Jesús Carrasco: “A las personas mayores las arrumbamos de la misma manera que arrumbamos un envase de plástico de un solo uso”

Tras algunos años sin publicar, algo bastante raro hoy en día, cuando se exige a los escritores una productividad incesante, Jesús Carrasco vuelve a las librerías con Llévame a casa (Seix Barral).

 

Texto: Anna María Iglesia  Foto: Mario Krmpotic

 

Que nadie espere una novela similar a Intemperie. En Llévame a casa, Jesús Carrasco cambia completamente de registro para contarnos la historia de un hombre de mediana edad que, tras años viviendo en Edimburgo, lejos de ese mundo rural en el que creció y al que ha querido dar la espalda, regresa para cuidar a su madre, una mujer mayor que está perdiendo la memoria.

Se podría decir que te has tomado tu tiempo para esta novela, lo habrás disfrutado…

Sí es verdad que me lo he tomado con calma, pero no he disfrutado demasiado de la escritura. De hecho, ese tiempo de calma ha sido también un tiempo de lucha. Publiqué Intemperie en 2016 y ese verano me fui a vivir a Escocia, experiencia que me tenía que servir para tomar distancia y también para no tener toda una serie de compromisos que te interrumpen a la hora de escribir. En los tres años que estuve en Escocia escribí dos novelas, pero no funcionaban. Y ha sido al volver a España, justo antes de la pandemia, que comencé a escribir Llévame a casa y salió del tirón. Y sí, durante su escritura disfruté, me dejé llevar sin pensar en ningún tipo de condicionamiento y estoy más que contento con el resultado.

¿Cómo ha influido el hecho de que tú mismo te fueras a Escocia a la hora de escribir una novela precisamente en torno a un hijo que, tras años en Edimburgo, regresa para cuidar a su madre?

Estando en Edimburgo, me encontré con el escritor Javier Montes y, hablando con él, le comenté que estaba escribiendo una novela ambientada netamente en Escocia. Y él me comentó que necesitaba tomar distancia geográfica y temporal antes de poder escribir sobre algo. En ese momento discrepamos, pero con el tiempo le he terminado por dar la razón, pues me he dado cuenta de que esa distancia es necesaria. Quizás para un periodista la experiencia es distinta; necesita acudir al lugar de la noticia, escribir desde allí. Sin embargo, la novela necesita un filtrado y también una especie de sedimentación que solo lo puede dar el tiempo y la distancia. Por tanto, alejarme y volver ha sido clave para poder escribir sobre lo que conozco, porque, cuando uno está fuera, reconsidera sus relaciones familiares y comienza a darse cuenta y a apreciar cosas de las que antes se quejaba.

Decías en una entrevista que esta no es una novela positiva, pero sí una novela que va hacia la luminosidad. ¿Es el relato de una toma de conciencia?

Sí, asocio estos dos términos, luminosidad y conciencia. Cuando hablo de luminosidad no hablo de optimismo y tampoco de felicidad, sino de toma de conciencia. Ser conscientes significa estar vivos, puesto que solamente siendo conscientes vivimos la vida en todos sus sentidos, amamos, disfrutamos de lo que nos rodea, pero también asumimos los límites. Ser consciente es darse cuenta de todo. Y, efectivamente, el vector del libro es el movimiento desde la inconsciencia hacia la toma de conciencia, desde la irresponsabilidad a la adquisición de responsabilidad y, también, desde la falta de amor al amor.

Cuando nuestros padres envejecen, los papeles se invierten y nosotros, los hijos, debemos tomar conciencia de que ya no somos nosotros los que vamos a ser cuidados, sino que tenemos que cuidarlos a ellos.

Es que la responsabilidad de los padres a los hijos es atávica. Hay una especie de mandato biológico que hace que los padres protejamos a nuestros hijos de forma instintiva, no tanto racional. Sin embargo, en la responsabilidad de los hijos hacia los padres interviene la ética: ellos nos lo han dado todo, nunca nos van a pedir que les cuidemos, pues no está en su ADN, pero está muy bien que lo hagamos de la mejor manera posible. Es cierto que hay padres e hijos que no desean cuidarse y padres que no quieren que sus hijos se involucren en sus últimos años de vida. Esto es algo que he visto con frecuencia en Escocia, donde hay mucha distancia social y donde muchos padres preferían mantener la independencia antes de ver cómo sus hijos se implicaban en su día a día. También es cierto que ahí la ayuda social llega hasta el último rincón de la casa.

¿Se podría decir que esta responsabilidad hacia los padres es nueva? Es decir, cuando el núcleo familiar se componía de nietos, hijos y abuelos, el cuidado de los mayores era algo natural, no había que tomar conciencia de ello.

Esto que comentas tiene mucho que ver con la fijación a la tierra. Hasta cierto momento, en España y en casi todas las sociedades, la fuente de ingresos estaba muy localizada en un determinado territorio, en torno a una explotación ganadera, a un campo de cultivo o a una pequeña industria. La movilidad era nula. Y aquí en Sevilla, todavía hoy, me puedo encontrar una fábrica de sombreros que lleva traspasándose de generación en generación, siendo así el núcleo de toda la vida de una familia. Sin embargo, en la medida que nos hemos ido atomizando y distanciando, este núcleo familiar se ha roto y, ahora, nos encontramos con que, cuando nuestros padres llegan a viejos, nosotros ya no vivimos con ellos. Ya no hay una casa, un territorio o un trabajo que nos une a todos en un mismo lugar y, por tanto, cuando nuestros padres nos necesitan porque se han hecho mayores, nosotros estamos a kilómetros de distancia. Y esto nos obliga a afrontar nuevos retos y nuevas cuestiones éticas, como la que se hace el personaje: Si a mi padre le detectan un cáncer y yo estoy a kilómetros de distancia, ¿qué hago? Esta es una pregunta que yo mismo me hago y que creo que es muy contemporánea.

Este dilema en torno a qué hacemos con nuestros mayores se ha hecho particularmente relevante durante la pandemia.

Esta coincidencia con la actualidad es casual, porque, como te decía antes, escribí Llévame a casa antes de la pandemia y del confinamiento, periodo en el cual me he dado cuenta de algo que ya venía sospechando desde hace mucho tiempo: se ha relegado a los mayores a un rincón, los hemos sacado de la escena y, en el mejor de los casos, los hemos recluido en el ambiente familiar. Esto antes no pasaba. La persona mayor tenía un prestigio social del que hoy carece. Hoy, sin embargo, están fuera de la escena. Es como si les molestara a la modernidad y este hecho lo asocio a una lógica muy perversa del capitalismo: puesto que ya no son productivos, los arrumbamos de la misma manera que arrumbamos un envase de plástico de un solo uso o de cualquier objeto que no vaya a favor de la lógica del capital. Me parece indigno aplicar esta lógica al ser humano. Y estaría bien que nos diéramos cuenta de ello, sobre todo porque, antes o después, también nosotros seremos mayores y también seremos víctima de ese arrinconamiento.

Al respecto, el protagonista se aleja de casa para buscar la modernidad y la encuentra en Edimburgo. En este sentido, la novela se construye en torno al eje norte-sur, entendiendo el norte como lo moderno y el sur como lo tradicional y familiar.

Efectivamente, este es uno de los ejes de la novela y refleja las ensoñaciones del protagonista, que proyecta todos sus deseos en el norte, en lo verde de Escocia, en un mundo supuestamente moderno y contemporáneo, en contraposición a su lugar de origen. Luego está otro eje, el madre-hijo. En el regreso que yo propongo, en la primera semana confluyen ambos ejes: está el regreso a un territorio y también el regreso junto a su madre, a quien en realidad no conoce. De ella da por hecho muchas cosas, pero apenas sabe nada de ella. Y, a lo largo de la novela, gracias a pequeños detalles del día a día, el protagonista se da cuenta de lo poco que conoce a su madre. Con los años, yo también me he acercado a mi madre, sobre todo a partir de convertirme en padre, y ahora mantengo con ella conversaciones que nunca había tenido.

En el fondo, es necesario alejarse, e incluso romper con lo que se deja atrás para luego, poder regresar.

Esto es algo que está inscrito en los genes de casi todos nosotros. Es necesario romper el círculo de protección que te ofrece el núcleo familiar para trazar tu propio camino y, consecuentemente, para inaugurar tu propio núcleo, siendo consciente de que, con el tiempo, también tus hijos se disgregarán y se alejarán de ti para construir su propia fuerza. Cuando un cohete despega lo hace con una fuerza enorme y, sin embargo, cuando alcanza el universo no es más que un minúsculo punto en medio de la inmensidad. Algo similar pasa con las personas y es inevitable. En el despegue siempre hay algo de violento. Además, para poder regresar, antes es necesario haberse ido. Hay que irse para comprender, para dar vida, para reunirte con quienes dejaste atrás… Hay un momento en la novela en el que se dice que la madre se tapa el vientre, que es el lugar de dónde vienen los hijos, pero también el lugar donde los hijos golpean con más fuerza. En esta imagen se resume lo que estamos diciendo.

Y se resume también en cuán crueles puede ser los hijos con los padres, aunque sea de forma involuntaria.

Es por inmadurez, por irresponsabilidad, por falta de conciencia… Y es que no es fácil tomar conciencia de lo que te rodea y es natural que, cuando eres adolescente y empiezas a construir tu lugar en el mundo, lo hagas por oposición. Esta rebeldía, llevada bien y conducida por los padres en favor de la independencia de los hijos, me parece necesaria. Solo cuando ya te has encontrado y has encontrado tu lugar en el mundo, te das cuenta de que ese oponerse a todo no tiene sentido y es entonces cuando regresas, cuando comprendes a tus padres y te reconcilias con ese entorno del que te has alejado.

El reencuentro entre madre e hijo se produce a través de objetos y olores cotidianos, como la botella de gaseosa o el olor a coliflor.

Esto que comentas tiene que ver con una conversación que tuve hace algunos años durante un Biblioteca Breve con Jenn Díaz, que es una autora que me gusta mucho. Ella me hablaba de Natalia Ginzburg y de la idea de lo doméstico en literatura. Una parte de mi novela tiene que ver con esa división del espacio entre lo doméstico y aquello que sucede fuera de casa. Dentro de la casa, lo que suceden son cosas cotidianas y lo cotidiano es un vaso de nocilla, la taza de desayuno de tu infancia, el agujero en la puerta que hizo tu hermano cuando aprendía karate…Es decir, lo cotidiano son marcas de vida que fuera de casa no tienen significado, pero que dentro configuran un universo entero. Y para Llévame a casa quería que el paisaje fuera precisamente este: la casa, el vaso de Nocilla, una esquina rota de la mesa de aglomerado… Ahora el paisaje no es esa llanura solitaria de Intemperie, sino un hule. Me gusta mucho que, como escritor y como lector, la literatura me ofrezca la posibilidad de observar aquello que, a priori, no tiene trascendencia, como un objeto sin importancia o un gesto trivial, y dotarlo de un sentido.

Y en ese hule o en esa taza se inscribe la memoria del protagonista.

Sí, pero no solo eso. También le sirven para que su madre recupere parte de la memoria y, por tanto, su identidad. Los objetos se convierten en una especie de puente entre la conciencia y la inconciencia creciente de la madre. El protagonista tiene la esperanza de que cualquier objeto pueda servir a su madre como ancla con la realidad.

Y es que, en el fondo, estamos delante de dos personajes “desmemoriados”: el hijo tiene que recuperar los recuerdos, mientras la madre los va perdiendo.

Sí, es verdad. Y la novela cuenta cómo se reencuentran estas dos desmemorias. En este sentido, el coche juega un papel clave: es el espacio de intersección de ambas memorias, puesto que es un objeto compartido y uno de esos códigos familiares que todos reconocen. Además, el coche familiar es algo que nos remite a todos a nuestra infancia, a cuando los coches duraban treinta años y se asociaban a la felicidad, algo que les sucede también al protagonista y a su familia. Para ellos, pertenecientes a una clase media, es símbolo de felicidad, remite a esos domingos de excursión al río con una fiambrera entre las piernas.

El ámbito doméstico ha sido abordado sobre todo por las mujeres. ¿Cómo te acercaste a él?

Mi interés por lo doméstico nace de mi necesidad por adquirir una sabiduría que no tengo y que no me ha llegado por mi condición de hombre. Me refiero a que quería poder acceder a los detalles y la riqueza de lo doméstico y lo he podido hacer solo gracias a las mujeres, conviviendo con ellas: con mi madre, con mi mujer, con mis hermanas, con mi suegra… La historia ha confinado a las mujeres en el espacio doméstico, excluyéndolas de ese mundo teóricamente de hombres, pero lo doméstico las ha dotado de una riqueza y de un conocimiento imprescindible para todo ser humano. Yo quiero ver crecer a mis hijas, yo quiero saber cómo hacerle una coleta a mi hija… quiero ser partícipe de todo ello, pero antes hay que conocerlo y yo lo he empezado a conocer solo siendo adulto. Y ahora quiero formar parte de lo doméstico y, sobre todo, de ese mundo de los afectos en el que, por una razón o por otra, no hemos entrado.

Podríamos decir que Llévame a casa es una novela que cuenta lo que sucede cuando no sucede nada.

El día a día no tiene nada. Cuanto antes descubramos que la vida es muchas veces aburrida, mejor. Además de ser un goce, el arte nos permite observar la realidad desde puntos de vista ajenos al aburrimiento y que, por tanto, rompen con nuestra mirada cotidiana. Un artista es aquel que nos propone una mirada atravesada y esquinada de la realidad y nos permite observar el sentido de aquello aparentemente sin importancia.

En más de una entrevista has hablado de la influencia de una novela como Stoner.

Stoner es un prodigio. Sin quitarle interés a las grandes epopeyas y a las actitudes heroicas, lo que hace Stoner es detenerse sobre la aburrida vida de un profesor de Missouri para, luego, otorgarle una grandeza y una intensidad únicas. Yo me he emocionado leyendo Stoner, pues terminas identificándote con ese personaje a quien, en realidad, no le pasa nada. Y, a través de él, descubres que no hacen falta grandes aventuras, sino que la vida es de por sí fascinante si la observas con la lupa adecuada. Y creo que la pandemia nos ha abierto una puerta ante todas las pequeñas cosas a las que no prestábamos atención. Hemos dirigido una mirada mucho más generosa hacia nuestra casa, que, para muchos, era un simple lugar de paso, donde dormíamos y comíamos y poco más.