Alfonso Zapico: diez años picando carbón en la revolución minera de 1934

Tras una década de trabajo y cuatro volúmenes, llega esta cuarta novela gráfica de “La balada del Norte” (Astiberri), que cierra la gran historia de la revolución asturiana de 1934 entreverada con las historias de lucha, decepción, traiciones, entrega, amor y resistencia de la gente de los valles mineros. Novelón.

Texto: Antonio ITURBE  Foto: Asís AYERBE

 

Zapico tiene nombre de personaje de historieta y el bigote le da un aire de mosquetero despistado, tranquilo y risueño, que no tiene afán por ganar ningún duelo. Lleva diez años afinando su balada del Norte, una historia de amor y lucha en el contexto de la revolución asturiana de 1934 en las duras cuencas mineras donde creció. Hace diez años Zapico se fue con una beca a una estancia en la casa del ilustrador de Angouleme y nunca regresó porque, además de las palmaditas en la espalda y las promesas tan españolas, allí se apoya a la gente de la Cultura con hechos. Pero -eterna paradoja de la literatura- Zapico se fue a Francia para bajar al pozo de sus ensoñaciones manchadas de carbón en ese mundo de mineros rudos pero solidarios, con una capacidad de resistencia indestructible.

Tristán, el hijo del Conde de Montecorvo, que debía heredar su bastón de mando de terrateniente minero salió enclenque, sin ambición y medio poeta. Cuando al regresar a la casa paterna se encontró con una joven criada de la casa llamada Isolina, supo que había encontrado su razón para vivir. Ella es valiente y decidida, ha heredado el carácter fuerte de su padre, Apolonio, capataz de una cuadrilla de mineros millonarios en orgullo. Cuando estalle la revolución minera de 1934, Apolonio acabará dando un paso al frente, y después ocho o diez más. Tristán, de la mano de Isolina, se pondrá del lado de Apolonio dando la espalda a su apellido y sus privilegios. Durante unas semanas asombrosas, la revolución obrera triunfa en Asturias pero las tropas militares enviadas a Asturias acaban arrasándola con saña. En este cuarto volumen, vemos cómo un grupo de mineros derrotados y desesperados, se ha echado al monte. Son los últimos resistentes rodeados de soldados y guardias civiles que van estrechando el cerco sobre ellos. Y ahí encontramos a Tristán y Apolonio, resistiendo aunque sea imposible. Y a Isolina resistiendo en la aldea, esperando su regreso, aunque cada vez sea más difícil. La balada del Norte se cierra con este cuarto volumen donde llegamos al final de la revolución que iba a hacer el mundo un poco más justo y al final de los sueños. O tal vez no.

Encuentro a Zapico en una estación ferroviaria del Norte, esperando un tren que lo lleve de vuelta a Blimea, una pequeña población en lo profundo de las cuencas mineras de Asturias, de vuelta a la casa de la infancia.

 

¿Cómo es la Blimea de final de los años 80 que permanece en tu cabeza?

Un sitio áspero. No lo recuerdo con mucho cariño, no era un pueblo bonito, no había otra cosa que barriadas obreras y minas de carbón. La vida va por rachas y la que me tocó de niño fue una racha mala. Entre finales de 1980 y principio de 1990 hubo muchos problemas económicos, pero en los peores momentos siempre había gente que te ayudaba. Ese tejido social tan fuerte en esa burbuja de las cuencas mineras donde todo el mundo vive muy colectivamente y hay un sentimiento de solidaridad muy fuerte nos salvó de la ruina. En una sociedad obrera, por la forma de vida, prima mucho la supervivencia colectiva. Y ese retrato social se refleja en el libro.

La revolución obrera de 1934 tenía que haber emergido por toda España para rebelarse contra el gobierno de derechas que tomó las riendas de la República, pero solo prendió en Asturias. Fue el único sitio donde se pusieron de acuerdo socialistas y anarquistas. ¿Eso se explica por esa idea de lo colectivo?

Ahora está muy de moda hablar del ciudadano como individuo único, pero allí eso nunca funcionó por pura supervivencia. La fuerza estaba en lo colectivo: los sindicatos eran muy fuertes y las protestas eran muy intensas porque lo que la gente lo tenía muy claro: solo no puedes, pero entre todos, sí puedes. Moría un minero y dejaba una viuda y unos hijos, y esa mujer y esos niños quedaban abandonados. Tenía que ser la propia gente de la barriada, del pozo o del sindicato los que tenía que hacerse cargo.

¿En tu infancia todavía ves la imagen de los mineros que regresan a casa cubiertos de polvo negro?

En aquella época llegaban ya duchados, aunque algunos veías así, porque en los 1980 todavía había minas de montaña y gente que sacaba carbón por libre. Veía a esos grupos de jubilados que seguían juntándose con la misma cuadrilla con la que bajaban a picar al pozo. Los sindicatos mineros eran todavía muy fuertes, después empezó a llegar el dinero de Europa y los cierres y ahí los sindicatos tuvieron un papel muy importante, no siempre para bien.

¿En ese ambiente fábril y de pura supervivencia cómo te surge la chispa de dibujar?

Yo siempre dibujé. Cuando estaba en el colegio dibujaba tebeos para los amigos. Iba a un colegio de dominicos y las monjas me encargaban tebeos que eran biografías de la patrona de la congregación y me liberaban de algunas clases para hacerlos.

¿Qué surge primero? ¿la imagen o el texto?

Cada uno tiene su método, pero en mi caso siempre es la historia. Siempre es el guion lo importante, pero en vez de contarlo en forma de novela o de guion, lo traduzco a imágenes y dibujos.

¿Cómic novela gráfica?

Novela gráfica es un término que genera debate, pero a mí me vale. La etiqueta vino porque había mucha gente que pensaba que se trataba de algo infantil y sirvió para encajar el contenido en librerías generalistas, para que llegara a las bibliotecas o los clubes de lecturas.  La balada del Norte es una historieta. Y también una novela. No deja de ser un folletín de los que se publicaban por entregas.

¿Ha cambiado la vida de los historietistas en estos años de éxito del cómic?

Ha cambiado el tipo de historias que contamos respecto a los años 80 o 90, que se trabajaba mucho por álbumes y encargos editoriales. Ahora hay más libertad para que un autor pueda contar lo que le dé la gana, ya no tenemos que contar la historia que quiere el director de la línea editorial ni preocuparnos por cumplir con un número preciso de páginas. Se publica el libro y se cobra un porcentaje de las ventas, igual que un novelista.

En la Balada del Norte vemos cómo los poderosos aplastan a los débiles. Pero también cómo dentro del bando de las víctimas hay violencia arbitraria, corrupción, mezquindad…

Tiene que ver con la realidad humana. Cuando se habla de esta época, de los fugados en el monte y los perseguidos siempre se da por hecho que alguien que combatió contra el poder debe tener unos valores y unos principios morales. Pero son personas como otras. Y había delaciones, traiciones, gente que aprovechaba la coyuntura para vengarse y para matar. Los relatos oficiales después de la revolución o los relatos de los exiliados después de la revolución acomodan las versiones de los hechos a lo que les hubiera gustado que hubiera pasado. Nunca pasa lo que nos gustaría que pasara. Siempre pasa lo que pasa. Por eso los personajes son tan poliédricos.

Esos revolucionarios de tu libro quieren que todo sea mejor y más justo, pero tampoco tienen muy claro cómo.

Hay mineros, que quieren un porvenir y se revuelven, pero no saben a dónde van. Sabían que iban a echar al patrón, pero luego no sabían qué iba a pasar. La gente que lo vivió es lo que transmiten y lo que cuentan. Otra cosa es la versión interesada que se construye después desde la represión y el gobierno, como si todo fuera muy organizado. Ahora hay una ola revisionista en Francia que dice que lo de Franco en la guerra civil española no fue para tanto porque Franco lo único que hizo fue continuar un golpe de estado contra el gobierno que dieron los mineros en el 1934. Que lo que hizo fue poner orden en algo que ya estaba en marcha. Es querer darle a lo que pasó una coartada histórica.

Parece una coartada bastante burda porque los mineros se revuelven contra el gobierno para neutralizar los privilegios de los patronos y la Iglesia, mientras que lo que hace Franco es ponerse del lado de los terratenientes, los banqueros y el clero.

Ahí está. Es que parece olvidarse que un golpe de estado lo da alguien que manda para mandar o para seguir mandando. Y los mineros eran unos pobretones, unos muertos de hambre que solo mandaban en sus sueños. Soñaban con la revolución social y la comuna libertaria, que tampoco sabían muy bien lo que era, pero que iba a ser algo distinto a lo que había porque estaban muy hartos del abuso y el sometimiento a los poderosos.

Desde que te fuiste a Francia, llevas diez años contando la historia de la revolución de los valles mineros de Asturias. ¿Si te hubieras quedado en Asturias te habrías puesto a contar la historia de Canadá o del Tíbet?

Es algo natural, tiene que ver con la distancia de enfoque. Cuando vivía en Blimea o Langreo lo que pasaba allí no me interesaba, me parecía muy obvio todo, que no le iba a importar a nadie. Irme y saber que no iba a volver era como estar en otro planeta. Eso sucedió en 2013, coincidió con el premio Nacional de Cómic y el cierre total de las minas de carbón. Me sentí como un autor más consolidado y lo que yo fuese a contar le podía llegar a más gente. Y vi que en esos valles era el final de una era que había durado siglo y medio. Empezaba la muerte de los territorios mineros y ahí empezaba el olvido. Este es un trabajo que hago por la memoria de un territorio, de una sociedad, de una forma de entender la vida. Después del cierre de la industria estos lugares quedan completamente devastados, la gente se va, no hay nada… ¡pero sí hay algo! Esa herencia inmaterial es el espíritu de lo colectivo y la solidaridad que te sostiene, ese nacionalismo no excluyente donde se integraba a todo el que llegaba viniera de donde viniera.

¿Y qué puede salvar la memoria?

Era una comunidad con un sentimiento de pertenencia muy fuerte que protegía mucho a los suyos, pero que se hacía en torno a la industria no a la pertenencia geográfica, ni un apellido ni un idioma sino con la forma de vida. La identidad tan fuerte de los territorios obreros desparece cuando desaparece la industria. Está pasando en la región Norte de Francia, en el Paso de Calais, el territorio minero francés donde Émile Zola ambientó Germinal. Perdió las minas, la industria y quedó abandonada y ahora es pasto de la miseria y de la ultraderecha. Es muy importante recuperar la memoria de ese sentimiento de la solidaridad colectiva para no acabar así.