Las leyes de Gemma Ventura Farré

Con “La ley del invierno”, publicada en catalán y castellano por la editorial Destino, esta autora que se bandea entre la música, la docencia y el periodismo cultural ganó el premio Josep Pla de novela. Y precisamente con Gemma Ventura, Librújula inicia en Madrid sus encuentros literarios en la librería 8 y Medio, con el apoyo de Libelista y el Institut Ramon Llull, el martes 17 de octubre a las 19h.

Texto: Redacción  Foto: Anna MURILLO

 

La protagonista de La llei de l’hivern/La ley del invierno no tiene nombre porque es ella pero podría ser cualquiera de nosotros. Sus preocupaciones son las de todos: enfrentarse a la pérdida, entender nuestro lugar en el mundo, encontrar el camino. Su voz es un monólogo de ecos que resuenan con toda su fuerza evocadora en la cabeza del lector. Retorna al pueblo que dejó mucho tiempo atrás para enfrentarse a la inminente muerte de su abuelo. Llega desconfiada y abrumada, con el peso sombrío de la muerte, pero encuentra complicidades inesperadas: en los que se van pero que se quedan en nuestro pensamiento y en esa naturaleza que no es un paisaje, sino que forma parte de nosotros mismos.

Lo interior

“No hay nada más interesante que el interior de las personas. Porque adentro está el pensamiento puro, sin disfraces ni apariencias: la fe, la desesperación, el deseo, el odio, la envidia, la añoranza. A veces pienso que es cómo si existieran dos mundos: lo que somos de piel afuera y lo que somos de piel adentro”.

El misterio cotidiano

“¿De que estamos hechos? Hay la idea que nos podemos llegar a conocer: es mentira. Una parte de nosotros siempre será desconocida, si no: ¿por qué nos da miedo lo que nos da miedo? Convivimos con un misterio, que somos nosotros mismos. Y nos acompañan más cosas invisibles que no visibles: cada día pienso en un montón de personas que no están a mi lado, que viven lejos de mí. En este mundo absolutamente materialista, lo que me da paz y tranquilidad es saber que la fortaleza no está afuera, en lo que compramos ni en lo que aparentamos”.

Ficción y revelación

“A pesar de que es una ficción, este libro pedía ser escrito en primera persona. Hay tanta intensidad que, durante el proceso de escritura, no siempre me veía capaz de meterme dentro. Y cuando lo hacía, era como coger aire y entrar dentro de un torrente y durante horas –normalmente por la noche – buceaba dentro de ella. Y al fondo encontraba el abandono, el miedo, la incomunicación, el amor, la fe, el poco de luz. Y todo esto tenía que dejar que se manifestara, y a la vez le tenía que dar forma. A veces pienso que escribir es como llevar la vela de un barco: tienes que estar pendiente de lo que no controlas, el mar y el viento; y de lo que sí: las cuerdas, la lona”.

La música de la escritura

“Chaikovski me gusta mucho, y cuando escucho, por ejemplo, su concierto para violín, pienso que la música comparte muchas leyes con la literatura. El ritmo: ligero, alegre, funesto; el tema –igual que en una novela se insinúa, desaparece, reaparece –, los personajes principales y secundarios –que en un concierto son fácilmente atribuibles a los instrumentos que hablan y a quienes acompañan – y, lo más importante, el latido: si está vivo o no”.

Lo que susurra la naturaleza

“En este libro hay mucha presencia de árboles: hay robles, sauces, cerezos, hay zorzales, garzas, hormigas, y también hay el fuego a tierra, que la chica va atizando, tal como le enseñó su abuelo, para que no se apague. La naturaleza es la gran maestra: lo primero que nos enseña es que todo es cíclico, que después del despojo del invierno, aunque parezca imposible, renace la primavera. Y la vida y la muerte conviven en cada momento. Pero nosotros hacemos ver que todo dura por siempre jamás, y nos sorprende cuando de golpe tenemos pruebas de que no es así. He estado en Vallclara, un pueblo pequeño y precioso, y por la noche, la luna, redonda y blanca, irradiaba tanta luz que podías ver. Ver las estrellas me resituaba, me hacía pensar que estar vivos es un milagro».

 

Así comienza:

“Toma aire pero se le escapa de la boca. Mi abuelo es un moribundo. Lo miro fijamente para memorizarlo, porque sé que mañana o pasado mañana ya no estará. Y por eso le hago fotos con los ojos. Como cuando era pequeña, que retrataba con los párpados a las personas que sabía que no vería más. Y eso era lo único que me tranquilizaba, porque si las retenía dentro de mí, quería decir que siempre que quisiera podría hacer que volvieran a existir. Y cuando finalmente las olvidaba no pasaba nada porque no me enteraba, y porque el olvido me protege, ya lo creo que me protege. Pero lo que os decía: no me puedo separar de él, pero necesito separarme. Y sin embargo, si me separo lo estoy abandonando, ¿verdad? Pero ¿cómo te puedes separar de alguien que sabes que no volverás a ver? Porque no me daré cuenta y ya estará enterrado en el hoyo, con la puñetera cruz de madera, su nombre picado con martillo, la fecha del primer día, la del último y el guion en medio. El guion, esa raya corta en la que se concentra la existencia. Nunca lo había observado durante tanto rato seguido, ni a él ni a nadie. Pero lo miro como si pudiese llegar a entender cómo es eso de tener cosas que hacer, que decir, y desaparecer. Que todos tus propósitos, tus inquietudes, tus obsesiones, tus manías, tus esperanzas, todo, ¿sabéis?, todo quede interrumpido. Pam. Hachazo. El árbol cae. Y que mientras con la pala te cubren de tierra, de una oscuridad parecida, o quizá de la misma, nazca un niño. Y que de un extremo al otro todo pase en un segundo. Y que yo esté ahora aquí en medio de ese segundo y, de repente, como ocurre con todos, pam, hachazo. Sí, sí, eso mismo: un día vivo, al siguiente muerto. Un día contento, al siguiente en el hoyo. Un día un chaval, al siguiente el pelo lleno de canas. Corre, corre, ve a por todo. Hachazo y abajo. Ostras, no sabéis cómo me agobia pensar en todo esto”.