La novela total según Gustavo Faverón

“Minimosca” (Candaya) es la nueva novela de este escritor peruano que vive en Estados Unidos y pertenece al país de la literatura. 

Texto: Hilario J. Rodríguez  Foto: Carolyn Wolfenzón

 

Todavía hoy no me resulta fácil olvidar el estreno de Los rubios, de Albertina Carri, una de las obras maestras del cine argentino. Es una película de 2003 que trata sobre las desapariciones durante la dictadura de Jorge Rafael Videla, entre 1976 y 1981. Cuando Albertina dirigió su película tenía treinta años. Su deseo era analizar hechos de los que había sido testigo a una edad muy temprana, pero que para ella tenían una importancia especial, porque sus propios padres desaparecieron por aquel entonces y jamás se encontraron sus cadáveres o se volvió a tener noticias de ellos. Hasta el momento en que ella dirigió Los rubios, el tema ya había sido abordado por el cine en múltiples ocasiones, casi siempre desde perspectivas históricas e ideológicas, que intentaban explicar los motivos y las dinámicas del terror. Eran películas en presente aunque tratasen sobre el pasado, películas sin temor a describir secuestros, torturas, violaciones o asesinatos, películas que miraban directamente al abismo mientras los verdugos explicaban sus razones, con la certeza de haber obrado de manera justa siempre. La perspectiva de Albertina Carri al respecto era muy diferente: su película no era exactamente un documental y al mismo tiempo tampoco era una ficción, no intentaba encontrar motivos ideológicos, ni siquiera deseaba reconstruir la desaparición de sus padres de un modo fiel y mucho menos reconstruir la época. Ella quería apelar al pasado sin moverse del presente, en busca de materiales nuevos, más emocionales que intelectuales, como si el pasado nunca desapareciese del todo, como si los muertos y los vivos en realidad viviésemos unidos en el mismo espacio, en el mismo tiempo.

Las novelas latinoamericanas habían tratado hechos similares, en diferentes épocas y países, con bastante frecuencia. No había, de hecho, un solo escritor del boom que no se midiese al menos una vez en su carrera con el tema de las dictaduras y los dictadores, no si quería ser tomado en serio. Los argentinos tenían Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato, los paraguayos Yo el supremo de Augusto Roa Bastos, los peruanos Conversación en la catedral de Mario Vargas Llosa y los colombianos El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, por poner unas cuantas. Todas esas novelas intentaban explicar la Historia con mayúscula, todas eran experimentales hasta cierto punto, todas pretendían despejar la niebla creada por el pasado y todas se caracterizaban por cierto recelo hacia las posibilidades de que llegase a haber alguna vez un futuro para Latinoamérica. Habían sido escritas para perdurar y para convertirse en modelos sobre cómo abordar acontecimientos históricos y cómo registrar la memoria, sin escatimar las distintas formas de violencia con las que se habían enfrentado los países latinoamericanos a medida que sus nuevas generaciones tenían más estudios y se volvían consiguientemente más contestatarias.

De este clima es de donde surge Gustavo Faverón Patriau, primero un periodista, luego un bloguero y finalmente, poco después de llegar al mundo académico estadounidense, un novelista. Tuvo sus años de compromiso, sobre todo con la política peruana (al final de la dictadura de Alberto Fujimori), hasta que puso tierra de por medio y transformó la política en Historia con mayúscula y a continuación en historia a secas, en relato. Por supuesto, su transformación personal fue parte de un cambio de clima y de generación en la cultura latinoamericana. El discurso hegemónico, que entendía los acontecimientos a partir de dualidades, dio paso a un nuevo discurso, más relacionado con las agendas personales. Los escritores dejaron de estar comprometidos con causas ideológicas, muchas veces relacionadas con su país de origen, y pasaron a estar comprometidos con causas de mayor alcance (como el calentamiento global, la desaparición de las especies, el deterioro del planeta, los discursos patriarcales o paternalistas, el feminismo y los discursos de género, por poner algunos ejemplos). Sin embargo, el compromiso mayor fue con la literatura, no como se había entendido hasta entonces sino con su interacción con otras disciplinas artísticas y con su capacidad para proyectarse de manera expandida, en otros soportes y contextos además del libro.

El maestro más obvio de Gustavo Faverón es Jorge Luis Borges, aunque no deje por ello de admirar a Mario Vargas Llosa, seguramente el mejor novelista peruano de toda la historia. Sus demás maestros ponen de relieve hasta qué punto él y sus compañeros de generación, como Roberto Bolaño, Rodrígo Fresán o Juan Villoro, han clausurado el nacionalismo cultural, al menos en la parte sur del continente americano. Basta con leer algunas de las tres novelas de Faverón para darse cuenta de los escasos «americanismos» utilizados en ellas, tanto léxicos como sintácticos, algo que viene propiciado por el hecho de que viva en una circunstancia lingüística diferente, en el mundo académico de lengua anglosajona. Para él, supongo, su nacionalidad ya no es peruana y ha pasado a formar parte de una comunidad de escritores latinoamericanos a la que podríamos definir como internacional, aunque ninguno de sus miembros se olvide nunca por completo de su origen. Ya no es una persona con DNI, es una persona con pasaporte. Lo que lo distingue ya no son los modismos en su uso del castellano, tampoco el exotismo de sus tramas, ni un compromiso central en su obra. En parte, es el carácter alucinatorio de los argumentos de las novelas de Faverón lo que les proporciona su carácter distintivo. A él no le interesa la retórica del realismo, tan anclado al presente que suele ser incapaz de imaginar el futuro, a veces incluso el pasado. Sus dispositivos tienen que ver con el surrealismo y con las retóricas de otras artes —especialmente el cine—, que funcionan más por montaje que por precisión. Su obra no está encerrada en el mapa, más bien se disemina por el atlas. Por eso sus tramas, y muy especialmente la de Minimosca, tienen lugar en todas partes y a todas horas, en cualquier parte del globo (aunque Europa y América tengan un mayor protagonismo) y en cualquier tiempo (aunque Vivir abajo y Minimosca parezcan proyectar sus tramas hacia y en el futuro, reinterpretando los códigos del pasado y del presente).

En realidad, las tres novelas de Gustavo Faverón hasta el momento están unidas por personajes que se repiten y tramas que se prolongan de una a otra, algo que proporciona a veces la extraña sensación de que no son tres novelas sino un único libro segmentado en tres partes. Salvando las distancias con respecto al carácter autobiográfico de Mi lucha de Karl Ove Knausgård, uno tiene la sensación de que tras El anticuario, Vivir abajo y Minimosca hay un escritor con un proyecto que va más allá de un libro, un proyecto que en principio podría considerarse una obra pero que también podría estar intentando aglutinar en torno a la literatura los materiales que nutren a todas las artes en este recién estrenado siglo y milenio. Las primeras doscientas páginas de Minimosca tienen moscas que sobrevuelan sus márgenes o los espacios entre párrafos diferentes, algo que crea un extraño efecto, como si estuviesen custodiando el cadáver de la literatura o de un tipo de literatura que comienza a emerger en el libro a partir de la desaparición de las moscas. Resumir alguno de los tres libros es una tarea titánica y acaso imposible, a no ser copiándolo por completo, tal como concebía Walter Benjamin la escritura de una crítica. No va con El anticuario, Vivir abajo y Minimosca ese afán de transformarse en novelas planificadas, a la manera de las viejas obras maestras que aspiraban a encerrar el mundo o un mundo. Son más bien novelas escritas con brújula, fruto de la determinación y del azar por igual, poco dadas a las digresiones ensayísticas que uno encontraría en una novela de Javier Marías o Mario Vargas Llosa, pero con más desvíos narrativos y más elementos  desestabilizantes en relación a la lógica argumental o a la posible lógica con la que deberían comportarse sus personajes.

Mónica Buchembald y Arturo Acchara forman el núcleo de Minimosca y podría decirse que el resto de tramas y subtramas desembocan en ellos. Su historia amorosa se lee —como si se tratase de un dispositivo cervantino— a través de un manuscrito encontrado y sus lectores son (quizás como nosotros mismos) personajes de la novela. Estamos, pues, ante un libro capaz de transformarse constantemente y al mismo tiempo de transformar a quienes lo leen, convirtiendo de ese modo la lectura en una parte esencial de su trama. Un lector no solo debe narrar, al contar a otros su argumento, cuanto lee en el libro sino también su manera de leerlo y el efecto producido por la lectura. Es, por tanto, una obra capaz de generar energía constante, desligándose de esa forma de su época, abierta a cualquier época y a cualquier cultura, convertida así en una novela total propia de nuestro tiempo, con los atributos para apelar a cualquier lector en cualquier lugar, sin importar su edad o capacidad intelectual, porque en sus páginas hay para todo el mundo gracias a la capacidad generadora de sus personajes. Mónica Buchembald es una nieta de César Vallejo, una nieta que en realidad no existió y que existe en esta novela para marcar algo así como un centro desde el cual se nutre y genera una posible novela latinoamericana. Es, por decirlo de algún modo, la representante del padre de la literatura latinoamericana. Y Arturo Acchara es un boxeador incapaz de tumbar a sus rivales de un golpe pero capaz de noquearlos recitándoles poemas de César Vallejo. En torno a ellos, crímenes, personajes de ficción y personajes reales, amores imposibles o desdichados, intentos de justicia, terrorismo y venganza. Además, dos sombras proyectándose sobre casi todos los acontecimientos: Europa y América.

Faverón explora, en Minimosca y en sus anteriores libros, cómo narrar hechos más allá del poder de las palabras. La forma a veces reemplaza en ellos al argumento. Hay investigación y sucesos, no conclusión. Se abren las unidades narrativas, que adquieren sentido por yuxtaposición de unas y otras, por montaje, no por el cierre de cada una de ellas. Sus elementos no son muy diferentes de los que se encontraban antes en otras novelas latinoamericanas, lo que sucede es que tienen una apariencia distinta. Da la sensación de que el diseño de interior de las habitaciones ha cambiado, aunque sus muebles y objetos decorativos sigan siendo los mismos. Julio Cortázar escribió en su primer cuaderno de notas: «buscar era mi destino; soy de los que salen de noche sin propósito fijo»; también a Faverón parece sucederle lo mismo. He traído a colación a Cortázar no porque en Minismosca intuya su influencia, tan solo porque sí intuyo en esta novela de Faverón y en las anteriores una especie de ligereza ocasional, esparcida aquí y allá en sus páginas, incluso en momentos de la máxima brutalidad; un sentido del humor que amortigua poderosamente el carácter sombrío, laberíntico y desesperado que impregna este proyecto literario, llamado a convertirse en uno de los más importantes de la literatura moderna.