Los olvidados de la historia tienen mucho que contar

Luis E. Íñigo Fernández se ha embarcado en una empresa colosal y romántica al escribir “Historia de los perdedores: de los neandertales a las víctimas de la globalización”, un homenaje a quienes se han quedado fuera de la crónica oficial o han sufrido su desprecio.

 

Texto: Francisco LUIS DEL PINO OLMEDO Foto: Jordi ESTEVA

 

A Luis E. Íñigo Fernández, doctor en Historia Contemporánea con una dilatada carrera académica, escritor y especialista en la Segunda República española; le anima un verdadero afán por devolver la auténtica realidad de su existencia a los vencidos. A todos aquellos que han transitado el mundo sin apenas reconocimiento de su importancia, o sufrido un trato denigrante e injusto. En la editorial Espasa publica Historia de los perdedores: de los neandertales a las víctimas de la globalización.

Los neandertales

En su larga y documentada relación de perdedores, sitúa en primer lugar a los neandertales, unos seres que han sido difamados por una descripción errónea y falsa de su figura y existencia. Desde que el primer esqueleto fue encontrado en el valle de Neander (Alemania) en 1857 y denominado por ello Homo neanderthalensis, su reconocimiento como especie apenas alteró el desprecio universal que parecía inspirar a los científicos. La imagen popular de los neandertales fue desde el principio “abominable y brutal”, ajena a la inteligencia, la espiritualidad y la compasión propias de los verdaderos seres humanos. Explica el autor que tuvieron la culpa los primeros intentos de representar su aspecto, que exageraron su forma simiesca.

La literatura tampoco les hizo justicia y, desde el novelista británico H.G. Wells hasta prácticamente la actualidad, con algunas honrosas excepciones, como el conmovedor relato de Isaac Asimov El niño feo (1958), ha fijado en el imaginario popular una imagen deformada y brutal de los neandertales.

Durante muchos años nadie fue capaz de imaginarlos como seres inteligentes, sensibles y compasivos. Hasta que la información obtenida de un sinfín de restos hallados en yacimientos de Europa y Asia, el desarrollo de los programas de diseño por ordenador y el avance de las innovadoras técnicas de dermoplastia ofrecieran, por fin, una imagen más ajustada.

Afirma el autor que los neandertales fueron seres magníficos, que sobrevivieron un cuarto de millón de años adaptándose continuamente. Lejos de ser toscos y salvajes, adornaban sus cuerpos, conocían muy bien el valor de la cooperación, cuidaban a los ancianos e impedidos, enterraban a sus muertos. Y, como sabemos desde hace muy poco, llegaron a desarrollar las primeras formas de arte conocidas.

Los esclavos romanos

Son uno de los grupos humanos más importantes por su número y transcendencia en la vida de Roma, pero no han sido muy atendidos por la historia y, por ello, su voz apenas ha llegado hasta nosotros, apunta Íñigo Fernández. Ni siquiera aquellos que eran instruidos y consiguieron la libertad hablaron de su experiencia servil, quizá avergonzados de un pasado que habían logrado dejar atrás. Son los casos de Plauto, autor de punzantes comedias de enredo, o de Epicteto, el filósofo estoico. Tampoco Livio Andrónico, el fundador de la poesía épica romana, lo hizo; ninguno escribió nada que se refiriera a la esclavitud.

Tampoco los textos de los primeros cristianos aportan demasiado, a pesar, dice el autor, de lo frecuentes que eran entre sus filas la gente de condición servil. Durante mucho tiempo los esclavos han sido invisibles para la historia, y eso que llegaron a constituir en torno al quince por ciento de la población romana y una parte muy relevante de su fuerza de trabajo.

Pese a todo, “hasta hace más o menos un siglo, apenas se había escrito una sola página sobre los esclavos como sujetos con entidad histórica propia”. En opinión del autor, la divulgación tiene una deuda pendiente con la esclavitud de Roma. Sin derechos y sometidos a la arbitrariedad de sus amos, no fue hasta el siglo I de nuestra era y bajo el Imperio que se sucedieron las leyes que protegieron un tanto su integridad física. Explica Íñigo Fernández que el emperador Claudio prohibió abandonar a los esclavos ancianos o enfermos; bajo Nerón se vedó a los propietarios que los arrojaran a las fieras si no habían sido condenados por un magistrado. Domiciano, más tarde, declaró ilegal la castración servil, y Adriano acabó con las cárceles privadas de esclavos y prohibió que se les diera muerte sin juicio.

Pero enfatiza que nada de esas aparentes mejoras en sus vidas alteraba en lo más mínimo su condición de esclavo. Y, aunque algunos conseguían situarse bien debido a sus servicios en las casas pudientes, cualquier pretexto era válido para golpearlos con saña. Sufrían también el sadismo y la perversión de muchos de sus amos y la lujuria de casi todos.

Cuando la crueldad se volvía insoportable, el suicidio, la fuga o la rebelión en grupo eran las únicas salidas; los romanos sentían pánico a la rebelión de sus esclavos y las penas eran terribles si los capturaban: condenados a las fieras en el anfiteatro, quemados vivos o crucificados.

Pese a todo, estallaron varias rebeliones importantes: las llamadas Guerras Serviles, que hasta en tres ocasiones en poco más de setenta años amenazaron la supervivencia de la República romana. La tercera fue la que estuvo más cerca de triunfar con Espartaco a la cabeza, un gladiador tracio escapado de Capua que aglutinó a miles de hombres y mujeres que derrotaron a varios ejércitos. Al final fue vencido y los romanos mataron a sesenta mil rebeldes y crucificaron a otros seis mil en la Vía Apia, entre Capua y Roma. Las consecuencias más importantes de esa última rebelión se dejaron notar a largo plazo. Italia había perdido cien mil esclavos y su agricultura nunca se recuperó del todo.

Los herejes cristianos

Forman otro grupo olvidado o, cuando menos, no tratado por la historia con la atención y el respeto que merecerían, según manifiesta el autor. Comienza Íñigo Fernández por desmenuzar las diferentes corrientes que nutrían el judaísmo en época de los nazarenos, los seguidores de Jesús, como los esenios, los fariseos o los saduceos. Lo que era una “herejía”, vocablo que por entonces significaba lo que indica su etimología: elección, y “carecía de las connotaciones de traición, blasfemia o injuria que adquiriría después en el cristianismo”.

Siglos después, asentada la Iglesia y gozando del poder sus obispos, la represión de los disidentes ya no sería tan solo ideológica, ni bastaba con excluirlos de la comunidad de los fieles. Debían abjurar de sus creencias o ser exterminados, como enemigos perversos y depravados de la Iglesia y, por tanto, de Dios. Los herejes, según el historiador, no eran perversos ni depravados, ni era el afán de lucro o de poder lo que les movía. Afirma que simplemente eran cristianos sinceros que albergaban convicciones distintas. Su herejía consistía en elegir algo distinto de la mayoría.

Fueron muchos los grupos escindidos que siguieron sus propias interpretaciones de la fe. Entre las corrientes religiosas destaca la de los cátaros, que fue la más cruelmente perseguida por la Iglesia oficial, y la que mejor representa la verdadera naturaleza de las llamadas herejías cristianas a partir del siglo IV: “Una cuestión de poder más que de fe”.

Los cátaros rechazaban el mundo y la carne como obra del Demonio, y predicaban un ascetismo austero. Con el tiempo, asevera el autor, su teología se hizo incluso más elaborada. Pero, según el historiador, el peligro que suponían para la Iglesia oficial no residía en su doctrina, sino en su existencia misma.

El ejemplo que daban de una vida devota y sujeta a reglas morales estrictas, tan distinta a la exhibida por muchos jerarcas de la Iglesia, atraía a los más humildes. Sobre todo en algunas zonas del sur de Francia, donde se les conocía como “albigenses”, por tener en la ciudad de Albi su sede principal, abrazaron la herejía catara con un fervor que, de extenderse, podría amenazar los fundamentos mismos de la hegemonía católica en el seno del cristianismo occidental. “Incluso muchos nobles de la región, que constituía un país independiente de la corte de París, se sumaron a los cátaros. (…) Ni la Iglesia ni el Estado podían permitirlo”.

La Inquisición, creada en 1231, persiguió implacable a los cabecillas cátaros y condenó a la hoguera sus libros y tratados. El pontífice les declaró la guerra, aliado con el rey de Francia, interesado este en someter las díscolas tierras del Languedoc y animado por sus nobles, que ambicionaban las tierras y los títulos de los cátaros. La cruzada acabó con la dura resistencia de más de diez meses en el castillo de Montsegur, y los supervivientes fueron quemados en la hoguera sin que ni un solo cátaro abjurara de su doctrina.

Los nativos americanos

Ellos fueron los más perjudicados del encuentro de las dos culturas, la propia y la de los españoles que desembarcaron en sus playas en 1492. El escritor deja claro que, desde el principio, la actitud de los recién llegados hacia los nativos osciló entre la explotación y el engaño.

Los indios empezaron pronto a morir por millares. De poco sirvió que algunos misioneros denunciaran la situación y trataran de limitarla. Muchos fallecían de agotamiento, incapaces de soportar la dureza de unos trabajos a los que no estaban acostumbrados. “Otros morían de males como la viruela, la gripe, el tifus o el sarampión, enfermedades traídas por los colonos para las que carecían de defensas naturales. Algunos se suicidaban ahorcándose, ingiriendo venenos o dejando de alimentarse”. Las mujeres, explica, abortaban o no tenían relaciones sexuales, negándose a traer hijos a un mundo convertido en un infierno. “En menos de un cuarto de siglo no quedaba un indio vivo en el Caribe”.

Si Colón y los Reyes Católicos, que habían financiado su expedición a las Indias, buscaban a un tiempo oro y conversiones, la tropa que acompañaba al navegante genovés iba casi toda solo a por el oro.

Durante mucho tiempo solo hubo una versión de la conquista y fue la de los propios conquistadores, porque pocos de los primeros cronistas dieron voz a los indígenas, como José de Acosta. Por suerte, dice Íñigo Fernández, se han conservado muchas de las narraciones y, tras un olvido de siglos, su contenido ha empezado a llegar por fin a las páginas de las monografías más recientes. Entre ellas, explica, figuran hermosos cantares tradicionales en los que algunos cuicapicque supervivientes expresan sus sentimientos ante la destrucción de su mundo. Hay testimonios pictográficos, como el célebre Lienzo de Tlaxcala, pintado a mediados del siglo XVI, que refleja la versión de la conquista de los principales aliados de Cortés. También hay relatos indígenas escritos por nativos que aprendieron enseguida el alfabeto latino y describieron desde su propia perspectiva los sucesos de aquellos años trágicos.

Resalta el historiador que, si por un lado su valor artístico-literario y su utilidad como fuente histórica son enormes, por otro, contar con ellos resulta imprescindible si se desea pintar un cuadro en verdad completo y equilibrado de los hechos de la conquista.