Los «derradeiros», que no los últimos

La editorial Uña Rota publica el libro póstumo “La última frase” de Camila Cañeque, fallecida de muerte súbita el 14 de febrero de 2024.

Texto: Ana RODRÍGUEZ ÁLVAREZ

 

Hace unas semanas, le expliqué a un amigo extranjero la diferencia que en gallego existe entre las palabras ‘último’ y ‘derradeiro’:

–‘Último’ lo utilizamos para hablar del elemento final dentro de una serie, pero al que quizás después se sumen otros. ‘Derradeiro’, sin embargo, implica que la serie no va a continuar, que se termina con ese elemento. Por ejemplo: si yo digo «aquel foi o derradeiro día que vin a esa persoa» significa que nunca jamás me la volví a cruzar. Pero si cambio esa palabra por ‘último’, puede que en algún momento nos reencontremos: ‘último’ deja una puerta abierta a la esperanza; ‘derradeiro’ se asemeja a las losas del cementerio.

–Nunca lo había escuchado –me contestó–. Pero lo cierto es que, cuando me refiero a mis trabajos, no me gusta decir «este es mi último libro», sino «este es mi libro más reciente».

Y las palabras de mi amigo, que suele hablar despacio, fueron resbalando hasta caer en la acera, formando un montoncito que el viento del norte barrería al día siguiente.

 

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Ayer me compré La última frase, de la recientemente desaparecida Camila Cañeque. Era el primer libro de la artista barcelonesa, su último libro. Por desgracia, también el derradeiro.

Cañeque estaba obsesionada con las últimas frases. Durante años las fue acumulando en un borrador de Gmail. Paradójicamente, aquel texto nunca se terminaba y acabó migrando a unas carpetas azules en la pantalla de su ordenador. De todo aquel compendio, cuatrocientas cincuenta y dos pasaron a su ensayo. Palabras de Truman Capote, Ottessa Moshfegh, Arthur Miller, Silvina Ocampo, Albert Camus, Fernando Pessoa, Mercè Rodoreda y otros cuantos centenares de escritores dan cuenta de que hay tantos posibles finales como caminos para escoger. Y que, en la escritura, al igual que en la vida, no sólo hay que tener destreza para hacer algo «sino, ante todo, para dejar de hacerlo».

 

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Nunca me he lanzado a las últimas frases de los libros hasta llegar a ellas. Es más, como tengo la manía de comprobar el número de páginas que tiene una novela antes de leerla –para así calcular cuánto me llevará terminarla–, hago una cosa muy ridícula: abrirla por el final no sin antes entrecerrar los ojos hasta ver borroso. Tanto, a que duras penas puedo distinguir las cifras.

Empecé a hacerlo de niña, cuando al ir a buscar el número, leí accidentalmente el desenlace y destripé el cuento por adelantado. No volvió a pasarme más.

 

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Contrariando mi costumbre y a modo de experimento, decidí echar un vistazo a los finales de los libros que descansaban en mi mesilla de noche. Esto fue lo que encontré:

  • «Da un paso hacia las sombras» (La mujer de pie, de Chantal Maillard).
  • «¿Qué es ese yo que viaja? No tengo la menor idea» (La escritura como un cuchillo, de Annie Ernaux).
  • «[…] y me levanté y con las mismas me adentré en el bosque, y en el bosque todos los pájaros cantaban» (Renata sin más, de Catherine Guérard).
  • «No era mucho, pero a mí que solo buscaba imágenes para guardarlas en los ojos, tal vez me bastaba» (Los amores difíciles, de Italo Calvino).
  • «Sí, quizá el precio de la irreal felicidad que da escribir es haber renunciado de antemano a ser feliz en la realidad; es no atreverse a hacer de la vida real nuestra vida verdadera» (Adolescencia en Barcelona, de Laura Freixas).
  • «Su mirada se proyecta más allá de la tapia de piedra que rodea el jardín, se desliza por el océano que se divisa a lo lejos, y ya nada la detiene» (La única. María Casares, de Anne Plantagenet).
  • «Y, considerando que la historia había tenido tantos finales que en realidad no acababan nada y solo continuaban algo, algo que no cabía en ninguna historia, me hacía falta un acto ritual para ponerle fin a la historia» (El final de la historia, de Lydia Davis).

 

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El libro se inicia con una advertencia: «Con el fin de no interrumpir la lectura, se recomienda leer estas páginas sin consultar las referencias bibliográficas situadas al final». Me la salto sin miramientos. Y engancho mi dedo índice a las últimas hojas para ir comprobando a qué obra corresponde cada frase. Voy saltando de un lado a otro en un frágil equilibrio. Me interrumpo. Vuelvo atrás. Después avanzo. Entre idas y venidas me distraigo y pienso si estoy en el lugar correcto. Me pasa tantas veces, no sólo cuando leo.

 

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Cañeque nos habla de los finales como si diseccionara una mariposa: con mucha delicadeza dada la fragilidad de la materia que tiene entre manos. Y sostiene con alfileres que esos «cuerpos textuales posando en el borde de un precipicio» pueden acabar contando otra cosa, «perderse, olvidar su historia, renacer» cuando se separan del conjunto al que pertenecen. Se trata de unas pocas palabras, pero decisivas. Porque, «Sin final, tanto el humano como la obra están incompletos, en potencia, a tiempo de cambiar su rumbo, su significado y su identidad». Parafraseando a Machado, si no hay final es siempre todavía.

 

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Mientras leía el ensayo me encontré con dos de los finales del listado proveniente de mi mesilla: el de Calvino y el de Davis. Reconocí algún otro: Crónica de una muerte anunciada, El proceso, El amante, Lo que el viento se llevó, El Quijote. También Los años, de Annie Ernaux y la última frase del canto del Infierno de la Divina Comedia. Sin embargo, la mayoría no los conocía y de otros ni siquiera me acordaba a pesar de haberlos leído hacía poco. Ay, la memoria.

 

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Durante su investigación, Cañeque clasificó las últimas frases conforme a varios criterios: por orden alfabético, cronológico, por autor, por tema… En agosto de 2010 pasó sus vacaciones en la terminal de salidas del aeropuerto de Barcelona, observando las despedidas entre los que se iban y los que se quedaban. Acudió a muchos entierros de desconocidos en el Père-Lachaise de París y en la Chacarita de Buenos Aires. También aquí había un adiós, y los que se marchaban, y los que se quedaban: sólo que en este caso no había vuelta. La autora se convirtió en una espectadora de finales, pero no lograba poner término a sus últimas frases.

 

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¿Existen verdaderamente los finales? ¿O es que necesitamos la certeza –sea para bien o para mal– que arrastran consigo? ¿Acaso no nos los inventamos para tener una sensación de control, de que manejamos el infinito? Quizás, como sostiene Cañeque, «ninguna frase será la última. Serán últimas frases, en plural, y seguirán multiplicándose […]».

 

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Consiguió escribir el último punto del manuscrito, el derradeiro, en Land’s End, en Cornualles. El final de la tierra. Me la imagino haciéndolo con un bolígrafo de tinta negra, apretándolo tanto que la marca acaba por traspasar el papel. Vale.

 

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Siento una cierta presión a la hora de acabar este texto: ¿cómo se termina una pieza que habla sobre los finales? ¿Cómo escoger la derradeira palabra? ¿Mencionaré algo sobre la lluvia? Según Cañeque, es una de las imágenes más recurrentes.

No sé por qué pienso en Clarice Lispector. No en las últimas frases de Cerca del corazón salvaje o La hora de la estrella que la autora menciona en su libro. Más bien en la coma con la que arranca Aprendizaje o el libro de los placeres o en una expresión a la que recurre varias veces al contar la historia de Macabea. Sí, quizás esa pueda servir, porque tiene fuerza y bastante de abismo, como los buenos finales:

Explosión.