Las mujeres de las Cuencas Mineras asturianas

El ilustrador e historietista Alfonso Zapico y la periodista y escritora Aitana Castaño se reúnen de nuevo para publicar “Carboneras”, una obra de cortas historias sobre la dura vida de las mujeres mineras.

Texto: David VALIENTE

 

“La mina ha sido la principal ocupación de generaciones de habitantes de los valles de Langreo y Mieres”. Esta es una de las respuestas vía e-mail concedida por el ilustrador e historietista Alfonso Zapico, que hace unos meses ilustró Carboneras, libro escrito por la periodista, escritora y especialista en las Cuencas Mineras asturianas Aitana Castaño. La obra nos describe la dura vida de las mujeres mineras, a través de cortas historias. Muy similar en cuanto estructura a Los niños de humo publicado hace dos años en la editorial Pez de Plata, actualmente en la séptima edición.

Nadie mejor que ellos para narrarnos las desventuras de las gentes que habitaron la mina, pues nacieron en las Cuencas, pero en una generación desprendida casi por completo del carbón. “En Asturias, de casi 50 000 mineros trabajando en la segunda mitad del siglo XX hemos pasado a tan solo 400 hoy”. Un descenso considerable si tenemos en cuenta que hasta hace no muchos años “todo giraba en torno a las minas de carbón, que eran un polo de atracción poderosísimo”.

Refugiada por la mina floreció una rica diversidad cultural. Personas procedentes de todos los puntos de España aterrizaban en el norte de la península en busca de trabajo fijo: “Durante los años 50, llegaban a Mieres, para quedarse, seis personas al día de media”, comenta Aitana Castaño. Miles de personas con sus acentos, su gastronomía y su modo de entender conformaban una sociedad variopinta como nos lo refleja Los niños de humo. Tal situación, lejos de un mundo ideal, causaba pequeñas discusiones a diario, piques entre los diferentes miembros de la comunidad a causa de las peculiaridades culturales; es comprensible que a los andaluces no les sentara muy bien que les tildaran de “coreanos”, ni a los leoneses que les llamaran “cazurros”. De todos modos, pasadas las semanas, los pequeños conflictos se olvidaban. La sociedad minera continúa apacible hasta nuestros días, aunque permanecen los motes como señal de que hubo conflictos: “Es rara la barriada o pueblo que no tiene entre su vecindario a un `Manolo el Andaluz´ o `Pili la Gallega´”, narra Aitana.

La vida de los mineros y las carboneras giraba en torno a un agujero profundo, oscuro y mal ventilado de donde con grandes esfuerzos musculares extraían una materia prima esencial para la industria metalúrgica y el calor del hogar. De alguna manera debían desinhibirse de los problemas del trabajo y, especialmente, del constante temor a no salir respirando de la mina. “La gente en los valles mineros nunca dejó de disfrutar de la vida” comenta el ilustrador de Carboneras y Los niños de humo. La mina, aunque exigente con quienes se adentraban en su vientre, era también una especie de guía que les inculcaba la incertidumbre como motor de sus acciones: “Los mineros bebían y fumaban mucho, a veces demasiado. El futuro en la mina es incierto y ellos vivían cada día como si fuera el último, lo que a veces resultaba en hígados pulverizados y familias endeudadas”. Pero estas palabras no deben contribuir al arquetipo de minero embrutecido por el alcohol, ya que “los mineros también leían y escribían poesía, formaban compañías de teatro amateur, corales musicales. En un sentido muy positivo, también aprovechaban cada día como si fuera el último”.

Lucha del trabajador

En la mina no todo fue trabajo y diversión. Las condiciones eran extremas y las empresas encargadas de la extracción cada vez apretaban más la soga a los trabajadores. Motivos no les faltaban a los mineros para abandonar el pico y tomar la pancarta en defensa de sus derechos. Además, en las cuencas mineras, como nos describe Aitana en Carboneras, primaban las ideologías de izquierda, subversivas al Régimen y organizadas en la clandestinidad. “Durante la dictadura de Franco, los mineros y las carboneras se afiliaron al Partido Comunista y al Partido Socialista de manera clandestina. Aunque también hubo tentativas a contracorriente, como el Sindicato Católico del marqués de Comillas, que experimentó un paternalismo obrero a través de la Hullera Española, sin mucho éxito.”, comenta Alfonso Zapico.

Cuando el minero salía de la tierra, el patronato se podía echar a temblar, más “cuando los mineros se dieron cuenta de que solos, de uno en uno, no tenían fuerza, pero como colectivo eran poderosos”, explica la autora. De este modo, enfrentarse a los empresarios, que contaban con el apoyo tácito del Régimen, desembocó en la protesta masiva de 1962 llamada la “Huelgona”, y que no solo movilizó a 60 000 trabajadores de la mina, también a 240 000 trabajadores más en toda España que se sentían identificados con las protestas. Según nos cuenta Aitana, miraban atónitos y esperanzados los acontecimientos de Asturias: “Se dieron cuenta de que juntos eran poderosos y se produjo un alumbramiento, un punto de inflexión significativo para los mineros, pero también para todo el movimiento obrero de España”, sentencia Aitana.

Carboneras

Ser mujer en las cuencas “era más duro que ser hombre”. En Carboneras, Aitana con palabras y Alfonso con dibujos, nos describen las intensas y extenuantes condiciones en las que tenían que vivir las mujeres, obligadas a pagar los platos rotos de sus maridos, batiéndose en varios frentes que iban desde la precariedad laboral al trajín hogareño.

Las carboneras eran iguales ante la muerte, pero en la mina se “las consideraba trabajadoras menores, una categoría muy baja, sin ningún tipo de compensación por enfermedad”, destaca Aitana. Por otro lado, sobre sus hombros recaían el cuidado de la casa, la educación de sus hijos y la vida disipada de sus maridos “incompatible con el cuidado de la familia”. Y la situación tampoco mejoraba si quedaban viudas o su marido sufría un accidente que lo dejara postrado para el resto de sus días, porque las pensiones resultaban irrisorias, apenas cubrían los gastos básicos de un hogar. Las familias encontraban un pelín de oxígeno financiero en la posibilidad de que sus hijos accedieran al puesto abandonado prematuramente por el padre. No obstante, la prioridad siempre era de los huérfanos, “no así de las huérfanas, que tuvieron que llegar incluso al Tribunal Constitucional para que se les reconociera el mismo derecho que a sus hermanos”.

Pero si por algo eran conocidas las mujeres, además de por sus padecimientos vitales, era por el ímpetu guerrero y solidario que no se amedrentaba ante las injusticias que sufrían y que las hacía levantarse todos los días para luchar junto a los mineros por sus derechos laborales. Todos pertenecían a la cuenca y, como tal, no podían hacer otra cosa que no fuera luchar por las causas justas: “esa solidaridad en las cuencas se enseñaba como algo natural -narra Aitana-. La lucha no era cosa de los mineros, la lucha era cosa de las cuencas, y la mitad de la población de estos valles, somos mujeres que también queremos defender lo nuestro y a los nuestros”.

Poca gente queda en la mina

En nuestro país, el número de mineros ha descendido considerablemente y, así lo refiere Alfonso, se mantiene como una “actividad residual”. Por eso rememorar la vida en las cuencas, como Alfonso Zapico y Aitana Castaño tratan de hacer con sus libros, supone enfrentarse a la cruda realidad de un pasado agridulce. Muchos ignorantes quieren borrar esas páginas de dolor, sufrimiento y abusos de los libros de historia, porque desconocen “los valores de una sociedad muy singular, que nos ha legado una conciencia de clase y una capacidad de vivir la vida en colectivo que no existen en otros lugares”, concluye Alfonso Zapico.