Cambiar de año
Ana Rodríguez y su familia van en busca de los recuerdos del pasado a la par que lee «Los años» de Annie Ernaux.
Texto: Ana RODRÍGUEZ ÁLVAREZ
El día de Nochevieja empecé a leer Los años, de Annie Ernaux. Lo había comprado en Escaramuza, una librería de Montevideo a donde fui a comer casi todos los días durante mi estancia en la ciudad. Siempre lo mismo: tarta de remolacha y ricota y agua con menta. La mayor parte de las veces sola, haciendo malabares para no ensuciar de grasa el libro de turno. No quería que apareciera entre sus páginas una mancha translúcida en la que las letras del anverso y del reverso se fusionaran, mientras unas serifas chocaban contra otras.
Le mentí a la librera cuando le dije que era para regalo: había comprado Los años para mí.
–¿El lápiz puede ser azul?– le pregunté mientras cubría el ejemplar con un papel blanco.
Al envoltorio de cada libro pegaban una pintura de colores. Yo también quería una, aunque luego no la usara para subrayar.
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La mañana de Navidad coloqué el paquete bajo el árbol de casa de mi prima C., entre una olla para mantener la comida caliente y los regalos de sus hijos. Lo abrí como si alguien me lo hubiera regalado.
No empecé a leerlo hasta la tarde del 31.
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Ernaux arranca su libro con un listado: el de todas las cosas que desaparecerán. Imágenes, hechos, palabras… se suceden durante páginas y páginas como una letanía de recuerdos que se pronuncia antes de que el silencio se cierna sobre ellos. A partir de ahí, la autora relata mediante pequeños fragmentos un arco de tiempo que va desde los años cuarenta (la década en que nació) hasta comienzos del siglo xxi, entreverando la Historia de Francia y del mundo con la suya propia.
Como ella misma explica, recurriendo a la tercera persona: «Querría unir esas múltiples imágenes de ella, separadas, desajustadas, mediante el hilo de un relato, el de su existencia, desde su nacimiento durante la Segunda Guerra Mundial hasta hoy. Una existencia singular pero fundida también en el movimiento de una generación. En el momento de empezar, se enfrenta a los mismos problemas de siempre: cómo representar a la vez el paso del tiempo histórico, el cambio de las cosas, de las ideas, de las costumbres y lo íntimo de esa mujer, cómo hacer coincidir el fresco de cuarenta y cinco años y la búsqueda de un yo fuera de la Historia».
Con todo, quizás su propósito más íntimo es el que confiesa más adelante: «ella lo que querría es salvarlo todo en su libro, lo que ha existido alrededor suyo». Esto es, hacer un inventario de la memoria que, de otro modo, estaría destinada a fenecer con sus últimos depositarios.
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Después de comer el enésimo asado uruguayo en la comida de Año Nuevo, quería seguir leyendo. Pero no pude porque mi padre nos había organizado una excursión: íbamos a ir a la búsqueda de las tres primeras casas en las que había transcurrido su infancia.
Durante los años que estuvieron en Montevideo, mis abuelos habían vivido en cuatro lugares diferentes. La casa de la calle Buxareo la conocíamos de sobra, porque fue la última que habitaron y donde pasaron más tiempo. El problema eran las otras tres, de las que mi padre conservaba vaguísimos recuerdos. Las estancias habían sido breves y él todavía era muy pequeño:
–De la primera –nos decía– sólo me acuerdo del nombre de la calle y de que había una claraboya. Mi hermana se cayó de ella y no le pasó nada de milagro.
Para que nos ayudara en nuestra búsqueda, fuimos a recoger a J., un tío de mi padre que todavía vivía en la ciudad. El tío J. había desembarcado en Montevideo a los diecisiete años, poco antes que ellos, y ahora acababa de cumplir ochenta y cinco.
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La comitiva se trasladó en dos coches que mi padre distribuyó a su manera. En el de mi primo A. iban el tío J. y mi padre:
–Tú te vienes con nosotros –me dijo–, que para algo eres quien escribe en esta familia. Así puedes ir tomando notas. El resto, en el coche de C.
Tras recorrer un Montevideo casi desierto, adormecido por la resaca del día anterior, llegamos a la calle Susviela, donde estaba la primera casa. Mi padre había vivido allí apenas unos meses, cuando tenía poco más de dos años.
–Ahora ve despacio –indicó el tío J. a mi primo.
En aquel momento mi tío parecía una especie de zahorí, sólo que sin varillas. Escudriñaba una a una las casas, tratando de adivinar cuál de ellas se correspondía con la de su recuerdo:
–Para aquí. Creo que es esa.
Mi primo aparcó enfrente de una casa pintada de colores tierra y amarillo pálido. Mi prima C., que conducía el otro coche, se detuvo a unos metros.
Detrás de la reja que rodeaba la vivienda, una señora ganchillaba sentada en una silla de plástico. Mi tío se acercó a hablar con ella. El resto nos quedamos a una distancia prudencial porque plantarnos los nueve que éramos ante su puerta nos pareció un poco intimidante. No obstante, mi padre se fue aproximando despacio, como si estuviera pisando un suelo repleto de cristales.
–¡Es ésta! –exclamó el tío triunfante pocos segundos después.
Fue entonces cuando me uní a la conversación, en calidad de fedataria familiar:
–Pero la casa era blanca, ¿no? –preguntó mi padre a la señora. Y el porche tenía césped en lugar de terrazo. Y la reja no existía.
–Así es –respondió aquella mujer tan amable–. Cuando la compramos hace más de veinticinco años la pintamos, pero antes era blanca. Y la reja, ya sabe, ahora todas las casas la tienen.
Seguimos charlando un buen rato. Apareció un vecino que, de niño, había trabajado con el tío J. en una carnicería. Contaron historias de vivos y muertos. S., el hijo de mi prima C., se acercó al corrillo que formábamos. Desde el otro lado de la acera, mi madre nos sacó una foto: de frente se ve la fachada de la casa, a la dueña y al vecino; de perfil, a mi padre y al tío J., con su eterno bigote de galán de los años cincuenta; a S. y a mí, de espaldas, mientras lo abrazo. A sus once años ya me pasa de la altura del hombro.
Al cabo de un rato, cuando nos pareció que ya habíamos molestado lo suficiente, nos marchamos.
–¡Qué historia tan bonita! – nos dijo la dueña de la casa. Feliz año a todos.
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Proseguimos la búsqueda de las dos siguientes. Ahí no tuvimos tanto éxito. Sólo llegamos a intuir cuáles podrían haber sido, pero no encontramos quién nos pudiera ayudar. En la tercera, vimos luz en el salón. Sus habitantes corrieron las cortinas en cuanto se percataron de que un grupo de unos diez desconocidos señalaba su fachada. No nos importó mucho. Nos fuimos a cenar pizza y fainá para celebrar el moderado éxito de nuestra pesquisa.
Ya en el bar, la pequeña C., hija de mi prima, nos hizo brindar siguiendo el ritual que a ella le gusta: primero, uno a uno; luego, todos juntos. Los vasos de cerveza y refresco chocaron entre sí. Y cuatro generaciones de la familia Álvarez se pusieron a comer.
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Al igual que Annie Ernaux, también nosotros fuimos a rescatar ese día y los que siguieron las imágenes del pasado:
- Las casas que mis abuelos habían alquilado, desperdigadas por los barrios de Montevideo.
- La carnicería que mi abuelo E. vendió al tío P., el padre de mis primos, y que ahora es una barbería.
- Las piscinas de la Rambla, hoy desaparecidas, donde mi padre saltaba desde el trampolín.
- La escuela Barón do Río Branco en la que a mi padre le enseñaron a cantar el himno de Brasil y del que sólo fui capaz de aprender la melodía y las primeras palabras: «Ouviram do Ipiranga».
- El almacén de mi abuela, en el que vendía un poco de todo y del que hoy no queda rastro.
- La fotografía que nos enseñó la tía L. con la imagen de una cena celebrada más de cincuenta años atrás. Mi padre, un niño rubio de doce años, parecía observarnos a través del papel. Tenía el mismo peinado que ahora.
- Los barcos de emigrantes llegando al puerto de Montevideo, dejando tras de sí su estela de llanto.
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Todas estas cosas, como tantas otras, están llamadas a desaparecer, a morir con el último de nosotros. Por eso quizás nuestra excursión del día 1 pueda parecer un poco absurda: empezar el nuevo año buscando los anteriores, demorando el momento en que esos recuerdos acabarán cayendo en la superficie del olvido.
Yo creo, sin embargo, que tuvo la belleza de las empresas más nobles: las que desde el inicio están abocadas al fracaso, pero que aun así se llevan a cabo. Porque prolongar, aunque sea por un instante, lo que de hermoso tiene el mundo siempre merece la pena.
Nosotros, como Ernaux, quisimos «salvar algo del tiempo en el que ya no estaremos nunca más». Un tiempo que sólo es memoria y que, revestido de una superficie rugosa que podemos tocar, todavía nos acompaña en este 2024. Quién sabe si en los siguientes.
Mientras tanto, brindemos. Primero, uno a uno. Después, todos juntos.