Manuel Vilas, la alegría de los tristes

«El mejor libro del mundo», de Manuel Vilas, publicado por Destino.

Texto: Sabina Frieldjudssën.  Foto: Asís G. Ayerbe

 

En el serio mundo de la literatura, donde las grandes obras están protagonizadas por seres que se convierten en escarabajos, mujeres casadas insatisfechas y reyes sedientos de sangre, Manuel Vilas ha convertido la alegría en un género literario. Una alegría con ese punto de locura aragonesa agitada por el viento del cierzo que nunca duerme. Una alegría que tampoco olvida los malos tiempos y la vulnerabilidad. En su nuevo libro, deliciosamente inclasificable, titulado El mejor libro del mundo, nos explica que “Cuando te desprecian, sufres. A mí me han despreciado mucho en esta vida”. Porque Vilas, como todos los grandes humoristas, lleva dentro a un trágico.

Nos dice que “a veces comprender es innecesario”. A lo largo de estas páginas asistimos a los merodeos físicos y mentales de un tal Manuel Vilas: escritor obsesivo con síndrome de impostor, aprendiz de cleptómano, adicto a Luis Buñuel, a hablar con su hijo de coches  y a buscar sus libros en las librerías. Este libro no es un diario ni un ensayo ni una crónica, es ese género vilasiano de girar como una peonza en torno a cualquier cosa que se abra paso en su ardiente cabeza y esperar a ver si las palabras giran. Y lo hacen.

Arranca esta especie de falso diario lleno de verdades parciales contándonos que va a cumplir sesenta años y no sabe qué ha sido de su vida: “Y en el abultado error en el que vivo parece que mi vida acaba de comenzar, parece que todo el rato estoy en el principio”. Como en un monólogo consigo mismo, como si estuviera unos ratos tumbado en el diván de un psicoanalista y otros hablando con su imagen reflejada en el espejo detrás de la barra de un bar, nos habla de la búsqueda de Kafka, las dudas de Jesucristo, del traje gastado que hace pelusas pero no se decide a tirar…

Insiste -da la impresión que es muy importante para él no olvidarlo ahora que le va bien- en que siempre ha sido un muerto de hambre, al menos hasta que publicó Ordesa y empezó a ganar dinero, y que por eso lo trastornan esos bufets de los hoteles buenos a los que lo invitan. “Yo siempre me voy con quien me invita a comer, como hacen los diputados españoles de todo el arco ideológico”. “Me di cuenta que me encanta que me inviten a comer. No hay nada más español que ponerte contento porque te invitan a comer”.  Vilas tiene la capacidad de aunar lo ligero y hasta lo cómico con lo profundo y lo tierno. Sus frases lapidarias terminan siempre haciendo añicos la lápida. Nos dice que “me cae gorda la solidaridad” y nos aclara que lo que le importa es la compasión, acompasar a la gente, acompañarla en su pasión.  “la solidaridad me parece una exigencia administrativa, burocrática, y la compasión es como el sol a las doce del mediodía”. Pasa de hablar de Hegel o Góngora al tamaño de su cabeza, que le trajo problemas durante el servicio militar para encontrar una gorra de la talla máxima.

Nos explica Vilas que cuando en la televisión búlgara le preguntaron por su faceta poética contestó que la poesía “es un género sin importancia”, que el género importante es la novela. Y escribe que “la poesía solo contiene vanidad. Qué poco valor tiene la poesía, qué estúpida es ella, va de reina de la literatura, de reina del lenguaje y no es más que una mendiga asquerosa”. Y al volver la página, en esa rotura suya de lápidas y certezas: ”Porque no otra cosa soy sino poeta”. “Porque no sé vivir sin poesía”.

El género vilasiano es divertido, pero no banal. Y por detrás de la comedia, la jarana y el parloteo, hay un Vilas que siempre se siente solo. Cuando pasea la vista por los estantes de la biblioteca de la Universidad de Iowa donde están todos los clásicos de la literatura española le invade una poderosa sensación de fracaso y de olvido. Se pregunta al ojear novelas de Martín Gaite o Juan Marsé si valió la pena: “Estas páginas fueron decenas de horas de trabajo de sus autores, y yo ahora quiero pensar en esas horas durante las cuales Martín Gaite y Marsé se enfrentaron en soledad a sus máquinas de escribir o cuartillas, horas que hurtaron a la vida activa”. “Los seres humanos no están hechos para tanta soledad como lleva dentro el oficio de escritor”.