Domingo Villar se nos ha ido
El autor de la excelente serie policiaca del investigador vigués Leo Caldas y otros textos asombrosos ha fallecido a los 51 años a causa de un ictus.
Texto y foto: Antonio ITURBE
En su última aventura de Leo Caldas, El último barco, Domingo Villar pudo rendir un bonito homenaje a su padre, fallecido durante la redacción del libro, en una escena llena de complicidades en la que salen juntos a contemplar la inmensidad de la noche. Él ha sido mucho más que un autor de novela negra porque sus libros, escritos con lentitud de artesano, están impregnados de la propia vida. Él tenía el don de los contadores de historias innatos. Te dabas cuenta a los cinco minutos de estar con él: contaba las cosas con música.
Es difícil encontrar en el mundo de las letras a personas con su amabilidad y su cercanía. Un día en que lo invité -y accedió al momento- a asistir en Barcelona al club de lectura de los Mossos d’Esquadra que entonces coordinaba, en vez de quedar en el lugar quedamos antes para poder ir juntos andando. Era de esa gente que camina contigo.
Su último libro publicado el año pasado es un libro lleno de encanto que tituló con ese imbatible sentido del humor suyo tan del norte “Algunos cuentos completos” surgidos de la oralidad en encuentros con amigos y donde afloraba esa facilidad suya para hacer brotar la maravilla con un puñado de palabras. Nos encontramos con él en Vigo el pasado verano y nos llevó a la Taberna Eligio, donde Leo Caldas tiene su propia mesa y él ya también tiene la suya para siempre. Entre mil historias, explicó que había propuesto al Ayuntamiento convertir a Vigo en la ciudad del Capitán Nemo (que en 20.000 leguas de viaje submarino visita la bahía de Vigo para hacerse con el oro de unos galeones hundidos en la bahía). Y al contarlo sonreía con esa fascinación con que sonríen los niños. Me regaló una frase que ya nunca he olvidado, que recuerdo muchas veces y que para mí es el mejor curso completo de escritura que pueda impartirse: “para emocionar al lector hay que escribir emocionado”.
A continuación, reproducimos el artículo completo del encuentro con Domingo Villar en Vigo el pasado verano para que sus palabras se queden un poco más con nosotros.
Él se fue a vivir a Madrid hace años, pero eso no solo no lo distanció, sino que todavía impregnó más sus libros de ese aire de risueña melancolía de Galicia. Hablamos mucho de la importancia de irse para poder regresar. Por esas paradojas del destino, por un viaje familiar, la muerte le ha hallado en Galicia y se ha despedido de la vida en Vigo. Ojalá se haya ido como vivió: soñando.
Artículo publicado en la edición impresa de Librújula en septiembre de 2021
DOMINGO VILLAR NO PIERDE EL NORTE
Después de convertirse en uno de los grandes de la novela negra española con los tres libros de la serie del inspector Caldas, en “Algunos cuentos completos” (Siruela/Galaxia) nos invita a entrar aún más en su rico mundo interior con un libro que te reconcilia con la lectura. Unas bellas historias tocadas de un fino sentido del humor gallego, entre lo mágico y lo melancólico, que brotaron de su imaginación con la frescura de las narraciones orales en la noche. Viajamos hasta Vigo, puro territorio Leo Caldas, para visitarlo en su tinta.
Texto y foto: Antonio Iturbe /Susana Picos
Casi todos los escritores y aspirantes se mueren por publicar, convencidos de que todo lo que escriben es extraordinario. Si pudieran, publicarían hasta la lista de la compra. Los editores, pendientes de calendarios, estrategias del equipo comercial y hojas de Excel, refrenan los ímpetus publicadores de sus autores. Domingo Villar es todo al revés. Sus novelas protagonizadas por el comisario vigués Leo Caldas han tenido un enorme éxito y su editora de Siruela, Ofelia Grandes, está deseando recibir sus libros, pero él no tiene prisa por publicar. Publicó su primera novela en 2006. Ojos de agua/Ollos de auga. Tres años después, en 2009, la segunda, La playa de los ahogados/A Praia dos afogados. Ante el éxito de esta segunda entrega, todos querían una tercera inmediatamente. Los periodistas preguntaban a su editora de Siruela si ya estaba en marcha y Ofelia preguntaba a Domingo Villar, pero él no tenía ninguna prisa. De hecho, transcurrieron diez años, hasta la publicación de su tercer libro, publicado en 2019: El último barco /O último barco.
La prisa, las estrategias y los cálculos no tienen mucho que ver con Domingo Villar. Caminando un rato por las calles de Barcelona o compartiendo con él un rato en un club de lectura, empezaba a hablar y, sin darse cuenta, te estaba contando una historia. Tiene el don innato del contador de historias que no enseña ninguna academia.
Le fascinan todas las cosas que no se pueden tocar ni medir ni computar: el jazz, el teatro, el vino, la pintura, la literatura, el fútbol… Y contar cuentos a los amigos. Explica en la introducción de Algunos cuentos completos que a veces se reúne con amigos y cada uno acaba haciendo lo que puede: unos tocan algo, él cuenta historias y su amigo Carlos Baonza las va traduciendo a ilustraciones que brotan de las propias palabras. Nos dice que son “narraciones orales sin otra intención que celebrar la risa compartida y la amistad. Invariablemente alguien me preguntaba por qué no publicaba aquellos cuentos y yo me escabullía con el pretexto de mantenerlos como sustancia de intimidad”. Fue el confinamiento, con su incapacidad de juntarse físicamente, el que propició poner los cuentos sobre la servilleta de papel de las hojas de un libro.
Algunos cuentos incompletos es un pequeño volumen de factura sugerente en un papel de cartulina e ilustraciones maravillosas tocado por esa capacidad de asombro que nunca deberíamos perder. Es un libro de historias sencillas, pequeñas. Pero tienen lo más grande que puede tener la literatura: el encanto. La oralidad que rezuman los textos hace que no se lean sino que suenen en la cabeza. Transitan por estas historias breves, entre risueñas y melancólicas, marineros que persiguen sirenas, náufragos que agitan banderas equivocadas, artistas como esa maravillosa Eliska que se salva pintando sobre la piel de los tocinos, curanderos que curan a guantazos, paisanos que encuentran en el huerto un meteorito… Personajes tan disparatados que tienen la fuerza de lo verdadero y, sobre todo, que no renuncian a ser soñadores.
El equipo volante de Librújula viaja hasta Vigo, donde Domingo Villar pasa el verano, para encontrarnos con un autor que no tiene prisa. Después de santiguarnos delante de la estatua de Julio Verne en su trono de tentáculos sobre el puerto, nos vamos al lugar predilecto del inspector Leo Caldas: la taberna Eligio, donde nos ha citado Domingo Villar. En cuanto llegamos, el propietario, Poldo, nos señala el lugar de la mesa del Inspector: con la espalada a la pared y mirando a la puerta, como ha de ser la mesa de un madero, aunque la madera de Caldas sea flexible y mucho más porosa que la de los clásicos investigadores rocosos. Caldas, antes de actuar, primero mira y después mira, y luego sigue mirando. La taberna es como la imaginas en los libros, un poco más arreglada. Quizá me sobra el hilo musical, aunque sea muy tenue y de música galega, porque este es lugar de tertulias y las palabras ya tienen su propia música.
Domingo Villar llega sonriente, con palabras afectuosas para todo el personal de la taberna porque aquí está como en su propia casa. “El pintor Urbano Lugrís se sentaba aquí y Cunqueiro venía todos los días, y José María Castroviejo…”. Nos cuenta que el antiguo propietario, que se lo traspasó a Poldo con la condición de que mantuviera el sabor, se escandalizaba cuando alguien le pedía una Coca-Cola porque allí solo había vino, blanco o tinto, y a veces alguna cerveza o un zumo de piña, porque le gustaba a su mujer. Nosotros tomamos un ribeiro embotellado especialmente para la Taberna Eligio. El propietario mira con expectación la reacción de Domingo Villar cuando se acerca la copa y no lo bebe, sino que lo huele sin prisa, y le da su aprobación. Es un vino rico, pero tengo la impresión de que él aprueba siempre a los amigos, aunque ni se presenten al examen. Nos cuenta que su padre, como un personaje de una novela de Luis Landero, ya de mayor se empeñó en montar una bodega de vinos. Con ayuda de su hermano, lo llevó adelante, pero como llegó ya con cierta edad al asunto, no era buen catador. Quizá por eso a él unas Navidades en vez de una pelota de fútbol los Reyes le trajeron una caja de olores: salado, dulce, ácido, amargo, frutas maduras, maderas… para que fuera afinando la nariz. Los cuentos que ahora publica le han ido afinando la mano.
“Los cuentos me sirven para engrasarme, para coger mano para probar personajes, para luego recogerlos y llevármelos a las novelas. Llevaban años diciéndome que tenía que publicarlos pero yo prefería regalarlos, un regalo oral, contarlos, porque tienen voluntad de narración oral de sobremesa. Todos son cuentos contados alguna vez”.
“Estoy muy ilusionado con este libro de cuentos. Es un libro que me gustaría que para la gente de aquí tuviera “moito aquel”. Es un trabajo hecho al alimón con el artista Carlos Baonza, del que habla con tanta admiración como cariño: “Estoy más contento con las ilustraciones que con mis cuentos. Carlos trabaja con la gubia, el linóleo, la plancha… es un tipo de una creatividad natural asombrosa. Caminas con él por la calle y ve una rama rota y la coge, se la lleva al taller y te hace un pájaro. Yo tengo en casa pájaros que son ramas de paseos juntos. Donde los demás ven una piedra, él ve una sonrisa. Alguna vez hacíamos una especie de performance en salas de exposición: yo leía mis cuentos y, mientras, él dibujaba”.
“Son cuentos sobre gallegos en Galicia o en la diáspora y las cosas que les suceden, para leerlos en cinco minutos, echar alguna risa y celebrar la amistad, sin más. No son de carcajada pero sí quieren tener cierta retranca”.
Damos fe de que la suya es una ironía tierna, como la del sanador que cura a la gente a guantazos y se marchan abofeteados y felices. Le decimos, inspirados por el pulpo y el espíritu del Riveiro, que su cuento demuestra que los milagros existen, aunque sean a hostias. Brindamos por los milagros. “Hay redención. Mis personajes son clementes, pretenden celebrar la vida. Más aún en un año tan jodido”.
El espiritista de O’Grove, el marinero que busca a la sirena en la costa de Ferrol, el curandero de Riobó, el paisano que recolectó un meteorito en Centulle, la artista exiliada de amor en Fisterra… le sugerimos que se podría trazar un mapa de Galicia como el de la Tierra media de Tolkien, un territorio mítico… “Más bien mágico. Todo es un poco atrabiliario, tocado de un poco de irrealidad también”.
Navajas nacaradas
Llegan a la mesa unas navajas a la plancha y, como buen guiri, me apresuro a echarle a la mía un chorro de limón. Domingo Villar me mira con cara de póquer y me dice risueño que “el mundo se divide en dos tipos de personas: los que le echan limón al marisco y los que no le echan”. Lección aprendida. Pruebo las navajas, tiernas y deliciosas, con el sabor a mar justo, y me doy cuenta de que el limón, sobra. A veces, menos es más. Hablamos de la fábula en el resto de España de la gran mariscada en Galicia a precio regalado. El buen marisco autóctono es escaso y no es barato: “El 98% de las cigalas que se consumen en Galicia vienen de Irlanda”. Otra fábula que desmiente es la de que el mejor marisco de España se come en Madrid. “Después de la morsa, el gallego es el ser vivo que consume más marisco”.
Entre esas cosas intangibles que imantan a Domingo Villar, nos habla de su fascinación por el surf, esa manera de estar a solas en el mar, que él mismo práctica: “Hago lo que puedo”. Ha leído con placer Los años salvajes de William Finnegan o El surf y la meditación de Sam Bleakley. “Es un libro sobre lo que tiene casi de religión el surf, de desnudez” y nos cuenta una historia de un ahijado que un día tuvo la revelación de que su destino era encontrar olas. La próxima novela de Leo Caldas podría tener que ver con el mundo del surf. Estamos en Galicia: nada es seguro pero todo es posible.
En esos intangibles también está la música. “Mi primera novela escribí escuchando a Baldo Martínez, un contrabajista de Ferrol conocido en todo el mundo del jazz”. Explica que para escribir necesita música sin voz, “Con La playa de los ahogados y El último barco he escuchado casi únicamente a Ludovico Einaudi”. Por cierto, lo conoció escuchando el mítico programa de Radio 3, Diálogos 3. La conversación deriva hacia la novela negra. Aprovecha una de las navajas para rajar un poco, muy poco, en realidad: “Hay mucha gente que quiere escribir novela negra para ir a los congresos y a los saraos”. No nombra a nadie. También nos dice que pasa al revés “Hay mucha gente que escribe novela negra y no lo sabe: Manuel Vicent, por ejemplo. O Eduardo Mendoza, más de lo que cree. Incluso Shakespeare”.
Croqueta que arde
Nos traen unas croquetas de jamón y otras de pimiento rojo. Queman, pero los de Librújula nos lanzamos sobre ellas: ¡gula puede a fuego! Un quemazo en la lengua es el castigo bíblico. Domingo, más prudente, abre la croqueta para que se enfríe como si fuera un lenguado: “Fuego puede a gula”, nos responde.
Hablando sobre la manera en que los editores soplan sobre algunos manuscritos o los cortan como una croqueta si tienen cierta extensión, le preguntamos por los libros de Leo Caldas, que no son breves: “Yo no dejo que me toquen los textos. Paso las dos revisiones de corrección ortotipográfica, pero si en la editorial tienen la tentación de meter la tijera saco las uñas inmediatamente. La editorial ya sabe que yo no escribo thrillers vertiginosos, que son novelas reposadas, que hay un poli pero que podría ser un arquitecto”.
Nos parece una buena noticia porque sus libros no solo casos de investigación, sino también de merodeo personal en que aflora el contador de historias que es Domingo Villar. En El último barco de nuevo la aparición del padre del protagonista (el padre de Domingo Villar falleció durante la escritura del libro) mirando con él al cielo de la noche, nos parece uno de los momentos importantes del relato. Sonríe. “Esa escena es lo mejor del libro, es mucho mejor que todo lo demás”.
Y divagamos hacia los nuevos formatos para contar historias, como las series de televisión. Por la manera de engarzar un capítulo con otro y por duración, le parecen lo más cercano a la experiencia de la narración de un libro, pero levanta una ceja para advertir de una salvedad importante: “en el libro al leer haces una construcción de la realidad a medias con el escritor”.
Después de haber leído las andanzas galaicas del inspector Leo Caldas, imposible de imaginar en cualquier otro entorno, y estos sugerentes cuentos con ese aire de Cunqueiro risueño, y después de compartir mesa con él en el Eligio, uno pensaría que Domingo Villar es una roca tan inamovible de Vigo como las Islas Cíes. Y, sin embargo, lleva muchos años residiendo en Madrid. Le preguntamos si es necesario irse para poder regresar. “A mí me pasa. Escribo de mi tierra a partir de unos recuerdos que están contaminados por la añoranza, pero cuando están contaminados de sentimientos positivos, mienten para bien. Todos los veranos me enamoriscaba de alguna de las veraneantes, durante el invierno hablabas por teléfono con ella cuando podías, te pasabas meses suspirando por ella y, cuando por fin volvía, pues te parecía que no estaba mal, pero comparada con los recuerdos… nada de nada. Competir contra los recuerdos es muy jodido, Me pasa cuando vuelvo a Galicia que me doy cuenta que he escrito cosas en los libros y luego las veo aquí y digo: ¡Carallo, igual me pasé! Pero como lo hago por bien espero que la gente de aquí sea condescendiente conmigo. Hemingway decía que hay que escribir de los sitios después de marcharse, y así lo fue haciendo, con los regalos emocionales que le habían hecho y las huellas que le habían dejado en su recuerdo. Me parece una forma preciosa de volver. Yo cuando escribo no pretendo hacer un retrato topográfico de mi tierra, yo lo que quiero es hacer el retrato del paisaje que yo añoro. Y eso me permite no echar de más el lugar”.
Ya nos despedimos, nosotros en dirección a la lancha que lleva hasta Moaña, para seguir los pasos de Leo Caldas en El último barco. Mientras navegamos hacia Tirán con Vigo atrás, sorteando bateas repletas de mejillones, la brisa nos trae unas de las últimas palabras de Domingo Villar antes de perderse por su propio Vigo. “No hay otra forma de emocionar a un lector que escribir emocionado. ¡No hay tutía!”.