«NOLA», de Antonio Jiménez Morato
En “NOLA” -con ese acróstico denominan a veces los habitantes de Nueva Orleans a su ciudad-, Antonio Jiménez Morato dibuja y desdibuja la fascinación y el desencanto por el lugar que vio nacer el jazz. Unas calles por donde empujaba su carro en forma de salchicha gigante Ignatius J. Reilly, que se ha convertido en una de las ciudades de mayor índice de criminalidad de Estados Unidos, a la par que un termitero turístico. Un libro entre la crónica y la indagación literaria que se despliega en largas frases se retuercen como los giros del propio río Misisipi.
Texto: Rebeca García Nieto
En 1960, acompañado de su perro Charley, John Steinbeck salió de viaje en busca de Estados Unidos. Uno de los lugares donde recaló fue Nueva Orleans. Allí fue testigo de la resistencia de la ciudad al más mínimo cambio en lo relativo a la integración de los negros. Vio con horror cómo un grupo de mujeres blancas, presumiblemente madres, se congregaban a la puerta de un colegio cada día para increpar a un par de niños negros que se habían matriculado –y cómo una multitud las aplaudía–.
La Nueva Orleans que conoció Antonio Jiménez Morato durante los años que vivió allí no es la misma. Las autoridades parecen haberlo apostado todo al turismo y algunas zonas de la ciudad están sufriendo una especulación inmobiliaria despiadada. Han pasado décadas desde la visita de Steinbeck, sin embargo, no se puede decir que los problemas raciales que encontró hayan desaparecido. Con todo, el escritor y crítico literario no quería que NOLA se convirtiera en una mera enumeración de problemas sociales y políticos. La criminalidad, la pobreza y las tensiones raciales están ahí, pero al autor le interesaba más que el lector sintiera la vida de la ciudad, su caos y su diversidad. Para ello le hace partícipe de las vidas de las personas que conoció durante su estancia y lo introduce en una experiencia que podríamos calificar de “inmersiva”. Así, arrastrados por una especie de torrente verbal que amenaza con no dejar nada en su sitio, acompañamos al autor mientras da una vuelta en bicicleta, escuchamos una conversación de bar a la que ha accedido poniendo la oreja o nos encontramos metidos de lleno en uno de los conocidos desfiles de la ciudad.
La ciudad ocupa un lugar prominente en la narrativa de escritores como Juan José Saer, Teju Cole o Sergio Chejfec. Este último, por cierto, está muy presente en NOLA. En 5, uno de los artefactos literarios de Chejfec, publicado también en Jekyll & Jill, el narrador afirmaba que “la verdadera motivación de la literatura es la geografía”, es más, que “las novelas, y la literatura en general, apuntan a una refutación de la geografía”. NOLA impugna la Nueva Orleans reducida a una serie de clichés que la mayoría de nosotros tenemos en la cabeza (la que se reduce al Mardi Gras o se limita a Bourbon Street), pero sobre todo es una refutación de los géneros, o mejor dicho, de la concepción rígida de los mismos.
En NOLA, los diques de contención que tradicionalmente establecemos entre el relato autobiográfico y el ensayo, incluso entre la ficción y la no ficción, acaban siendo derribados por el avance de la narración. Aquí la crónica, la antropología o la reflexión literaria cohabitan sin fricción, y temas como el vudú, el béisbol o el jazz se suceden en sus páginas con total naturalidad. Por supuesto, también se habla mucho de libros. Dado que John Kennedy Toole es uno de los hijos ilustres de Nueva Orleans, era lógico que Jiménez Morato se detuviera en La conjura de los necios. Al margen de la opinión (no muy positiva) que le merece el libro, el crítico revisa el mito de que ningún editor de peso prestó atención a la novela –lo que, en última instancia, habría llevado al escritor al suicidio–. En contra de la creencia popular, La conjura… sí captó la atención de un editor importante: Robert Gottlieb, editor de Simon & Schuster. Tal y como muestran las cartas que se cruzaron (publicadas en 2011), a Gottlieb le interesó la novela y pidió a Toole que hiciera algunos cambios en el manuscrito. Por alguna razón, el escritor acabó cerrándose en banda. (Quien tenga curiosidad puede encontrar las cartas en un artículo de Santiago Gallego Franco publicado en Trama & Texturas).
Más allá de la opinión del autor sobre algunos libros en particular, lo que me parece más destacable es su concepción general sobre la literatura, en concreto, su división entre libros que doman y libros que espolean o su reivindicación de la “literatura menor” entendida a la manera de Deleuze y Guattari. A estos, afirma el autor, les interesan los escritores que mantienen una “ambiciosa e intencionada posición a la contra, a la contra de todo y de todos, incluso de uno mismo”.
El ejemplo paradigmático sería Kafka, extranjero en su propia lengua (y también en su propia familia y en su propia vida, añadiría yo). Bajando al nivel de los detalles, hay aspectos concretos en los que discrepo con el crítico. No creo, por ejemplo, que David Foster Wallace se suicidara “cuando sospechó que había estado persiguiendo algo absurdo toda su vida, que la narrativa, la literatura, era otra cosa, era ir más allá, era abandonar la idea estereotipada de que se pretende contar algo”. Independientemente de lo que persiguiera en su narrativa, Wallace llevaba mucho tiempo bregando con una depresión grave –y con los efectos de los tratamientos que recibió por ello–. Me parece más probable que fuera el estado mental en el que se encontraba el que lo llevó al suicidio. También que fuera precisamente su estado mental el que le impidió concluir The Pale King, la novela en que llevaba años encallado. Con todo, me parece bien que el autor lance hipótesis como un “tiro al aire”. Este es uno de los libros que sacude, que espolea, siguiendo la clasificación del propio autor, y ese, en mi opinión, es su mayor atractivo.
Una de las preguntas que, de forma implícita, nos lanza el libro es cuánta ficción cabe en un libro de “no ficción” sin que podamos considerarlo fraudulento. Si ahora proliferan las novelas basadas en hechos reales, NOLA hace lo mismo pero al revés, ya que no renuncia a incluir elementos ficcionales en un territorio que, según las convenciones, debería componerse exclusivamente de “hechos reales”. También va a la contra en su apuesta por la desmesura. Ahora se estilan los libros contenidos, por no decir reprimidos. Este es lo contrario: antojadizo, verborreico, desbocado. No hay duda de que los libros que se acoplan a la lógica del mercado se leen más, pero, no nos engañemos, no hacen que la literatura se mueva ni un solo milímetro, y si lo hacen es para ceder parte del terreno que se ha ganado en los últimos siglos. Libros como este hacen las veces de contrapeso en esta deriva mayoritaria que está tomando la literatura.