De nuestros hermanos heridos
De nuestros hermanos heridos
Joseph Andras
Trad. Álex Gibert
Anagrama
136 págs. 17’90€
Argel, 1956. La guerra de independencia ya lleva dos años arrasando el país. Como en toda contienda, no solo hay dos bandos, sino que hay grises, una paleta de matices que los fanáticos aborrecen. Fernand Iveton es argelino, pero no musulmán, y, craso error, no forma parte de la mayoría blanca del país a favor de la pervivencia de la colonia. Ahí reside su pecado, no en su acto, la colocación de una bomba que ni llega a estallar, sino en la traición. Y los traidores, en las dictaduras y -sorpresa- en algunas democracias, merecen el mismo final, la pena capital. El paciente y meticuloso registro de los inexorables engranajes que conducen a ese destino -por parte de un Joseph Andras que escribe con la Historia Omitida en la punta de la pluma-, ocupan lo que deben ocupar, apenas 130 páginas muy necesarias.
Es guillotinado. El protagonista de esta historia, Fernand Iveton, al final es guillotinado. Saberlo es crucial para la lectura, y no lo sentencio yo aquí, sino que la misma contraportada lo avanza: nuestro héroe morirá antes de llegar a héroe, y tenerlo presente mientras leemos el texto inyecta en cada frase una tensión que no es la de no saber a dónde nos llevará, sino la de, perplejos, preguntarnos una y otra vez: ¿cómo es posible que este relato vaya a acabar como sé que va a acabar? ¿Cómo se pueden torcer las cosas de tal manera que todo precipite en la decapitación oficial, por parte del estado adalid en el mundo entero de los derechos humanos, la democracia y la libertad, a saber, Francia, de un ciudadano que no ha matado a nadie?
De los muchos poderes que tiene la literatura, acaso el más paradójico sea el de, mediante la narración del horror, acariciar la belleza. El resultado asombra: una impugnación del olvido para que lo ominoso no descanse en paz. Por supuesto, pocas novelas lo consiguen sin caer en la frivolidad de instrumentalizar el dolor ajeno, maquillándolo según convenga al autor. Se me ocurren pocos nombres, ya Joseph Andras está entre ellos. Guillem Borrero