Juan Gabriel Vásquez: “Vivimos en un mundo de tribalismos, de clanes, de burbujas impermeables”
El escritor colombiano acaba de publicar “Los nombres de Feliza” (Alfaguara), donde se zambulle en los secretos de la escultora Feliza Bursztyn.
Texto: Pere Sureda
El 8 de enero de 1982 la escultora colombiana Feliza Bursztyn murió en un restaurante de París. En el momento de su muerte repentina la acompañaban su marido y cuatro amigos. Uno de ellos era Gabriel García Márquez y publicó días después un artículo donde decía: «Murió de tristeza». En Los nombres de Feliza (Alfaguara) Vásquez parte de esas palabras para zambullirse en su vida.
“Basada en hechos reales”… Sin embargo, el escritor Enrique de Hériz nos dejó escrito que “Nada exige tanta exactitud y tanto conocimiento como la invención”.
Estoy de acuerdo con lo que decía Enrique de Hériz. Lo que he hecho en Los nombres de Feliza es llevar un paso más allá (o dos, si quieres) lo que había comenzado en Volver la vista atrás. Es decir, usar la ficción para inventar un personaje que existió en realidad.
Pero hay una diferencia esencial…
Por supuesto, y es que en la novela anterior pude contar con la voz y el testimonio de Sergio Cabrera, y hacerle ciertas preguntas y pedirle ciertas aclaraciones, mientras que en ésta se trata de interpretar a una mujer que lleva más de 40 años muerta. Esto exigía un esfuerzo de imaginación más intenso, un acto de penetración de una realidad ajena más remota. ¿Qué hubiera pensado Feliza en tal o cuál circunstancia verdadera, qué hubiera sentido, qué palabras hubiera pronunciado? Para interpretarla bien fue necesario un conocimiento profundo de los hechos de su vida y también una compilación exhaustiva de testimonios de otros. Pero en el fondo todo se reduce a lo mismo: tratar de interpretar la vida moral y emocional –la vida invisible– de una persona que no soy yo. Y esto es lo que hacen todos los novelistas todo el tiempo.
Inventar los diálogos y los pensamientos de ese personaje parece la parte más compleja de una invención verosímil…
Es tremendamente difícil y creo que es la parte menos apreciada del arte de la novela. Pero eso es lo que hacen los novelistas, ¿no? Henry James aconsejaba al novelista ser alguien “para quien nada se pierde”. Uno va con la atención despierta, observando a los demás, poniendo todos los recursos de la memoria y de la imaginación en la tarea difícil de leer a los demás e interpretarlos, y si tiene suerte puede entrar tanto en el punto de vista de otra persona que acaba sintiendo el mundo como lo sintió ella. Hay ayudas necesarias, claro, y uno hará mal en desaprovecharlas. Yo he leído incontables entrevistas de Feliza para saber cómo hablaba, qué palabras le gustaban, qué personajes ponía en escena (todos ponemos en escena un personaje todo el tiempo). También he acudido a los que la conocieron y he recopilado sus impresiones y he tratado de saber por qué la ven cómo la ven. Y luego hay que construir al personaje desde dentro. Cuando hablaba de cómo había escrito Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar decía que había querido hacer desde dentro lo que los arqueólogos habían hecho desde fuera. Sí, eso es.
Si somos fieles al texto que aparece escrito por García Márquez, tu personaje murió de tristeza en un restaurante de París. ¿Cómo haces para que los lectores nos creamos que murió de tristeza, literariamente hablando?
Bueno, mi intención no es convencer al lector de que García Márquez tenía razón, sino contar la raíz de un misterio y luego lanzarme a resolverlo. La novela, en ese sentido, es una investigación en los secretos de una vida ajena. Creo que es lo más cerca que he estado de llevar a la realidad mi idea de que el novelista es, entre otras cosas, un historiador de las emociones. El lector asiste a mi investigación sobre la vida de Feliza Bursztyn para saber si es cierto que murió de tristeza, y qué significa eso. Trazar la historia de esa tristeza es para un novelista lo que para un historiador es trazar la historia de un episodio: el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, por ejemplo, o la Revolución cubana.
Me interesa el París que describes en esta novela. Quizás haya invención, pero tengo la tentación de preguntar cuanto de ese París es un París más tuyo que de Feliza…
Esta novela es como el pago de una deuda con París, una ciudad que para mí ha sido tremendamente importante pero que sólo ha tenido protagonismo en mis cuentos, nunca en mis novelas. Pero Los nombres de Feliza empezó en París, porque fue allí donde leí, en 1996, el artículo de García Márquez que es la primera semilla de mi interés por Feliza. Me tomó 27 años escribir la novela porque no sabía cómo hacerlo, pero en estos años el nombre de Feliza aparece aquí y allá en mis novelas. En Las reputaciones, una novela de 2013, el caricaturista Mallarino hace un dibujo sobre el arresto de Feliza en 1981; en Volver la vista atrás, novela del 2021, Sergio Cabrera camina frente a una escultura de Feliza en Bogotá. Mientras todo eso pasaba, yo trataba de averiguar cómo se cuenta esta novela. Y descubrí que tenía que contarse desde París, la ciudad donde Feliza aprendió a esculpir en los años 1950 y donde murió en 1982. Y vine a París para escribirla con la sensación de que se estaba cerrando un círculo. Estuve tan cerca del personaje que mi París personal casi no existió. Si hasta llegué a hacer un taller de escultura en la misma academia donde estudió ella, para saber qué había visto y acercarme a lo que había sentido… Por suerte, algunos lugares de esta ciudad no cambian nunca.
Leemos en el libro unas palabras que recuerda Feliza: “El mundo nos hiere, nos persigue, nos envilece”. ¿Esas palabras no son también gritos, avisos que el narrador asume cómo propios y los quiere esparcir al mundo?
La ficción, tal como la entiendo, consiste también en eso: es un acto de habitación del otro, de invasión de una conciencia ajena. Y eso implica apropiarnos también o sobre todo de su malestar y sus desacuerdos con el mundo.
¿Y hasta qué punto no te contamina a ti, en tanto escritor, felizmente humano?
Si no me contamina de alguna manera, si permanezco indemne, la ficción no tiene mucho sentido. La ficción tiene sentido por el tipo extrañísimo de conocimiento que proporciona, un conocimiento del mundo interior de otro ser humano que no se encuentra en una biografía por más maravillosa que sea. Marguerite Yourcenar hablaba de “magia simpática”: eso es lo que le permitió a ella, mujer belga del siglo XX, meterse en la cabeza y en las emociones de Adriano, hombre romano del siglo II. Si no hay contaminación, no hay nada.
¿Esa es una manera de comprometerte con el mundo y sus defectos?
Bueno, creo que nadie escribe novelas si está satisfecho con el mundo. Y la exploración de un mundo pasado, sobre todo cuando hubo en él daños y sufrimiento, es una manera de preguntarnos por el presente. Y también por el futuro, por supuesto. Yo he querido en todos mis libros identificar las razones por las cuales mi país es incapaz de salir de los ciclos de violencia que nos han agobiado siempre o casi siempre. Mis novelas están escritas desde un presente que viaja hacia un pasado para investigar, para hacer preguntas. La idea es volver con algún tipo de iluminación o de conocimiento nuevo. Sí, no me parece descabellado decir que sea una forma del compromiso: con las asperezas del mundo, con nuestra imperfección y nuestras vulnerabilidades. Lo que cuento en mis novelas le puso haber pasado a cualquiera, en España, en India o en donde sea.
¿Hay momentos en la literatura en los que hay que posicionarse y tomar partido?
En la literatura –entendida aquí como la literatura de ficción– nunca hay que tomar partido. La ficción es lo contrario de la toma de partido: es el esfuerzo por contar el mundo, un mundo, desde todos los lugares a la vez, todas las opiniones, todas las moralidades, todos los valores. Por más contradictorios que sean. En eso radica su valor. El novelista es un ciudadano, claro, y como ciudadano puede tomar partido. Yo sé que yo lo hago, y ahí están mis quince años como columnista de opinión. Pero la novela es un intento de abandonar toda certidumbre. Es así como la novela piensa y produce conocimiento: abandonando nuestra necesidad de certezas, entrando en las zonas grises donde la vida humana es ambigua, contradictoria e incierta, más hecha de preguntas que de respuestas.
Mientras avanzo en la lectura, aparece, la política. Hay momentos de una gran sucesión de información, y a la vez de desinformación, como suele ocurrir. ¿Hemos aprendido a respetar los silencios?
No parece, ¿verdad? Feliza Bursztyn vivió tiempos en que alinearse ideológicamente era obligatorio. Si no estabas con los unos, estabas con los otros. Mis conversaciones con los testigos de esos tiempos me han convencido de que vivimos algo parecido, pero mucho más exacerbado por los mecanismos de las redes sociales. Vivimos en un mundo de tribalismos, de clanes, de burbujas impermeables, y hemos perdido la capacidad para entender lo que ocurre en la burbuja ajena. Políticamente, la incapacidad para imaginar la realidad interior de otra persona es un problema mayúsculo. Y así nos va.
Me interesa que me cuentes desde tu visión de escritor por qué la revolución cubana tuvo en su momento tantas personas que la vieron como el paradigma de la felicidad. ¿Qué sucede para que los humanos inteligentes olviden su capacidad de análisis crítico y se dejen arrastrar por sus sentimientos?
Bueno, no voy a hacer un análisis exhaustivo de la revolución cubana en este espacio, ni de los idealismos que marcaron el siglo XX, ni de nuestra relación tan compleja con las utopías y el viejo proyecto de cambiar el mundo, ni de cómo el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. La revolución cubana ha sido un fracaso, y un fracaso doblemente triste porque se insiste en él a pesar del sufrimiento evidente que ha dejado en su estela y que sigue dejando. Pero es imposible no entender de dónde salió: salió de la indignación o la rebeldía que produjeron la opresión, la injusticia y la desigualdad rampante. En general siempre he desconfiado de esas visiones absolutistas de las sociedades, pues parten del mismo punto: la convicción de haber descubierto todo lo que es necesario hacer para llegar al bienestar de todos. Y los seres humanos somos mucho más complejos y contradictorios, y nuestras sociedades son mucho más diversas en sus objetivos y sus fines. Traté de explorarlo en Volver la vista atrás, y en este libro salieron de nuevo esas preguntas.
Hay momentos y diálogos que me metieron más todavía en la novela. ¿Son los personajes el resorte ineludible para hablar con el lector?
Eso es lo que se llama el lenguaje de la novela, ¿no? Así es como la novela piensa la realidad: convirtiéndola en algo concreto y sensorial. El prólogo de El negro del Narcissus, que se escribió hace casi 130 años, lo decía muy bien: la tarea del escritor es “haceros sentir, haceros oír, haceros ver”. Una novela es entre muchas otras cosas un intento por rescatar, del flujo de nuestra experiencia, una serie de momentos concretos. Se trata de rendirle homenaje al mundo de los sentidos. Los novelistas que más me importan son los que me dejaron una memoria tan vívida que no se distingue en mi mente de mis propias experiencias. Yo sé a qué sabe el arsénico que se toma madame Bovary. Yo sé cómo se siente en la mano el descubrimiento del hielo. Yo sé cómo es caminar por Londres para ir a comprar flores. Cuando estaba escribiendo esta novela sobre una escultora que aprende a trabajar el barro en una academia de París, me inscribí en clases de escultura en esa academia para poder entender lo que tal vez no podía entenderse de otra forma. Y así transmitirlo en la ficción. Pero para mí es cada vez más claro que un novelista es capaz de juzgar sus intenciones, no sus resultados. Yo sigo creyendo en la literatura en general y en la novela en particular como un espacio donde ocurren y han ocurrido cosas importantes, y quiero escribir libros que estén a la altura de ese lugar que le asigno a la literatura en mi mundo. Más allá de eso, lo que le da forma a una obra es la obsesión: la obsesión por saber lo que no sabemos, por vivir las vidas que no hemos vivido, por explorar un aspecto que nos inquieta especialmente de eso tan vasto que es el ser humano.