Enemigo a las puertas o «Palabros Reloaded»
¿Por qué renunciamos a leer y nos vanagloriamos de ello?

Texto: Nahir Gutiérrez Foto: Asís G. Ayerbe
Tengo sentimientos encontrados. No entraba en mis planes hablar —tan tarde y otra vez— de la polémica de María Pombo y su cierto desdén infinito por la lectura, o por el hecho de leer. Por otra, desde que ocurrió e intento seguir esquivando el tema, tropiezo a cada paso con artículos, o posts en Instagram, o tuits, que me lo recuerdan y lo vuelven a poner sobre el tapete. Me queda claro que nuestros teléfonos nos escuchan. Pero lo que me llega no habla directamente sobre ella y su desafortunado (según todos menos ella) exabrupto, sino que es como el fondo de un cuadro, los brochazos alrededor de la naturaleza muerta.
De modo que me dispongo a coser el patchwork de esta página a ver si todos ven conmigo la misma imagen de conjunto. El retal negro con una raya oscura encierra el concepto de “analfabetismo funcional”, que viene a ser haber aprendido a leer para leer solo los horóscopos; o, lo que es lo mismo, no comprender un enunciado de un problema en una prueba de matemáticas o ser incapaz de aprobar el examen teórico del carné de conducir. No lo digo yo, lo dice la DGT: la tasa de aprobados en primera convocatoria ha caído un quince por ciento de diez años a nuestros días. Estos datos tienen correlación directa con el calamitoso resultado del Informe PISA en lo que a comprensión lectora se refiere.
El retal verde con topitos amarillos tiene “cultura snack”, término que aprendo de un sociólogo y profesor en Instagram, que a su vez cita a Jean Pierre Le Gof y su “barbarie edulcorada.” Ambos apuntan a la preponderancia de lo breve, el reel frente a la peli, el relato reducido a emoticono, el rechazo sistemático a lo complejo: la golosina que se traga sin masticar.
“La cultura snack —dice— no es solo entretenimiento, es un mercado que captura lo cotidiano, lo humano, y lo vuelve consumo”. Esto sería como haber aprendido a comer para alimentarse únicamente de palomitas y saber usar solo el microondas. Promueve una forma de atención discontinua y dispersa, poco compatible con la lectura reflexiva y sostenida. Por su parte, la “barbarie edulcorada” hace referencia a la banalización de la cultura, la reducción del pensamiento a eslóganes y, de nuevo, el predominio de lo superficial sobre lo profundo. Una forma de decadencia cultural que, lejos de ser percibida como peligrosa, se presenta con un barniz simpático, divertido, en cualquier caso, inocuo.
No sé ustedes, pero yo, si uno los puntos, si hilvanamos ese patchwork, la barbarie edulcorada sería el escenario sociocultural donde lo banal se presenta como aceptable; la cultura snack, el mecanismo de transmisión de esa banalización; y el analfabetismo funcional, el resultado social que impide a la gente detectar la pobreza cultural de lo que consume. Y pegado a ese retal hay otro, con la expresión “creencia de lujo”. Una creencia es de lujo cuando solo quienes tienen suficiente estatus o recursos pueden sostenerla sin sufrir sus consecuencias. La lectura es el ejemplo por excelencia: si tu entorno te brinda cultura y oportunidades, renunciar a ello no es una decisión neutral, es limitante y empobrecedora.
Y el retal más feo de todos es el de nuestra sociedad premiando esa estulticia, porque lo que cobran algunos de esos influencers por el volquete de irritante trivialidad que vierten en sus contenidos en RRSS no hace sino reforzar dos sentimientos igual de perniciosos para las generaciones en crecimiento y las venideras: el aspiracional —mamá, yo de mayor quiero ser influencer— y el derrotismo y la desazón más descorazonadores a la hora de otear el futuro cercano.
Por favor. Dejémoslo todo y pongámonos con esto. Se nos está yendo definitivamente de las manos. Y ni siquiera ha hecho falta mentar la IA.





