Diego Prado y la guitarra de Eddie Cochran
A partir de la guitarra de Eddie Cochran, Diego Prado hila una historia entre ficción y realidad donde el rock y la literatura se dan la mano en “Summertime Blues” (Algaida)
Texto: Milo KRMPOTIC
De haber sido un veinteañero normal, Diego Prado habría ambientado su última novela en la lluviosa ciudad de Seattle, con los trozos de la Fender Stratocaster que Kurt Cobain destrozó el 30 de agosto de 1992 durante su actuación en el festival de Reading como MacGuffin, y sus protagonistas de algún modo se las habrían arreglado para acabar en la guerra de los Balcanes. (En realidad, de haber sido un veinteañero normal, lo que se dice normal normal, Diego Prado no habría escrito nunca y no tendría ni primera ni última novela, pero esta es una revista de libros y nuestros parámetros son los que son). El caso es que, a principios de los noventa, en vez de pirrarse por Nirvana, Pearl Jam, Soundgarden y demás pesos pesados del grunge, Diego Prado se aficionó al rock’n’roll de los años cincuenta, tan primigenio, de una pureza ingenua y una vitalidad desarmante. Y Buddy Holly, Bill Haley, Gene Vincent, Chuck Berry, etc. se convirtieron en cabezas de cartel de una pasión que le viene durando toda la vida adulta.
Saltemos al año 2008. Prado, nacido en la localidad menorquina de Mahón, reside ya en L’Hospitalet y, además de ejercer la crítica literaria y el periodismo, ha publicado una novela (En algún lugar te espero) y un par de colecciones de cuentos (Las espigas de la imprudencia y Domingos durante una cena con su amigo David Torres, los dos escritores se dedican a poner encima de la mesa algunos argumentos de novela que les gustaría acabar volcando en negro sobre blanco. Y Prado relata, como quien abre una caja de Pandora, la historia de una guitarra, la de Eddie Cochran, y su posible robo tras el accidente de tráfico que le costó la vida al músico mientras se dirigía a Londres para tomar un avión de regreso a Estados Unidos. Y la decora, claro está, con los detalles de la gira maldita de Cochran por el Reino Unido: su convicción de que iba a acabar igual que su amigo Buddy Holly, fallecido en un accidente de aviación el año anterior, y el hecho de que, de los cinco ocupantes del taxi (incluido Gene Vincent), Cochran fuera el único que resultó herido de gravedad y acabara muriendo, más algún detalle anecdótico y ciertamente jugoso, como que un jovencísimo George Harrison hubiera seguido buena parte del tour final de su ídolo o que el conductor del taxi se llamara George Martin (nada que ver, no obstante, con el célebre “quinto Beatle”).
Saltemos a otro taxi (por fortuna, mucho menos accidentado): lo ocupan Prado, Torres y Miguel Ángel Matellanes, editor de Algaida, y al segundo le da por contarle al tercero la historia que el primero tiene en mente. Al oírla, Matellanes no reacciona con la misma efusividad que Torres —es sabido que la sangre de autores y editores circula a diferentes velocidades—, pero, al final de la carrera, al bajarse junto a Torres en Plaza de Sants, se despide de Prado con una de esas frases que saben a promesa: “Cuando tengas la novela, ven a verme”.
Antes, no obstante, Prado tenía que regurgitar, con Hospital cínico, su experiencia laboral como archivista en el Clínico de Barcelona, y los años fueron pasando. Hasta que, al saber que iba a ser padre por primera vez, consciente de que los niños son grandes devoradores de tiempo y su actividad literaria sería la primera damnificada, decidió que ese era el momento, al fin, de dar cuerpo (de guitarra) y ponerle música (rock) a Summertime Blues, según el éxito más recordado del bueno de Cochran. No fue un camino de rosas: el pequeño Víctor llegó estando la novela por la mitad y su autor sintió durante algunos meses remordimientos al pensar que había dejado a los personajes abandonados en medio de la guerra de Vietnam. Por ello, cual helicóptero salvador, en cuanto pudo se lanzó a rescatarlos… hasta donde le fue posible, claro, que no en vano el gran tema de la novela es el desencuentro entre lo que nuestros sueños proponen y lo que la vida acaba disponiendo. Eso sí, el hecho de que haya acabado viendo la luz en Algaida, tras ser una de las obras finalistas del Premio Ateneo de Valladolid, dice mucho de las despedidas/promesas de Miguel Ángel Matellanes.
Summertime Blues, pues, parte de la dichosa guitarrita, que un agente de policía de Chippenam tuvo que vigilar a lo largo de tres días con sus noches, pero en ningún momento se decanta hacia la hagiografía musical. Summertime Blues tira de esas seis cuerdas para, en su mezcla de personajes reales y ficticios, contar la historia de una amistad, la historia de un amor, la historia de una huida hacia adelante un tanto descerebrada, la historia de una o varias obsesiones, la historia de un padre que ignora tener una hija y de una hija que quiere saberlo todo acerca de su padre. Summertime Blues transita caminos que reconoceremos como muy propios del cine: un pueblo de mala muerte en el sur profundo de las barras y estrellas, la Inglaterra que estaba a punto de estrenar la cultura pop, las cruentas batallas sin sentido del sudeste asiático… pero esto es una novela y ese tránsito se realiza con ansia de estilo, con verbo exuberante, con gesto sensual en la descripción de cada atmósfera… Y hace que el lector acabe celebrando que Diego Prado no fuera ni un veinteañero lo que se dice normal normal, ni un veinteañero normal a secas.