¿Cuál será la banda de sonido de nuestra guerra? Dos lecturas sobre Vietnam

El análisis de la guerra de Vietnam a través de dos miradas literarias escritas por ex combatientes, «Despachos de guerra» y «Compasión por el diablo», nos pueden brindar las herramientas necesarias para plantarle cara al horror con lucidez.

Soldados estadounidenses en busca de miembros del FNLV. Lawrence J. Sullivan, SPC5, Photographer. Wikipedia

 

Texto: Agustín Caldaroni

 

El 30 de abril de 2025 fue el 50 aniversario del fin de la guerra de Vietnam. Esa carnicería que comenzó el 1 de noviembre de 1955, hasta el retiro de las tropas norteamericanas en 1975, fue la primera guerra pop. Estados Unidos procesó el trauma de esa derrota convirtiéndola en un capital estético, entre la denuncia y la reivindicación, que propició el cine bélico, la contracultura hippie y la simbología pacifista, canciones de rock, etcétera. Hoy volvemos a respirar un clima de guerra, que tal vez todavía no llegamos a dimensionar, la guerra de Ucrania, el asedio israelí en Gaza, para nombrar los conflictos más relevantes. No sabemos qué lectura artístico-política haremos de los enfrentamientos bélicos actuales, solo el paso del tiempo puede generar la distancia para que esas especulaciones no sean vanas. Pero el análisis de la guerra de Vietnam a través de dos miradas literarias escritas por ex combatientes, nos pueden brindar las herramientas necesarias para plantarle cara al horror con lucidez

Despachos de guerra y Compasión por el diablo son dos testimonios sobre la guerra de Vietnam, el primero documental, se trata de una crónica, y el segundo una novela. Pero los géneros podrían intercambiarse para cada obra. Estos libros nacieron de la experiencia directa de sus autores durante las acciones militares, uno como cronista, el otro como soldado, aunque los roles de cada escritor también fueron trastocados por el furor de la contienda. El periodista deviene soldado sin quererlo, mientras que el soldado de las Fuerzas Especiales termina documentando Vietnam -y la locura del ex combatiente de vuelta en la civilización- en una novela.

Michael Herr, autor de Despachos de guerra, fue corresponsal y periodista. Afectado por el estrés post traumático que le causó Vietnam vivió aislado varios años, más tarde participó como guionista en Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola y en Full Metal Jacket de Stanley Kubrick. Kent Anderson, el autor de Compasión por el diablo, fue marino mercante, boina verde y policía, llegando a la literatura después de la experiencia bélica. Publicó otras novelas, además de la citada, siempre protagonizadas por su alter ego, el soldado Hanson.

Despachos de guerra, no es un libro de periodismo, si bien contiene entrevistas y se basa en la realidad concreta de la guerra, el estilo literario de la narración, trepidante y sensorial, lo acercan a una novela escrita como un diario alucinatorio. El libro de Michael Herr comienza con una atmósfera de pesadilla desde que su autor pisa Vietnam. La fantasía de ser cronista de guerra, entregándose a esa aventura y volviendo ileso para contarlo, resguardado en la asepsia del oficio periodístico,  desaparece cuando ve a los primeros soldados regresar de una misión: un grupo de tipos ensimismados, con el espíritu podrido y los ojos muertos. En ese momento sufre el primer golpe de realidad al enfrentarse con la violencia material, la obscenidad de las heridas físicas desnudas y el sentimiento de culpa por haber elegido estar en Vietnam como un espectador del dolor ajeno: “…uniformes sucios, ensangrentados y rotos, ojos de los que manaba una constante carga de dolor devastado. Acababa de perderme la mayor batalla de la guerra hasta entonces, estaba diciéndome que lo lamentaba, pero aquella batalla estaba allí mismo, a mi alrededor, y yo ni siquiera lo sabía”. Herr quiere ser testigo de los enfrentamientos y, al mismo tiempo, siente culpa frente a los verdaderos combatientes, como un turista reporteando y sacando fotos en el infierno. Pero su papel de corresponsal no lo salva del peligro, en las acciones militares puede morir (de hecho varios de sus colegas corresponsales mueren) o volverse loco igual que el resto de los soldados. Su exposición física como testigo de los combates puede ser interpretado como una forma de pagar sus culpas.

Herr es una psiquis torturada, sus peores heridas son mentales, no hay épica en su crónica: se padece como una náusea, su prosa transmite el agotamiento mental, el pánico que lo acompaña en las incursiones por la selva. Refiriéndose a las pastillas que les suministraban a los soldados para soportar el cansancio, relata: “Yo, personalmente, nunca tuve necesidad de ellas, un pequeño contacto con el enemigo o cualquier cosa incluso que oliese a contacto me daba más velocidad de la que pudiese aguantar. Siempre que oía algo fuera de nuestro pequeño círculo prácticamente me desmoronaba, rezando por que no fuese el único que se había dado cuenta”. Toda su narración es un muestrario de patologías mentales tomado de los soldados que entrevista, de sus colegas corresponsales, de la propaganda triunfalista de los altos mandos militares, pero sobre todo de sí mismo.

En Compasión por el diablo, Kent Anderson recrea sus vivencias a través de su alter ego, el soldado Hanson, un joven atribulado miembro de las Fuerzas Especiales (al igual que el autor de la novela), que lee poemas de W.B.Yeats y se pierde en reflexiones filosóficas. Hanson y sus compañeros, entre los que destacan Quinn -un tipo físicamente imponente, frío y violento- y el señor Mihn -un indígena enemigo de los norvietnamitas, una especie de guerrero tribal equipado con armas modernas que presagia el futuro y recibe señales de la naturaleza-, pasan sus días en la selva guarecidos en bunkers escuchando los Rolling Stones y Janis Joplin, entre cervezas, whisky y porros, esperando las directivas del próximo operativo militar, saliendo a patrullar o resistiendo el ataque enemigo. Hanson representa el soldado perfecto para sus oficiales, lo ven como un desequilibrado mental que no cuestiona y está dispuesto a cumplir cualquier misión: “La mayoría de las veces, pensaba el sargento mayor, los locos sobrevivían, aun cuando se diría que estaban pidiendo a gritos que los matasen, visto los líos en los que se metían (…) Los locos como Hanson mataban un montón de comunistas y traían un montón de información”. Podemos imaginar a Michael Herr cruzándose con Hanson en alguno de sus reportajes, tiene el perfil de tipos que lo atraen para su crónica, personajes endurecidos por la guerra, hombres a los que no puede sostenerle la mirada. Hanson es cínico, cruel, víctima y verdugo. No se pregunta por la guerra como hecho político, asume su rol de soldado sin honor, ni orgullo, para sobrevivir tiene que matar y lo hace con eficacia. Hanson a diferencia de Herr, asimila los ataques de pánico que le producen los combates como una anfetamina que lo lleva a la acción.

Michael Herr y el soldado Hanson cargan con un estigma similar: podrían haber elegido otro destino para sus vidas y sin embargo la guerra los atrajo como una fuerza ineludible, aceptaron ser parte de una fatalidad generacional. Herr asume la culpa de estar ahí como un mártir que debe dejar registro del horror y cargar con las muertes ajenas como si fueran la suya, Hanson volviéndose una máquina fría de exterminio.

Antes de ser boina verde, Hanson había sido un universitario pueblerino que interrumpe sus estudios cuando es reclutado por el ejército. La novela narra como el adiestramiento militar hace mella en su espíritu, endureciéndolo ante las humillaciones y el rigor de sus superiores; ahí comienza a germinar en su cuerpo una pulsión violenta que anticipa su papel en la guerra. Instalado en Vietnam lo destinan a un trabajo operativo de oficina y pide a sus superiores participar en acciones de riesgo incorporándose a las Fuerzas Especiales. Compasión por el diablo nos muestra mediante flashbacks, la transición emocional de Hanson, de ser un soldado aterrado hasta convertirse en sargento mayor, curtido y diestro para matar. Cuando Hanson regresa a su país de permiso, no puede establecerse socialmente. Como civil es un perro cercado en una esquina por todos sus muertos, ante el terror de sus visiones, ataca. Busca descargar su depresión rompiéndole la cara a los borrachos de los bares, autolesionándose, maltratando a su novia. “Buscar y destruir”, como en la selva. No puede dejar Vietnam ni a sus compañeros de armas.

En el caso de Herr, lo peor de su padecimiento proviene del embotamiento mental en los tiempos de espera, sufre acostado en una habitación de Saigón, o emborrachándose en las barras de los bares. Asume su papel de testigo de las masacres y habla con los muertos. Parece estar atrapado en su propia mente sin poder ordenar sus vivencias en la selva, una caída adentro de sí mismo que no cesa, acosado por el frenetismo de los recuerdos y las historias de los soldados: “…me sentía tan conectado a todas las historias y las imágenes y el miedo, que hasta los muertos empezaban a contarme historias, los oía como si vinieran de un espacio remoto pero accesible, en el que no hubiese ideas, ni emociones, ni hechos ni lenguaje concreto, solo información limpia”.

Estos libros no solo tienen valor como testimonio bélico, destacan por su fuerza narrativa. En sus mejores momentos Compasión por el diablo recuerda a Apocalipsis Now, en los peores a las últimas películas de Rambo, pero la trama se sostiene porque el estilo de Anderson está compuesto de metáforas poderosas, una combinación de la flora selvática, los químicos industriales y el arsenal militar. La imagen poética en Despachos de guerra también es relevante, pero es menos metafórica y más descriptiva, una descarga directa y torrencial de lo que ve. Es evidente que la novela de Anderson fue escrita desde el recuerdo, con la templanza para trabajar la memoria y ornamentar la prosa; mientras que la obra de Herr parece un diario escrito bajo los efectos de una crisis nerviosa.

Las grandes novelas bélicas del siglo XX escritas por combatientes comienzan a dar cuenta de la desilusión de los soldados en el frente, registraron cómo las causas de las guerras pasaban de estar justificadas como un hecho trágico pero necesario durante las grandes guerras mundiales hasta volverse difusas perdiendo legitimidad para los soldados, en el caso de Vietnam. Más allá del horror que suponía haber estado en combate, en los textos literarios de la Primera Guerra Mundial todavía podía hallarse rastros reivindicativos del espíritu de camaradería entre las tropas, escenas heroicas, muertes descriptas bajo un tamiz lírico, pienso en Tempestades de acero de Ernst Jünger o en Los favores de la fortuna de Frederic Manning. Durante la Segunda Guerra Mundial la carnicería extenuante del frente de batalla, el ataque generalizado a la población civil, la hipocresía de los mandos militares, dieron novelas como Catch-22 de Joseph Heller o Matadero 5 de Kurt Vonnegut. Despachos de guerra y Compasión por el diablo evidencian la degradación psicológica a la que fueron llevados los soldados en Vietnam, la confusión ideológica, el infierno de la guerra de guerrillas en medio de la selva. No hay rastros reivindicativos de ningún tipo.

¿Cómo hacer una crítica de la guerra sin caer en el proselitismo pacifista? 

Michael Herr y Kent Anderson atestiguaron ellos mismos, como soldados-cronistas, la hipocresía de un Estado asesino desde una óptica cínica y desesperada, porque el cinismo era el estado moral de las tropas. En Compasión por el diablo, Hanson y sus compañeros matan y roban a los cadáveres, “dinerito” dice Hanson cuando encuentra un enemigo muerto, torturan animales con la misma indiferencia con la que destruyen aldeas. Despachos de guerra asume una posición antibelicista clara, pero Herr no deja de llamar enemigos a los vietnamitas, no los humaniza ni se pregunta demasiado sobre ellos. Son entes, fuerzas oscuras salidas de las tripas de la selva acechando. La mejor crítica que pudieron hacer estos autores ante una guerra canalla fue dar testimonio crudo de los protagonistas, que hablen los cuerpos desmembrados, la propaganda de las autoridades, los soldados haciendo chistes macabros mientras juegan a profanar un cadáver enemigo. Cuando los soldados hablan de la guerra adoptan una postura cínica, parecen mercenarios y bufones. Todos esos pelotones formados por jóvenes surfistas, rockeros, universitarios, ex presidiarios, atletas, campesinos y obreros, templados por la guerra se transformaron en el reverso oscuro de la generación hippie, una parodia macabra de esa estética pop reconvertida en emblema de guerra. Por eso no es raro que el casco de un soldado lleve inscripto: “Nacido para matar”, junto al símbolo de la paz.

Si del seno de la sociedad de consumo, del rock y las drogas psicodélicas surgieron miles de soldados casi adolescentes muriendo y matando enloquecidos en la jungla vietnamita, después de leer estos reportes sobre Vietnam, uno fantasea con una pregunta morbosa: ¿Cómo sería el soldado de la próxima guerra occidental? ¿Podemos imaginar a los jóvenes de hoy, los adictos a las redes, a la pornografía, los gamers, los ludópatas virtuales, moldeados para el combate por los gobiernos belicistas? Lo que es seguro es que los futuros soldados serán más inhumanos equipados con armamentos más complejos cuando vean las bajas enemigas como en una pantalla de videojuego, porque ya no habrá combate cuerpo a cuerpo ni guerra de trincheras, y los enemigos se convertirán en un número estadístico, apenas un objetivo virtual. Lo que también es seguro es que la carne de cañón no será la de los burócratas militares ni los periodistas patriotas. Como en las guerras del pasado, los que van a matar y morir van a ser los miserables de siempre.