasta esas fechas –hecho que, entendemos, refiere más bien a la madre, pues, como decimos, la transmisión del legado de Hughes, su pasión por la naturaleza, animales, paremiología, mitología y fuerzas oscuras, quedan bien patentes a lo largo del texto de la Frieda Hughes. En resumen, a raíz del suicidio en febrero de 1963, la madre ha sido obliterada y sustituida por el padre, hacia el que clama sutilmente comprensión: “a mi padre, Ted Hughes, le costaba asentarse”, nos dice, al inicio, Frieda Hughes justificando su necesidad de arraigo hacia gentes, lugares y objetos (14).
Analicemos propiamente este texto que se incardina dentro del catálogo eco-místico de los “Libros salvajes” de Errata Naturae, descubriéndonos que “estar absolutamente centrados en una cosa nos libera de todo lo demás. También nos aísla” (75). De hecho, esta obsesión por ayudar a crecer a un córvido, como la obsesión por crear un mundo más o menos racional allá donde uno diría que solo existe lo salvaje, es parte de la terapia en la lección de vivir que otorgan constantemente los autores de esta colección que goza en la actualidad de buena salud (Mary Oliver, Rick Bass, Sue Hublell, o Annie Dillard, por citar algunos de nuestros autores favoritos). Frieda Hughes ficciona una realidad donde “el Ex” es el sufrido secundario, antagonista oculto de George, quien debe convivir con las constantes excreciones del pajarito, su casposidad plumar y su naturaleza juguetona, por utilizar los eufemismos que utiliza la autora. Por lo que se nos cuenta, los personajes del diario son personas de mediana edad, siendo Frieda diagnosticada con TDAH y fatiga crónica y relegada a una vida contemplativa de escritura de columnas en el The Times, sobre poesía –por haber recogido el testigo de su padre, aunque pierda el empleo al poco, desplazada por Caitlin Moran y otros (294)–, pintura de cuadros, trabajos gimnásticos en el jardín y escritura de poemas narrativos bastante logrados, algunos de los cuales incluidos en el libro y, claro, alejados del estilo familiar: “Las acciones cotidianas se suspendieron / hasta nuevo aviso. A pesar de mi furia, / y de mis esfuerzos por resistir” (140). La autora es reacia al Ritalin y a otros fármacos que pudieran tratar sus dolencias por motivos evidentes.
El lector asiste, pues, al declive de una relación humana y al creciente amor por subir un ser al que amar. Desde la alimentación temprana con lombrices –aunque descubre pasado el tiempo que la comida de sus tres perras (Snickers, Widget y Mouse) le agradaba del mismo modo– que lleva a la autora a rebuscar por su jardín sin desfallecimiento, hasta la liberación domesticada de la cocina, a la que regresa a pasar la noche contra la aquiescencia del Ex, George reaviva una energía interior en Frieda que combina el sadismo animal, con el cariño y la ironía más bondadosos, mezclados con descripciones expresionistas: “durante el proceso de responder a las llamadas alimenticias de George descubrí un dato interesante sobre los gusanos: se resistían a morir por todos los medios; el gaznate.de un pájaro no les resultaba un agujero amable y húmedo en el que guarecerse y peleaban con uñas y dientes para escapar del ávido pico de George, retorciéndose y contorsionándose a la vez que yo intentaba embutirlos en él” (35). La narración del constante bombardeo excrementicio del animal, antropomorfizado en un bebé que levanta sus nalguitas por encima de su cuna e inunda el suelo de la cocina y las paredes de la jaula con ese líquido corrosivo y blanquecino, hará las delicias de los lectores que en algún momento hubieran mostrado curiosidad etológica hacia la coprofilia: “cambiarme de ropa, ¿para qué, si acabaré manchada de mierda de pájaro de todos modos?” (75).
Uno de los aspectos más positivos y originales del libro es el de la lucha antisocial de una inglesa contra el mundo de hipocresías que nos rigen, asunto que no deja de ser relevante a lo largo de todo el diario: desde la patada cáustica que el libro lanza al “Ex” –que no es tal durante el fragmento que recoge el diario, como nos advierte la autora–, hasta los sacrificios que deben hacer las mujeres al servicio de Frieda Hughes, o la paciencia de sus amistades y vecinos de la casa de Gales a los que la urraca tiene aterrorizados, el amor por George es una oda relativamente inconsciente a la búsqueda de la soledad humana: “todo va bien, naturalmente, hasta que deja de hacerlo, y a veces no lo sabemos hasta que otro no nos lo señala, y hoy una vecina me dijo que descorcharía una botella de vino para celebrar el día que George se fuese de casa para siempre” (183).
Cabe decir que el libro pierde interés a medida que la crianza del córvido se va asentando, se emprende su gradual liberación del núcleo familiar, formado por Frieda y sus tres perras, y la mayor preocupación de la autora consiste en que vuelva sano y salvo a dormir a casa tras sus correrías matutinas. Como suele suceder tras el fenómeno que sienten los padres tras la independencia de los hijos –el síndrome del nido vacío–, Frieda emprenderá una nueva aventura pajarera para dar cobijo y rescatar a nuevos córvidos y rapaces huérfanos, con el fin de volver a llenar ese vacío interior que, intuimos, nunca llegará a llenarse de nuevo por completo. El sustituto de George, ya como primer inquilino de la nueva pajarera construida a conciencia, será Óscar, al que únicamente encontrará la pega de la edad: “un cansancio córvido ante la vida” (273). Su casa será una inmensa jaula para perros en la cocina, en la que se siente a gusto, y la comida, la misma que para sus perras.
Mantener vivo a Oscar se convierte en una segunda parte del libro ya conocida, y el estilo de vida estrafalario de la autora parece repetirse tras la historia de George. No cabe decir que, a estas alturas, el Ex ya se ha ido de vacaciones a Australia (284) y la negatividad irónica de este –contrapunto indispensable para la locura animal, por así decir, de Frieda– desaparece del relato, llevando la odisea de Frieda a un punto de no retorno. Este lugar del que hablamos es, por inverosímil que parezca, el del desarraigo y el trauma morboso anunciados al inicio: “ahora volvía a ser ‘la hija de’, y al mismo tiempo se me abocaba a mis propios recursos e iniciativa” (296). En esta vuelta aceptada a los inicios, tras la muerte de Óscar, Frieda Hughes vuelve, acaso sin ser consciente del todo, a caer en el eterno retorno de la que podríamos denominar como su “sombra”: “El Ex, sin embargo, estaba encantado, ya que no me quedaría más remedio que concentrarme en organizar exposiciones de mis obras que, por supuesto, incluirían también las suyas” (296). Y “después no lo veía en toda la jornada a no ser que se pasara por mi despacho a decirme que quería divorciarse. Era una especie de tortura” (327). Se acabó la ironía bondadosa, se acabó la distancia literaria, por así decir. Que cada lector saque sus propias conclusiones (y proyecciones) de este Ex interesado, y de este maltrato psicológico, mientras Frieda tratará de huir de nuevo hacia adelante, con dos nuevos retoños, Óscar Mk2, un cuervo joven, y Demelza, una graciosa patita; y después con Arthur, con unos periquitos turquesa, con Sansón, con Dalila, con el búho Widdfa, y con tantos otros animales a los que entregará su olvido y su amor. Deseamos de veras que sean suficientes para colmar su nuevo jardín.