Mentira (cochina) de escritor

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Algunos autores han sacado la imaginación fuera de las páginas de sus libros y manipulado sus biografías, al tiempo que ocultado aspectos clave sobre el proceso de creación literaria, siempre con la vista puesta en el engrandecimiento literario y el rendimiento comercial. Recordamos algunos casos sonados.

El escritor neoyorquino A.J. Finn

Texto: Antonio Lozano  Foto: Brandon Bakus

 

En un pasaje de su ensayo Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Friedrich Nietzsche sostenía que la mentira es un acto de creatividad, facultando al ser humano para inventar, ahí donde la verdad -a la cual, por cierto, consideraba un concepto menor, frente al que nos mostrábamos indiferentes- exigía un ceñirse a los hechos que implicaba un ejercicio cuasi funcionarial. Expertos en materia de fabulación, mentirosos profesionales en cuanto artistas, los novelistas han acostumbrado a mantener cierta transparencia sobre su relato biográfico general -aunque, claro está, ¿quién no guarda cadáveres en el armario? Ahí está la hija secreta de García Márquez, el modo en que Arthur Miller y Pablo Neruda se desentendieron de sus vástagos enfermos o la bigamia estructural de John Banville-, como si el célebre consejo de Gustave Flaubert -«Sé constante y ordenado en tu vida para que puedas ser violento y original en tu trabajo»- hubiera sido el principio rector para garantizar la inspiración. Sin embargo, no faltan ejemplos de escritores que fueron más allá de guardar secretos incómodos o episodios poco edificantes para construir grandes relatos en torno a su propia existencia, recalificando así sus vidas para transformarlas en terrenos igual de susceptibles de ser cultivados por su imaginación, y mostrándose opacos acerca de la naturaleza colaborativa de su trabajo.

No deja de ser sintomático que William Shakespeare, aquel al que Harold Bloom calificara como «el inventor de lo humano», sea considerado por la periodista y escritora madrileña Marta Fernández como el autor más mentiroso que haya existido, teoría que argumenta en las páginas de su libro La mentira (Harper Collins), donde recoge la trayectoria de embaucadores de colosales proporciones a lo largo de la historia. Fernández no sólo considera que el Bardo exploró como nadie la idea del engaño -qué nos impulsa a ello, las variadas consecuencias que acarrea…- y los múltiples ropajes y rostros bajo los que se presenta -pensemos en la importancia que le concedió al travestismo, por ejemplo- a través de sus obras, ya fueran comedias o dramas, sino que además ocultó hábilmente su condición de plagiador sistemático de sus contemporáneos. Si el más genial conocedor de nuestras emociones y sentimientos, el mayor espeleólogo de la naturaleza humana era también un talento prodigioso a la hora de vender humo, ¿qué dice del resto de nosotros? ¿Quizá que la mentira es el ingrediente fundamental que nos define?

A Alejandro Dumas cabe reconocerle que jamás mintió sobre su condición de mestizo -su padre era un mulato originario de Haití pues su abuelo, un noble francés, tuvo una relación extramatrimonial con una esclava de origen subsahariano-, pero no solo procuró tapar las decenas de amantes que coleccionó y que le dieron un número no desvelado de hijos ilegítimos (se habla de al menos cuatro), sino que ninguneó la aportación a su trabajo de todo un ejército de colaboradores, descollando su estrecha alianza creativa con Auguste Maquet, pieza clave en la confección de obras como Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo, y que acabó llevándolo a los tribunales por incumplimiento de contrato. Shakespeare y Dumas unidos pues por el esfuerzo de generar la ilusión de que eran seres imbuidos por un don literario de origen cuasi divino, eliminando de la ecuación a referentes y ayudantes.

La simple mentira salta de nivel y muta en manipulación en toda regla cuando el escritor publica unas memorias auto flageladoras o auto glorificadoras con la perversa idea de que su martirologio o su heroicidad conmuevan al público. Aquí entramos de cabeza en la destrucción perversa del pacto de separación entre ficción y realidad (por mucho que todos sepamos que toda vida narrada es un constructo, una versión de las muchas posibles que nos contamos). En 2003, el sello Doubleday lanzaba el libro A Million Little Pieces -traducido tiempo después en España con el título de En mil pedazos-, donde el guionista, productor y director de cine James Frey narraba su infierno personal con las drogas y el alcohol, pozo negro del que conseguía salir, la vida volvía a sonreírle, tú también puedes, etcétera, etcétera… Puesto que no hay nada que atraiga más al público americano que una turbulenta, pero al final esperanzadora, historia de redención y superación, la mayor madrina literaria del país, Oprah Winfrey, invitaba a Frey al club de lectura de su programa televisivo en 2005, convirtiéndolo en un bestseller nacional. Frente a las cámaras, el autor ponía cara de cordero degollado y afirmaba: “Si me proponía escribir un libro auténtico y honesto, forzosamente debía revelar las partes más negativas de mi persona». Unos meses después, el portal en línea The Smoking Gun (término traducible por «el arma del crimen», lo que anuncia su propósito de desenmascarar a impostores) denunciaba que Frey había fabricado y exagerado numerosos pasajes presuntamente biográficos, retratándose falsamente como un adicto que había pasado por múltiples desgracias personales y humillaciones.

Con el rabo entre las piernas, Frey regresó al show de Oprah, que lo dejó de vuelta y media, acusándolo de haber traicionado a millones de americanos, lo que provocó que el acusado esgrimiera el derecho de los escritores a inventar o adornar pasajes y escenas en el relato de sus vidas con el fin de garantizar pulso dramático y ritmo. La verdad de la emoción por encima de la verdad factual. ¿Pero para esto no están las novelas puras o los romans à clef?

Con todo, este pequeño escándalo palideció frente a la orquestación de un meticuloso fraude que propulsó el mercadeo con las emociones del lector a esferas mucho más hardcore. A través de dos libros que dejan muy cortos adjetivos como «desgarrador» y «espeluznante», Sarah (1999) y El corazón es engañoso por sobre todas las cosas (2001), el mundo -traducciones a más de veinte países- conoció los infinitos tormentos por los que pasó J.T. Leroy (violado a los cinco años, prostituyéndose a los doce, drogándose a los catorce, ingresado en un psiquiátrico a los dieciséis…). Esta encarnación absoluta de la idea de que la vida es un valle de lágrimas no concedía entrevistas en persona, pero sí que desfilaba, con peluca rubia, sombrero y gafazas negras, por innumerables fiestas al ser adoptada por la escena alternativa cultural neoyorquina, al modo de una mascota herida a la que vamos a compensar por todos los malos tragos. Leroy, elevado a icono queer, escondía en realidad a Laura Albert, una treintañera obesa que encontró en la escritura una forma de sacar su autoestima del subsuelo y también divertirse a base de tomarle el pelo al personal. A los actos públicos con las celebrities, por cierto, acudía su cuñada, bien disfrazada.

Dado que parece que Estados Unidos, tierra del show business, es la cuna de los mentirosos patológicos con mayor o menor habilidad para la escritura, de ahí ha surgido en los últimos años otro caso digno de estudio, esta vez con la particularidad de que se trata de un autor de exitosos thrillers en los que la carta del engaño y la manipulación del lector tienen un notable peso, como si no hubiera podido limitarse a zarandearnos en sus novelas y querido ampliar el  juego a la hora de suministrar presuntos datos biográficos. El neoyorquino A.J. Finn vendió cinco millones de ejemplares de su primera novela, La mujer en la ventana, adaptada luego al cine, y ahora regresa al género con otra combinación de thriller y género negro, El fin de la historia, que gira en torno a un escritor de novelas policíacas sobre el que siempre ha planeado la sombra de un doble asesinato y que contrata a una profesora especializada en su obra para revelarle la verdad sobre su atribulada e intrigante vida, pronto a extinguirse. Quizá el propio Finn tome idéntica decisión en el futuro a tenor de que su existencia, como la de su protagonista, está llena de sospechas y zonas de sombra. Un artículo, publicado en el semanario The New Yorker en 2019 y con la firma de Ian Parker, dejaba al descubierto una ristra de mentiras, siendo las más demenciales que había obtenido un doctorado en Oxford, que su madre había muerto de cáncer y que él había sufrido un cáncer cerebral y padecido de agorafobia (igual que la protagonista de La mujer en la ventana). Finn atribuyó este comportamiento al diagnóstico de trastorno bipolar para el que llevaba años recibiendo tratamientos de electroshock, argumento desmontado por los propios médicos que lo trataron. Hasta la justificación de la mentira era una mentira.

Frente a tinglados de este calibre, que Michel Houellebecq «matara» a su madre en las entrevistas o que Francisco Umbral se inventara a un padre heroico al no ser reconocido por el biológico (un abogado que tuvo una relación clandestina con su secretaria) se antojan peccata minuta.

 

A.J. Finn

Aprovechamos la visita promocional de A.J. Finn a Madrid para lanzarle algunas preguntas, si bien no todas fueron atendidas.

¿Qué mecanismos de las ficciones de crímenes y del thriller encuentra más excitantes y lúdicos? Una forma de ver El final de la historia es como una entrega absoluta a los mismos, ¿estaría de acuerdo?

La «forma», que me parece un término más apropiado que «género», de las ficciones sobre crímenes me resulta estimulante por su elasticidad, su capacidad para discurrir por las vías de un misterio tradicional, un thriller psicológico, un cozy mystery con sus detectives aficionados que son amantes de los gatos, una peripecia con códigos, en la que el protagonista debe ir resolviendo una serie de acertijos antiguos, etcétera, etcétera. No se me ocurre otra forma tan adaptativa y evolutiva. Desde mi punto de vista, El final de la historia es una novela que precisamente va mutando, aunque no pienso revelar de qué parte y hacia dónde va, de cara a no destripar sus giros y sorpresas. Sí diré que siento que leerla es como ir cayendo por una serie de trampillas. El libro con el que arrancas tiene muy poco que ver con aquel con el que acabas.

El final de la historia trae a la superficie un aspecto de las ficciones de crímenes y los thrillers que los lectores tienden a (semi) bloquear de cara a disfrutar de la lectura: hasta qué extremo son géneros construidos básicamente a partir de clichés. ¿El principal reto del escritor que los trabaja sería pues encontrar un equilibrio entre la fidelidad a estas reglas, troncales y esperadas, y la subversión de las mismas, por ligera que pueda llegar a resultar?

Los clichés existen por un motivo, aunque personalmente me gusta distinguirlos de los tropos. No diría que mi novela trafica en exceso con los clichés, sí que explota tropos que nos resultan familiares, aunque espero que en ningún caso rancios. Dicho esto, es cierto que, si una de las funciones de los tropos y de los clichés en tranquilizar al lector, otra de no menor importancia es invitar al autor a subvertirlos. Es aquí donde sin duda entra a jugar El final de la historia, que intenta dar con maneras de atraer a los lectores hacia terrenos que le son reconocibles para aplastar de golpe las expectativas que se habían creado.

El final de la historia homenaje a la edad dorada de la novela detectivesca, pero al mismo tiempo muestra un acercamiento (pos)moderno, irónico y metaliterario. ¿Cree que la hiper explotación del género negro -y muy especialmente la abundancia de productos televisivos ligados a él- hace que sea imposible retener la «pureza» de aquellos clásicos, que uno no puede escapar a una mirada crítica, burlona o cuando menos autoconsciente?

Es una cuestión muy interesante. Yo desapruebo con fuerza la idea de que retener la pureza de los clásicos es imposible o crecientemente difícil. No cabe duda de que hoy en día vemos cómo muchas series de televisión sobre crímenes, juicios o dramas médicos apuestan por fórmulas tradicionales al haberse comprobado que producciones más osadas o ambiciosas no conseguían captar al gran público. Sí que se me ocurren varias novelas que han experimentado con la forma para refrescar o desafiar los tropos más básicos y que han tendido a complacer a las masas. Por descontado, el éxito artístico y el éxito comercial son animales distintos, y cada escritor debe decidir en qué bando le gustaría estar, pero la moda actual por misterios más tradicionales, como los que firma Richard Osman, demuestra que existe una amplia corriente a favor de mínimas alteraciones sobre los modelos antiguos. Esto no quita, claro está, que haya una amplia oferta de títulos que, al no formar parte de series, toman caminos menos transitados. Al mismo tiempo cabe recordar que está comprobado que, en tiempos de inestabilidad política y recesión económica, los consumidores culturales tienden a abrazar lo conocido, fórmulas de escapismo y refugio delante de un panorama oscuro. Esto me lleva a sospechar, que para bien o para mal, lo familiar va a ir ganando enteros en el horizonte inmediato.

Nota: A.J. Finn declinó responder a las siguientes preguntas, una negativa a abordar asuntos de índole personal que asegura haber mantenido desde el mismo momento en que estalló el escándalo.

Con la perspectiva del tiempo, ¿cómo valora la controversia ligada a las mentiras que difundió acerca de su vida y méritos académicos? ¿Ha llegado a alguna conclusión sobre los motivos que le condujeron a comportarse de este modo?

¿Su admiración confesa por el personaje de Tom Ripley de Patricia Highsmith puede explicar en parte el asunto, o quizá hubo un deseo inconsciente de emborronar las líneas entre realidad y ficción, al modo de anticipación de la forma de actuar de algunos de sus futuros personajes?