El momento del adiós de Mercè Rodoreda

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Mercè Rodoreda, autora de «La plaça del diamant», tomó el camino del exilio pensando que volvería en dos meses y no regresó hasta 33 años después.

Texto: Antonio ITURBE  Ilustración: Alfonso ZAPICO

 

L’Empordà (Girona),  enero de 1939

 

Mercè es de las últimas en subir al vehículo que temblequea con el motor en marcha y lanza una nube de humo negro por el tubo de escape. Ha tenido que volver en el último momento a dentro de la casa, Can Perxés, una masia enorme que esos días ha quedado pequeña con toda la gente que ha llegado de toda Cataluña, muchos de Barcelona como ella, para reunirse y dar el salto al otro lado de la frontera.

Ha tenido que regresar dentro porque se había olvidado su pijama. Es un pijama bonito que compró en Barcelona antes de que la guerra lo torciera todo y la belleza quedara desterrada. No quiere renunciar a él, no quiere renunciar a la coquetería ni a la sonrisa. Ya sabe que algunos de los que han compartido las incomodidades y penurias de esos cuatro días en la casa la miraban con reprobación. Escuchó a un intelectual con aspiración a esa inmortalidad inútil de las enciclopedias preguntar a otros en un corrillo que de qué se reía esa chica. Ríe porque no quiere resignarse. No quiere estar triste. No quiere ni nombrar la palabra exilio. Está convencida que su salida de España será cosa de un par de meses, hasta que todo vuelva a su cauce. Tal vez por fin intervengan las potencias extranjeras y pongan en su sitio a ese general con voz de pito y manos ensangrentadas.

Pero ahora hay que irse. Ella no es una persona política ni milita en ningún partido. Su madre le ha dicho que es mejor que se marche un tiempo. Al fin y al cabo, ella tan solo ha ejercido de periodista y escritora, es miembro de la Associació d’Escriptors en Llengua Catalana y últimamente secretaria de la Institució de les Lletres Catalanes, ejerciendo de asistente despistada de Joan Oliver, que le pedía papeles que nunca era capaz de encontrar en medio del desorden. La guerra lo desordena todo. Esos últimos meses ya nadie tenía la cabeza en el trabajo: los bombardeos, el racionamiento, la angustia… la sombra iba cayendo sobre Barcelona.  Aunque quizá su madre tenga razón y sea mejor que por ahora se quite de en medio, porque también ha trabajado como correctora de pruebas en el Comisionado de Propaganda republicana, donde se elaboraban los folletos y octavillas que se mandaban al frente para mantener alta la moral de los soldados. O intentarlo.

Le parece una metáfora melancólica de todo lo que está pasando que el vehículo que los conduzca desde el pueblo de Agullana hasta la frontera de Francia sea un bibliobús:  una biblioteca rodante que se ha vaciado de libros para llevar a escritores, intelectuales y algunos políticos cesantes camino de un destino difuso. Francia está muy cerca. Hasta Le Perthus no hay más que 10 kilómetros. Pero esa distancia le parece de repente un abismo. Cuando cierras la puerta de tu casa, has dado solo un paso pero te has alejado un mundo.

Al subir al bibliobús con un nudo en el estómago, ve caras conocidas que tienen la mirada perdida por las ventanillas como si quisieran absorber las últimas imágenes de ese país que van a dejar atrás: Ventura Gassol, Josep Tarradellas, Pau Vila, Rovira i Virgili…  En medio del silencio sólo roto por el estruendoso motor de gasóleo al ralentí, alguien se incorpora de su asiento y se dirige al maestro Pompeu Fabra, director de la Institució de les Lletres Catalanes.

-Esto será cosa de dos meses –le dice ella con esa resolución que sólo se tiene a los 28 años.

Pompeu Fabra le aprieta el brazo con afecto y le sonríe. ¡Por fin alguien sonríe! Mira a esa prometedora escritora, autora de esa poderosa narración que es Aloma, premiada con el Joan Creixells dos años antes.  No le responde pero sabe que la noche que cae sobre sus vidas va a ser larga, muy larga, para algunos como él, más larga que la propia vida. Sabe que se va a Francia a morir. Pero reparte sonrisas y afecto a todos los que suben al autobús. Se siente un poco el padre de esos jóvenes escritores y artistas que embarcan hacia lo desconocido. Se echa mano al bolsillo y le tiende a Mercè unos francos.

  • Nunca se sabe… -le dice.

Son unas pocas monedas, pero ella se siente reconfortada con el gesto. No se marcha sola. El autobús está lleno. Ha venido otro autocar para transportar a más gente y algunos escritores han decidido ir caminando y cruzar a pie la frontera para dejar sitio a otros.

El bibliobús, un vehículo militar reformado en biblioteca rodante para llevar libros a las tropas republicanas, arranca renqueante. Hace un frío intenso y un día turbio como un mal presagio. Mercè mete mano en la bolsa y agarra con fuerza su pijama, el de los buenos tiempos. Se dice a sí misma que todo va a ir bien, que regresará enseguida, que serán dos meses.

Mercè Rodoreda regresó a Barcelona 33 años después. La Plaça del diamant se escribió mirando al barrio de Gracia desde el exilio de Ginebra.

 

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De Francia al barrio de Gràcia

El exilio tiene mucho que ver con la obra que escribirá después. Ella misma explica en sus memorias que “si hubiera vivido constantemente en Barcelona no habría escrito nunca La Plaça del Diamant: es producto de una nostalgia, es un reflejo de la añoranza de mi país. Mi experiencia anterior a la Guerra Civil me parecía un sueño irreal, imposible de haberlo vivido. Y el hecho de haber vivido fuera me ha hecho idealizar más el país. Escribí La plaça del Diamant sin recordar cómo era la plaza: no sabía dónde se encontraba ni por qué calles se iba. Seguramente si la hubiera visto antes, no habría escrito la novela. Es una plaza tonta, triste, no tiene ningún interés. Es una cosa vieja, sin carácter. Me decepcionó mucho cuando la vi después, una vez estuvo publicada la novela”.  Explica Rodoreda que en los primeros capítulos, en su minúsculo apartamento de Francia, se levantaba de escribir y reía. Esa sonrisa suya que no perdió hasta la enfermedad final, muchos años después. En su modestia de gran escritora escribió que “Al  final, La  plaça  del  Diamant llegó a ser eso que se llama un bestseller. La obra conectó con la sensibilidad popular, porque en la historia de la Colometa se refleja una parte de la historia de Cataluña, unos momentos especialmente difíciles. Pero incluso con el éxito de la novela, yo no soy nada. Querría ser Shakespeare, pero lo que hago no vale la pena…”.