Claire Deya: “Es necesario nutrir la imaginación con algo más que relatos que promueven la idea de que la guerra es una fatalidad inevitable”
Claire Deya recupera un acontecimiento de la historia poco conocido en su primera novela «Estallido» (Galaxia Gutenberg): la desactivación de minas que tuvo lugar en el país galo por un grupo de voluntarios franceses y prisioneros de guerra alemanes.
Texto: David Valiente Foto: Frank Ferville
Francia. Primavera de 1945. La guerra está a punto de terminar en el continente europeo. Por el momento, los alemanes han sido expulsados de gran parte de los territorios conquistados. Como huella de que algo horrible sucedió quedan el rostro demudado de los ciudadanos, los escombros, los traumas… y las minas. La guionista Claire Deya recupera un acontecimiento de la historia poco conocido en su primera novela Estallido (Galaxia Gutenberg): la desactivación de minas que tuvo lugar en el país por un grupo de voluntarios franceses y prisioneros de guerra alemanes, que trabajaron juntos y con la espada de Damocles sobre sus cuellos porque la labor encerraba grandísimos riesgos para sus vidas; un error de cálculo a la hora de aproximarse al artefacto explosivo y la vida saltaba por los aires.
Todos los personajes de la novela tienen un pasado doloroso, causado por alguna pérdida significativa. Por ejemplo, Vincent, uno de los protagonistas de esta historia que regresa de un campo de prisioneros para encontrar a su Ariane, odia a los alemanes, pero no tiene más remedio que controlar sus ganas de matarlos para saber el paradero de su amada. En una línea vital muy similar, Saskia, única superviviente de una familia judía, regresa desde el campo de exterminio a un mundo que la ha abandonado por completo. El país donde fue feliz ya no la reconoce como miembro social, le pide que se calle y no moleste, que su vida no es más importante que la de los millones de ciudadanos que se han visto afectados por la ocupación nazi. En el bando de los vencidos en la guerra, Lukas pasa sus días en un campo de prisioneros. Es víctima y verdugo de las intenciones destructivas de quien se quita la vida en su búnker y sus colaboradores, ya que las circunstancias de su país le obligaron a combatir contra la cultura que tanto admira. Como se puede comprobar, los personajes de la novela han sido caracterizados con un trasfondo psicológico tan conflictivo como el mundo que habitaban en ese tiempo.
Usted es guionista y con Estallido, su primera novela, ha ganado el RTL/Lire Magazine 2024. ¿Qué le empujó a dar el salto al mundo editorial?
Este tema lo llevaba dentro de mí desde hace mucho tiempo y pensé que era el momento adecuado de escribir una historia, ya que resonaba al compás del incendio que está sufriendo nuestro mundo y nuestra desesperada búsqueda de tratar de mantener la paz. Por otro lado, necesitaba libertad. Algunos personajes de mi novela fueron reales, y no podía transigir con el personaje de ficción, como suele suceder hoy en día en el cine y en las series para satisfacer las exigencias de un algoritmo. En el libro, hablo de personas que guardaron silencio después de la guerra, al regresar de los campos de prisioneros y de concentración, hablo también de la Resistencia. En esa época, la gente no se desahogaba, las heridas permanecían en secreto; por lo tanto, tenía que dar un megáfono a todas esas voces internas. Entonces, para abordar estos temas sensibles y complejos, he intentado que cada situación y cada palabra fueran justas y exactas en un género como la novela que me proporciona el ecosistema adecuado. De hecho, llevándolo a un plano más personal, como mis personajes, yo también había atravesado cierto caos y buscaba reinventarme y sobrevivir en terreno minado. Encontré fuerzas para escribir esta novela y ahora estoy trabajando para que se convierta en una película.
Su novela se desarrolla en la primavera de 1945, poco antes del final de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué le inspiró a explorar este momento de la historia y cómo fue el proceso de investigación?
La primavera de 1945 es un periodo que me fascina por lo poco conocido que es, lo paradójico y crucial que resulta. Esta época es más desconocida porque la mayoría de relatos, novelas o películas terminan con el fin de los combates. Parece que el único objetivo fuera saber cómo ganar la guerra. En cambio, yo prefiero entender cómo se gana la paz. Porque la paz no surge por sí sola. La liberación fue un periodo de euforia, a pesar de que los tratados no ayudan a perdonar ni a olvidar, aunque sea urgente la reconciliación y aprender a vivir juntos. En la primavera de 1945, en la Costa Azul, había una voluntad vehemente de revivir el paraíso perdido. Asimismo, existía la esperanza, podríamos decir casi insensata, de que la vida podría retomarse donde la interrumpió el ruido de cañones. Todo sería posible de nuevo. La gente quería vivir, bailar al ritmo del jazz, amar con intensidad y recuperar el tiempo que la guerra les había arrebatado. Pero los alemanes dejaron bajo el suelo trece millones de minas; y toda la costa atlántica y mediterránea estaba infestada de esos artefactos indomables y listos para explotar en las playas, los campos, las carreteras o las vías del ferrocarril. A pesar de la conmoción que supuso, hemos olvidado este episodio de la Segunda Guerra Mundial; muy pocos libros de historia hablan al respecto, pero al menos conservamos las memorias del gran resistente Raymond Aubrac, quien se encargó de organizar el desminado, y los archivos de los municipios, donde se puede rastrear este trabajo titánico realizado por voluntarios sin preparación previa para esta labor, y donde también hallé testimonios conmovedores sobre estos zapadores hoy invisibilizados. Quería mostrar, además, el abismo entre aquellos que desean disfrutar de la vida y quienes arriesgan la suya, que no es más que un reflejo de las tensiones entre el peligro de muerte y el deseo de vivir.
Las minas, en su novela, pueden ser interpretadas como un símbolo de las secuelas físicas y psicológicas que deja la guerra. ¿Esos traumas se terminan desactivando?
Al hablar de las minas, también quería mostrar todo lo que permanece enterrado: las heridas, los duelos, el recuerdo de las atrocidades cometidas por la barbarie del nazismo. Es realmente una paradoja: el deseo de felicidad es más fuerte que nunca, aunque el haber sobrevivido a la peor faceta del ser humano parece ser un obstáculo para conseguirla. La sombra de los fantasmas sigue presente: la guerra continúa atormentando a los individuos, que se hacen preguntas como: ¿es posible aspirar a la felicidad cuando se ha perdido a todas los seres queridos en los campos de concentración? En el proceso de desactivado de una mina, primero se detecta, después se procede a su extracción y examen y, finalmente, se neutraliza o se hace explotar. En la misma línea, para desactivar un trauma, es imprescindible poder hablar de él, compartir la experiencia y, por supuesto, saber escuchar. Pero en 1945, no se habló ni se escuchó, el pudor y la nobleza de muchos miembros de la Resistencia no les permitió compartir el relato de sus sacrificios, al igual que tampoco lo pudieron hacer aquellas personas que regresaron de los campos de concentración. Durante mucho tiempo se pensó que ellos no hablaban por el dolor que les causaba el recuerdo; pero hoy nos damos cuenta de que no queríamos o no podíamos escucharles. El personaje de Saskia está inspirado en una mujer que guardó silencio durante siete décadas, pero una noche de hace ya diez años decidió hablarme de su regreso del campo de exterminio de Auschwitz. No me conocía mucho, aunque sabía que mi profesión era contar historias. Me pregunto si fue por eso que habló sobre su pasado por primera vez. Al llegar a París, tras su estancia en el campo, las primeras palabras que escuchó fueron: “No causes problemas”. A pesar de la rabia que sentía, aquel mandato de silencio funcionó. No tardó mucho en darse cuenta de la incomodidad que causaba o de lo molesta que podía llegar a ser, a pesar de que había sido deportada a la edad de dieciséis años y haber pasado más de dos en Auschwitz. Su padre y sus dos hermanos fueron asesinados en los campos, y ella, que sobrevivió a lo peor, tuvo que enfrentarse a la indiferencia, esa forma de violencia cotidiana e insidiosa… Un amigo libanés me dice que el mayor obstáculo para que las personas reflexionen sobre cuál es la mejor manera de erradicar los traumas de forma duradera y prevenir que vuelvan los conflictos es la inevitable sucesión de las tres ‘A’: el armisticio: estamos felices y es un alivio; la amnistía: el deseo de pasar página con el tiempo; y la amnesia: evitar hablar de los problemas, dejarlos sin resolver y echarlos al olvido, hasta que resurgen de nuevo.
¿Cree que las nuevas generaciones heredan esas “minas invisibles”?
Estoy convencida de ello. Uno de los personajes está inspirado en mi abuelo, de quien leí la correspondencia que escribió cuando estaba internado en un campo de oficiales en Alemania, ejerciendo como médico militar. Al escribir esta historia, comprendí aspectos de él que no había llegado a interiorizar del todo hasta ese momento. ¡Y también sobre mí! Esta novela me permitió ver con mayor claridad; es por eso que no lo considero del todo un relato histórico; también hablo de nuestro tiempo porque, por desgracia, no solo la Historia se repite, sino que también hemos heredado los traumas de esa época, así como los miedos ocultos. Se necesitarán algunas generaciones más para poder hablar de ello.
A los protagonistas de su novela les persigue el miedo allá por donde van. ¿Cómo cree que influye el miedo en las decisiones de los individuos?
Al hablar de las minas, hago referencia al miedo a lo desconocido, un miedo que no podemos ubicar, ya que las minas se encuentran ocultas y en silencio esperan el roce de un ser vivo para matar. Lo más paradójico es que este peligro creado por el ser humano estaba fuera de control, pues nadie sabía cómo desactivar los millones de minas. De hecho, Raymond Aubrac esperaba que esta tragedia, que acababa con la vida de civiles, incluidos niños, no volviera a suceder. Sin embargo, sus esperanzas cayeron en saco roto, ya que la escalada tecnológica no se ha detenido nunca y, de hecho, se ha repetido en otros lugares. Hablar de minas, por otro lado, es también hablar del temor muy presente en nuestros días del poder destructivo de nuestra especie, ya sea con armas cada vez más letales o por una gestión ineficiente del planeta, que provoca un aumento de la temperatura de la tierra y desastres climáticos de mayor magnitud. Por eso, el miedo en sí no es malo: nos permite estar alerta y es una muestra de lucidez. Por el contrario, las personas que no lo sienten denotan inconsciencia, negación. Pero tampoco podemos dejarnos sobrepasar por el miedo, pues sentiremos parálisis y angustia. Es preciso controlar el miedo, escucharlo y, a poder ser, superarlo; de lo contrario, provoca reacciones irracionales, como el rechazo sistemático al otro. Cuando sentimos miedo, nos podemos volver agresivos, incluso podemos llagar a atacar. En mi novela he querido mostrar lo que puede provocar el miedo: si nos sometemos a él, lo peor; pero si lo trascendemos, algo sublime.
Como muestra en Estallido, la guerra no termina cuando los países firman los tratados de paz, porque las personas siguen librando sus propias guerras internas relacionadas, sobre todo, con los eventos del pasado reciente. ¿Las guerras personales y emocionales pueden llegar a ser más difíciles de superar que los propios conflictos armados?
Así es: las guerras no terminan simplemente porque se decrete su fin. Tras la Gran Guerra, los alemanes consideraban que el Tratado de Versalles era un diktat (una imposición a la fuerza). El primer ministro francés George Clémenceau declaró al respecto: “Ganamos la guerra, pero perdimos la paz”. Los tratados punitivos solo generan resentimientos y no logran extinguir las llamas de un fuego que aún arde en las cenizas. Para lograr la paz, se debe desarrollar otra estrategia, como lo que ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial. Francia y Alemania llevaban años enfrentándose en guerras sangrientas y bárbaras, pero al final triunfó el camino de la valentía y la lucidez, y ambos pueblos decidieron trabajar juntos para construir Europa. Parecía imposible superar setenta y cinco años de tensiones y enfrentamientos armados, pero lograron lo que parecía impensable: cooperar. A nivel individual, sin embargo, esta labor se hace aún más complicada. En tiempos convulsos, las personas se encuentran en estado de supervivencia; solo queda la esperanza de que termine y que la vida sea lo mejor posible, aunque, a veces, el retorno a la vida normal no resulta como se espera. Como dice un verso del poeta Guillaume Apollinaire: “¡Qué violenta es la esperanza!” ¿Cómo podría el regreso a la paz estar a la altura de las expectativas? Las luchas internas de los supervivientes han sido terribles: luchar contra los demonios internos, contra el propio dolor es una prueba inhumana, que exige constancia. Primo Levi sobrevivió a los campos de concentración, rehizo su vida y llegó a enamorarse; e incluso contó lo que había vivido. Sin embargo, cuando parecía que lo más terrible había quedado atrás, sufrió una serie de episodios depresivos… Surge la siguiente pregunta: ¿cómo se puede ser feliz o simplemente (re)vivir, cuando toda tu familia ha sido exterminada, cuando has perdido al hombre o la mujer que amas, cuando fuiste herido, cuando fuiste torturado? Haber sido obligado a confrontar con la barbarie puede hacer que uno pierda la fe en la humanidad e, incluso, en uno mismo.
¿Qué simbolismos encuentra en el hecho de cooperar?
Me da la sensación que los seres humanos tendemos a luchar hasta el final, en lugar de buscar soluciones pacíficas; y entre las naciones, no es diferente. A veces, basta con una sola chispa para encender un conflicto. Entre Francia y Alemania, en un primer momento, se produjo una cooperación forzada, que se tradujo en el uso de los prisioneros de guerra en los campos, las fábricas, en la reconstrucción y el desminado del territorio. Trece millones de minas eran demasiadas minas para solo tres mil voluntarios franceses, así que se recurrió a prisioneros de guerra alemanes. La idea era completamente descabellada: hacer trabajar juntos, mano a mano a franceses y alemanes que se odiaban, y, como era de esperar, en los grupos de trabajo franco-alemanes la tensión era incandescente. Y en esa hermosa costa desfigurada por los alemanes y convertida en un infierno, las relaciones humanas se llevaban al límite. Para una novelista, un escenario tan explosivo es un recurso increíblemente valioso. Todo es posible, hasta cosas positivas. La historiadora Danièle Voldman llamó a estos grupos ‘laboratorios de paz’, ya que franceses y alemanes, al enfrentarse a los mismos peligros y correr los mismos riesgos, mostraban una valentía común y lloraban juntos a sus muertos. En suma, entre los zapadores de las dos nacionalidades se forjaron amistades sólidas y duraderas, que en muchos casos permanecieron hasta la muerte. Luego, gracias a la edificación de Europa, esta cooperación dejó de ser forzada y se volvió deseada, decidida, organizada. Fue, sin duda, una decisión política que trajo consigo intercambios culturales y económicos. Hoy parece algo obvio, pero en 1945 era totalmente descabellado e imposible pensar en la palabra perdón. Y, sin embargo, Francia y Alemania se reconciliaron. Una lectora alemana me dijo sonriendo: “¡Es lo mejor que hemos hecho!”. Hicieron falta tres guerras para darse cuenta de que era la única solución posible.
Pero…
Esta cooperación fue un milagro que, lamentablemente, nadie ha querido tomar como ejemplo. La ONU registra más de ciento veinte conflictos en la actualidad y cuando terminan aún quedan las minas. En Vietnam, todavía sigue el proceso de desminado. Según el Centro Internacional de Desminado Humanitario, las minas hoy amenazan sus vidas y paralizan sus actividades de entre sesenta y setenta millones de personas. A pesar de lo firmado en la Convención de Ottawa por 164 países, un tercio del planeta sigue sembrado con esta semilla de muerte. Esas cifras se olvidan, al igual que se ha olvidado en Francia que hubo minas y hombres que arriesgaron sus vidas para librarnos de ellas. Para recordar a todas esas personas, creo en el poder de la literatura para poder encarnar estas historias. Sabemos quiénes fueron estos hombres, las esperanzas que atesoraban, sus miedos, sus amigos, sus amores. Sí, temblamos con ellos y por ellos, si comprendemos el motivo de su lucha, si los escuchamos reír, fraternizar, reinventar sus vidas, entonces lo recordaremos. La guerra tiene sus consignas, sus escuelas, sus novelas, películas, series y sus propios tratados. Es hora de mostrar que la conquista de la paz es igual de apasionante, intensa, inesperada, emocionante y fascinante. Es necesario nutrir la imaginación con algo más que relatos que promueven la idea de que la guerra es una fatalidad inevitable.
Sus personajes no son héroes ni villanos, sino que están atrapados en esa zona de morales grises…
¿Y quién puede considerarse un héroe? Todas las clases sociales estuvieron presentes en los grupos de zapadores, al igual que en las trincheras de 1914. No todos formaron parte de la Resistencia; también había hombres hambrientos, perdidos, o aquellos que querían borrar un pasado oscuro. Estaban los alemanes y, aunque los criminales de guerra fueron apartados de los campos de prisioneros para ser juzgados, un ejército de ocupación siempre comete atrocidades. Sin embargo, en estos grupos de zapadores, muy pocos alemanes intentaron huir porque se dieron cuenta de lo que habían hecho y querían repararlo. No son héroes, pero lucharon por frenar sus sentimientos más oscuros y avanzar hacia la luz. Y este es el camino que me interesa explorar, aunque no todos lo siguieron.
De Gaulle buscó crear una narrativa en la que los franceses no habían sido colaboracionistas, sino que la mayoría habían pertenecido a la Resistencia o simplemente habían tratado de vivir sin mantener relación con el ocupante. Con el tiempo, como ocurrió en otros países invadidos por los nazis, se ha descubierto que mucha más gente de la esperada colaboró con los nazis. ¿En qué punto se encuentra el debate en estos momentos?
En realidad, lo que De Gaulle quería no era tanto hacer creer que la mayoría de los franceses habían formado parte de las filas de la Resistencia- que nadie se lo hubiera creído- sino dejar pensar a la gente que la colaboración no había sido tan grave ni masiva como se dijo, y que, en nombre de la Reconciliación Nacional, había que ser capaz de pasar página. En otras palabras, De Gaulle quería tomar el camino que conducía a la famosa amnesia de la que le hablé más arriba. Durante medio siglo, ningún presidente francés reconoció la responsabilidad del Estado en la deportación de decenas de miles de judíos. El presidente François Mitterrand se negó a que Francia pidiera disculpas porque afirmaba que quien había tomado el poder durante la ocupación no eran más que “minorías activas”. Esto es totalmente falso. Se otorgó plenos poderes al mariscal Pétain, defensor de la colaboración, al igual que prácticamente todos los diputados y senadores reunidos en Vichy. Solo ochenta diputados de seiscientos setenta y nueve rechazaron este acto de indignidad. Por lo tanto, la colaboración fue votada por una inmensa mayoría. Fue en 1995 cuando el presidente Jacques Chirac puso fin a esta ceguera. Pero este reconocimiento es necesario y estas disculpas llegaron demasiado tarde. Hoy en día, los historiadores coinciden en que hubo aproximadamente tantos resistentes como colaboradores: estimándose en unos cien mil de cada grupo. ¿Reflejan estos números la realidad? Si hubo cien mil colaboradores, ¿cómo podemos evaluar a los delatores: a aquellos que denunciaron a judíos o resistentes a través de llamadas telefónicas, testimonios orales o cartas anónimas? Esta colaboración fatídica y cobarde ha quedado impune. Por la otra parte, muchas familias que ayudaron o escondieron a maquis, transportaron correspondencia para las redes de la Resistencia o dieron refugio a niños judíos durante la guerra no han hablado de sus acciones, porque consideraban que era su deber y que no lo habían hecho para recibir medallas. Ninguna cifra podrá reflejar con precisión la realidad de un país profundamente dividido, a veces incluso en el seno de las mismas familias. Hoy son los nietos quienes tratan de averiguar lo que sucedió y descubren que sus abuelos fueron, en grados diferentes y a su manera, colaboradores o resistentes. Y si lo que se desea es desafiar las ideas preconcebidas, restablecer la complejidad de las relaciones humanas y hacer oír múltiples voces en lugar de una sola verdad, no hay mejor camino que la literatura.