Juan Vico, rescatador de Dino Campana
La última novela de Juan Vico, «Los regresos» (Galaxia Gutenberg), puede leerse como una suerte de biografía, autobiografía y ensayo de Dino Campana, un poeta de obra y vida breves marcadas por la marginación, el malditismo, las relaciones tortuosas y la locura.
Texto: Hilario J. Rodríguez
Los regresos, la última novela de Juan Vico, es una suerte de biografía, autobiografía y ensayo. Podría leerse como la biografía de Dino Campana, un poeta de obra y vida breves, pero repleta de efectos especiales, como la marginación, el malditismo, las relaciones tortuosas o la locura. También podría leerse como una autobiografía de Juan Vico, a quien le gusta presentarse como un cazador de historias, atento siempre a cuanto queda en los márgenes y necesita ser investigado, quizás porque para él no es posible ser escritor sin ser detective al mismo tiempo. Y cabría leerla como un ensayo sobre las voces narrativas y los puntos de vista desde los que se construye un relato, y sobre los endebles cimientos de la realidad y su supervivencia gracias a las leyendas que nacen entre sus ruinas.
Cuando uno termina la lectura de Los regresos, siente la imperiosa necesidad de conocer la obra poética de Dino Campana, aunque lo que de verdad siente es la imperiosa necesidad de leer todo lo que Juan Vico había escrito con anterioridad. No se trata, en ningún caso, de un libro que se acabe en sí mismo, sino más bien de un libro que comienza cuando uno llega a su final, un libro infinito como los que le gustaba leer a Jorge Luis Borges.
Da la sensación de que, en una época tan saturada de imágenes y en la que queda un registro hasta de nuestros actos más insignificantes, ahora ya no somos capaces de vernos a nosotros mismos si no nos buscamos a través de otros cuya pista seguimos como si fuésemos detectives. Otros de quienes apenas tenemos información y de quienes apenas quedan imágenes, pero que todavía conservan una nacionalidad, un nombre y un destino; otros que tienen lo que nosotros estamos perdiendo, confundidos entre millones de seres humanos con vidas, deseos e ideas similares. ¿Necesitamos a los habitantes del pasado para salvarnos de ese futuro sin rostro ni matices humanos que dibujan nuestros miedos hacia la Inteligencia Artificial y la posible desaparición de nuestra especie?
Pienso a menudo en la paradoja que mencionas: en ningún otro periodo histórico hemos dispuesto de tanta información sobre los demás, pero cada día constatamos que eso no nos ayuda hacer más sólido nuestro lugar en el mundo. Al escribir sobre Dino Campana decidí utilizar como hilo conductor las pocas fotografías que conocemos de él. Tenía muy claras las dos alternativas clásicas que no me interesaban: ni hacer un estudio metódico y exhaustivo del personaje y sus circunstancias (hay infinidad de trabajos académicos que ya se han ocupado de ello), ni tirar por la vía convencional de la novela histórica. En mi narración trato de sacar partido tanto de los datos contrastados como de los muchos huecos que salpican su vida, así como de las hipótesis sobre lo que pudo ocurrir, y siempre explícitamente, de modo que el lector sea consciente de lo provisional y frágil que resulta cualquier punto de vista. En un momento de la historia en que el exceso informativo nos confunde, y en el que millones de personas se creen los bulos más inverosímiles solo porque están enunciados con rotundidad, me consuela escribir y leer libros que hacen de la duda una forma de resistencia.
¿Hasta qué punto Dino Campana, el protagonista de Los regresos, podrías ser tú? ¿Te reconoces en alguno de sus atributos? ¿Tiene él alguno de los tuyos?
Suele decirse, no sin razón, que todos nuestros personajes tienen algo de nosotros mismos, por poco que se nos parezcan. Pero es difícil autodiagnosticarse en este sentido, siempre falta perspectiva. Me identifico, quizás, con su tozudez. La cuestión se complica cuando se trata de un personaje basado en una persona que existió realmente. Por mucho que mi Dino Campana sea una recreación ficcional, es imposible no adoptar una posición crítica ante los textos que a lo largo de las décadas han ido configurando su perfil vital y literario. Quiero decir con esto que el biógrafo está obligado siempre a tomar posición sobre lo que otros han dicho del personaje biografiado, y que esa posición se va a contagiar de nuestra propia forma de ver las cosas, por muy riguroso que se pretenda el acercamiento.
Su vida parece una vida a medias, truncada por el maltrato, la marginalidad y la locura, también por la mala suerte; no es, en cualquier caso, una vida para escribir a partir de ella una biografía al uso, es más bien una vida novelable, llena de espacios en blanco y de acontecimientos difíciles de entender con las estrategias del sentido común y la objetividad. Parece la vida de un personaje en busca de autor.
Me gusta esa definición. Hay múltiples sucesos en la vida de Dino Campana que parecen escenas de novela, en efecto, y a menudo nacen de su posición de marginalidad. Su madre lo rechazó cuando nació su hermano pequeño. Su padre veía en él los fantasmas de la locura familiar. En la mayoría de los colegios por los que pasó era el bicho raro. Tampoco pegaba mucho en los ambientes literarios de la época. Estaba siempre fuera de lugar. Sus accesos de locura lo hacían protagonista de anécdotas reales o inventadas, pero invariablemente llamativas. Y encima vivió una tormentosa historia de amor con una de las escritoras más famosas de su tiempo. De los periodos en los que se se aparta del entorno familiar sabemos poco, y la escasez de datos siempre propulsa la fabulación. Dino parece alguien nacido para convertirse en personaje de novela, sí.
¿En qué medida el protagonista de esta novela es un reflejo o una prolongación de los protagonistas de tus obras anteriores?
Lo es de forma clara, dado que todas mis obras de ficción incluyen personajes relacionados con la creatividad: músicos, pintores, fotógrafos o cineastas. He intentado en cada una ellas, seguro que con variable fortuna, reflexionar sobre ese impulso misterioso que nos lleva a dedicar esfuerzos absurdos para escribir un libro, encontrar una mirada original o acabar una canción. La creación artística sigue una lógica antiproductiva que me fascina, el trabajo que exige resulta, en la mayoría de casos, desproporcionado en relación con lo que aporta al creador: el reconocimiento, el beneficio económico o la pura satisfacción expresiva. Dino Campana ejemplifica a la perfección esta dinámica brutal. Vive, como la mayoría de mis protagonistas, la dimensión más frustrante de lo artístico. Pero es curioso que haya tardado varias novelas en darle protagonismo a un escritor, cuando es el tipo de creador al que los narradores recurren con más frecuencia, lógicamente. También es cierto que cuando en libros previos hablaba de música, de cine o de fotografía, estaba hablando, en el fondo, de literatura, porque seguramente es lo único de lo que podemos hablar los escritores.
Durante el período de investigación y escritura de Los regresos, disfrutaste de una beca de dos meses en la Residencia de Escritores Malba, en Buenos Aires. Dino Campana también estuvo allí, solo que en 1908, arrastrado por una incontrolable necesidad de viajar. ¿Hasta qué punto esa necesidad de viajar, propia de un dromomaníaco, contagió a tu libro? ¿Hasta qué punto, además de una biografía especulativa y una novela semidocumental, podríamos considerar el tuyo un libro de viajes? ¿Hasta qué punto escribir sobre su vida consistió en seguir el dictado de sus pasos?
Los regresos es un libro de viajes fantasmal. El rastro de las vivencias de Dino Campana se difumina a menudo debido a su movimiento constante. Podemos tener la tentación de colocarnos las gafas psicologistas y asociar su impulso de fuga con sus traumas infantiles, pero no es el objeto último de mi novela. Aunque se da buena cuenta en ella de su marginación familiar, escolar, literaria, y dedico muchas páginas a constatar que su lucha por ser aceptado chocaba siempre con su talento para no serlo, he intentado también que no hubiera explicaciones demasiado automáticas. Fuera cual fuese el origen de su obsesión con viajar, me interesa sobre todo el modo en el que eso afectó a su obra, a su relación con los demás y, en definitiva, a su visión del mundo. Su biografía es una línea ascendente de fugas que va desde las primeras ausencias de la casa familiar hasta largos y enigmáticos viajes por Italia y media Europa. Del viaje a Argentina que mencionas no se sabe casi nada, salvo algunos detalles que aparecen en sus poemas y algunas declaraciones muy poco fiables recogidas años después, cuando estaba recluido en un psiquiátrico. Son datos barnizados siempre, voluntariamente o no, de ficción.
Como Arthur Rimbaud, a quien se lo compara con frecuencia, Dino Campana fue un nómada cultural, un poeta más allá de cualquier nacionalidad y alejado de una tradición poética fácilmente identificable. ¿Fue esa falta de raíces una especie de huida propia de finales del siglo XIX y principios del XX?
Es un periodo del que me he ocupado a menudo en mis libros, y una de las cosas que más me atrae de él es lo inagotable de sus contradicciones. Dino resulta moderno y antiguo al mismo tiempo, como seguramente lo son los verdaderos renovadores. Su poesía rompe con todo lo anterior, supone un salto definitivo del siglo XIX al siglo XX, pero tiene un aliento inequívocamente atemporal, una raíz muy profunda que trasciende los límites de su tradición. En Campana se funde el simbolismo francés con Dante o Whitman, entre muchos otros autores, para crear algo diferente no solo a la literatura previa, sino también a la de sus contemporáneos. Es uno de esos autores únicos que de vez en cuando caen como meteoritos en la escena cultural de cualquier país.
La tentación de incluir a Campana entre los escritores Bartebly, de obra parca o inexistente, es obvia. Su caso no es único en la literatura italiana, donde sobresale Roberto Bazlen en el siglo XX, un escritor sin obra a quien le dedicó su novela El estadio de Wimbledon Danielle del Giudice. Tanto Campana como Bazlen me recuerdan una idea de J. M. Coetzee según la cual la gente, en general, no suele comprender que los escritores no comienzan a escribir porque tengan algo sobre lo que hacerlo, sino más bien porque inician un proceso que les permite descubrir su tema y a partir de él escribir… o no. Escribir, por así decirlo, consiste en encontrar el lugar desde donde comenzar a hacerlo.
Sin duda. A menudo el impulso que nos lleva a decantarnos por una idea, un tema, una perspectiva, no es más que un espejismo, ¿no te parece? Pero necesitamos esa chispa para que se desencadene la búsqueda, que es lo que de verdad importa. Por eso, cuando acabamos un libro y tenemos que comunicar sintéticamente en qué consiste su propuesta, nos sentimos bastante frustrados, es como fingir que volvemos a un estado previo que apenas recordamos. Solo hay una forma de explicar realmente un libro ya escrito: leyéndolo. Cualquier intento de devolverlo al impulso original o de embutirlo en un resumen da como resultado una caricatura de lo que es, aunque por supuesto no exista otro modo de presentarlo al mundo. Me pregunto si no nos atraen en parte los personajes sin obra, o con obra prematuramente interrumpida, porque subrayan este desajuste feroz entre autor y público, entre creatividad y mercado.
A menudo, las circunstancias y la locura se alían para impedir la escritura, como le sucedió a Campana, cuyo único libro publicado vio la luz después de muchos titubeos, de internamientos en manicomios, de estancias en prisión, del extravío de la primera versión (encontrada casi medio siglo después) y de su reescritura, siguiendo unas cuantas notas y a su memoria, seguramente tan caprichosa como su extravagante carácter. También sucede a veces que un escritor potencial se adentra en el sistema escritural del mundo, que lleva auto escribiéndose desde hace mucho tiempo, y queda paralizado en el interior de ese mecanismo, que en un segundo puede producir más escritura sobre una obra de William Shakespeare que la propia obra en sí misma. Escritores paralizados, lectores paralizados. La literatura es energía, pero también parálisis. En ese sentido, ¿Campana podría verse como una fuente de energía y parálisis?
Campana es pura entropía. Todos sus actos parecen un derroche de esfuerzo. Sus peripecias son variaciones de hechos que se encadenan de forma obsesiva y siempre frustrante: su paso por diversos colegios, sus numerosos fracasos universitarios, sus eternos viajes a ninguna parte, sus continuos regresos a su pueblo natal, el enfrentamiento con todas las formas de autoridad imaginable… Incluso su único libro tuvo que escribirlo dos veces, como se explica en la novela. Su famosa relación sentimental con Sibilla Aleramo se nutre asimismo de constantes peleas y reencuentros, de cartas obsesivas que se complementan o se anulan entre sí, de huidas y de persecuciones. Es una vida a trompicones que desemboca en esa parálisis a la que aludes, es decir, en el cese de la escritura y en el encierro.
Dejando de lado las comparaciones obvias y reiteradas entre Rimbaud y Campana, tu libro me recordó a muchos otros poetas malditos, pero sobre todo a José María Fonollosa, con cuya poesía no tiene nada en común y a quien, sin embargo, le hermana un periplo por Latinoamérica. Me recordó a Fonollosa y a Constantino Cavafis y a Fernando Pessoa, grandes poetas del siglo XX a quienes son otros quienes los rescatan del olvido. ¿Es la palabra «rescate» algo propio de la poesía a partir del siglo XX?
Siempre es tentador reivindicar nombres olvidados o medio olvidados, supongo que el rescatador se siente como un justiciero poético. Precisamente el otro día un profesor italiano me recordaba el papel de Antonio Tabucchi (autor, por cierto, de un cuento sobre Dino Campana) en la recuperación de Pessoa; ni los grandes nombres están a salvo de las modas o del puro azar. Los libros aparecen y desaparecen de los gustos o del conocimiento general de forma impredecible, y ahí es donde entran en acción esos apasionados lectores que se empeñan en que el público centre de nuevo su atención en un fantasma del pasado. También ellos, los rescatadores, se han acabado convirtiendo en protagonistas de películas y libros, la maquina de la ficción no desaprovecha nada. A Campana, en cualquier caso, se lo ha traducido poco al castellano; ojalá mi novela anime a alguien a reeditar su obra entre nosotros.
Tengo curiosidad por saber hacia dónde se dirigen ahora mismo tus pasos literarios.
Estoy ultimando la escritura de un nuevo ensayo, en la línea de mi anterior trabajo, La fábrica de espectros, pero ampliando la perspectiva más allá de la imagen cinematográfica. Es un proyecto ambicioso que me ha tenido ocupado bastante tiempo y del que espero poder dar pronto más detalles.