Del chiste a la trena (literaria)

Anónimo García, que ha sufrido en carne propia las estrecheces jurídicas de la libertad de expresión, nos habla del «Coprofundis» (Pez de Plata) de Camilo De Ory, unas delirantes memorias falsas del paso imaginario del autor por la cárcel.

Texto: Anónimo GARCÍA  

 

Cuando el escritor y aforista Camilo de Ory empezó a publicar en sus redes sociales los primeros días de un cautiverio fingido no esperaba que sus contactos lo tomaran por real. El desconcierto fue tal que le animó a continuar hasta completar Coprofundis, un falso diario publicado por la editorial Pez de Plata.

Pero no es extraño que los contactos de De Ory creyeran cosas como que había conseguido adaptar su cuerpo para esconder en sus cavidades un móvil y su cargador. Está claro que las audiencias estamos a por uvas y nos tragamos cualquier ficción descabellada que nos haga tilín, pero hemos de autodisculparnos porque también es cierto que la realidad es a menudo inaudita. Sin ir más lejos, el hecho más insólito de Coprofundis, que despega al lector del texto, es el único verídico: la condena al autor por unos chistes sobre Julen, el niño caído a un pozo en 2019 con el que la prensa se hizo de oro durante el tiempo que duró su búsqueda.

El resto del libro, la ficción, es una deliciosa descripción antropológica del presidio, un desdén absoluto a la autoridad y una ironía desapegada sobre los límites del humor, la moralidad o los linchamientos. Respecto al título, es una alteración de De profundis, nombre que recibió de manera póstuma una extensa carta que Oscar Wilde escribió en prisión, junto a la idea de que “prácticamente todo lo que hay en la cárcel tiene que ver con la caca”.

Wilde fue condenado por sodomita, pero también por su “obra degenerada”. De Ory no ha sido condenado por lo primero (no pudo mantener contacto directo con Julen), pero sí por lo segundo. Ambos tuvieron que defender su obra en sede judicial, y desentrañar los engranajes literarios del humor, como si los señores magistrados fueran personas con limitadas capacidades intelectuales.

Pero, si no lo son, lo parecen. Contra de Ory no solo usaron el más alto mecanismo de represión del estado, el Código Penal, para castigar las pequeñas obras de ficción que son los chistes, sino que lo hicieron con un artículo destinado a castigar torturas “informales”, el 173.1. Un ejemplo de su uso nos permite ver el jaez de las conductas que persigue: introducir el gancho de una percha por el ano de un preso para buscar droga, con resultado de sacarle un trozo de tripa. El libro recoge esta jurisprudencia como cierta y, a pesar de que en sí es un relato falso, como buen periodista la reproduzco aquí sin contrastar.

Creo que Wilde respondería a los jueces que no existen chistes morales o inmorales, solo buenos o malos. Esto lo ilustra una anécdota muy divertida: en un debate salió el tema de la condena a De Ory, y uno de los participantes, abogado penalista, expresó con severidad moral que dudaba que alguien se riera con sus chistes. Inmediatamente después leyó uno y la sala estalló en carcajadas.

Este reproche de un respetable miembro de la nación recuerda al linchamiento popular contra Wilde. Repudiado por la culta y respetuosa sociedad inglesa, su nombre pasó a ser sinónimo de amoralidad, y ningún niño fue bautizado con él durante años. A De Ory le llovieron amenazas, deseos de violación y toda clase de lindezas por parte de personas que no se pararon a pensar que la intuición moral no tiene como fundamento la ética sino la costumbre y el gregarismo. “Cualquier excusa les parece buena para tirarse como chacales encima de alguien más débil, y el pretexto moral es el pretexto perfecto ante los otros y ante uno mismo“, escribe De Ory.

Cuando los tribunales pasan de juzgar hechos a juzgar ficciones los artistas entran en apuros. Su materia prima es la moralidad, a veces para apuntalarla, como cuando reciben subvencioncitas institucionales que transforman en arte de baratija, otras para ponerla a prueba, y aquí es donde el arte tiene algo de valor. Si de la historia de Wilde aprendemos que los artistas que atraviesan la percepción moral son condenados por sus contemporáneos pero rescatados por la posteridad, hoy nos podemos adelantar a nuestro tiempo de dos sencillas maneras: leer Coprofundis y llamar a nuestros hijos Camilo.