«Arcén», un viaje literario a la generación que no esperaba vivir peor que sus padres

Borja Navarro publica en la editorial dosmanos su libro de relatos.

Texto: Guillem BORRERO

 

Un buen prólogo conlleva el riesgo de meter al autor del libro en un aprieto. Porque desde la altura a la que termine el prólogo, dependiendo de la calidad de lo que siga, la caída puede ser fatal. En Arcén (editorial dosmanos, 2023), de Borja Navarro, el prólogo es excelente, incluso diría que demasiado excelente; uno no sabe si ya ha empezado la historia y de ahí lo elevado de la prosa o todavía seguimos, desorientados, en la antesala. Y uno siente temor. Porque uno ya está harto de comentarios hiperbólicos de cada uno (absolutamente de cada uno) de los libros que se publican. Que si el mejor de su generación, que si fenómeno editorial de la década. Harto. Muy harto uno está de que, según parece, las décadas pasen tan rápido que a cada golpe de dedo por un Instagram infectado de bookstagramers aparezcan varios de esos “únicos e inimitables” fenómenos. De ahí que la sorpresa, grata y felicísima sorpresa tras la lectura de apenas los tres primeros cuentos de Arcén, sea como para guardarla en conserva y revivirla en esos momentos de bajona lectora que un enfermo de los libros debe vivir a menudo. Y es que resulta que el prólogo, que está firmado por María Bastarós y es un apasionado tributo inusualmente bien escrito para solo tratarse de un prólogo, se queda corto, solo el primer paso del ascenso imparable que supone Arcén,

A aquellos que la simpática crisis de 2007 pilló justo al inicio de sus carreras profesionales, truncándolas, a caballo entre la universidad y un trabajo que prometía porvenir y al final se limitó a dar un presente justito; a los que felizmente pertenecen a la generación tantas veces tildada como la primera que vive peor que sus padres, las historias de Arcén sonarán muy familiares. Escrito desde el margen, con una tinta que parece el petróleo que alimenta el motor de esos camiones que circulan por la CV-500, en Arcén los relatos son puñetazos que no dan tregua (pero no en el cuerpo, sino puñetazos o directamente puñaladas en la conciencia); cada relato es un round de boxeo en el que el lector siempre pierde por knockout. ¿Será capaz de otro?, se queda pensando uno en la lona. Por eso atacas al siguiente, para acabar igual, tumbado, torcido, quebrado. Y así Borja Navarro va enhebrando el prosaico destino de unos cuantos personajes de carne, hueso y sueños rotos y los hace orbitar alrededor del arcén más familiar: el arcén de la vida.

Que me aspen si no hay algo perversamente placentero en encontrar la propia miseria narrada con perfección, pero -crucial detalle- siendo otro el sujeto. Tal vez se deba a que así, con la distancia de que gozamos como lectores, uno entienda, y uno se entienda. Inquieta, el placer a menudo doloroso de entender. ¿No? Sin embargo, en ningún caso se adivina que la intención del autor sea tender la mano, ayudar, sanar almas. El oficio de Borja Navarro es describir. No es culpa suya que a su alrededor haya lo que hay: las afueras de Valencia tajadas por la carretera CV-500, un caldo de cultivo muy propicio para el desarrollo -digamos- de todo el abanico humano.

Podría caerse en el lugar común de afirmar que los personajes de Arcén son antihéroes, pero a mi juicio se erigen como héroes. Hay jóvenes expatriados que vuelven a casa y de pronto, pero tarde, recuerdan por qué se fueron; hay padres que, aunque insultan al árbitro, han olvidado cómo querer a sus hijos; hay madres exhaustas que se enorgullecen de sus hijas delincuentes; hay vidas pequeñas en gigantescas autocaravanas; hay una vida plomiza pese a que el sol de levante caiga a plomo. Es decir: héroes, personajes que se enfrentan a su destino y salen transformados de la aparatosa trifulca. Solo que, en Arcén, ese cambio, ese arco que se exige a los héroes, sigue la trayectoria propia de una gallina descabezada rumbo al abismo. El mérito de Borja Navarro es el de seguir ese camino periférico, profundamente errante y vacío de moraleja, y narrarlo con una prosa de asfalto y nubes que araña y acaricia a voluntad del autor.

Algunos escritores logran hacernos recordar que la literatura encierra grandes poderes. Que haberlos olvidado puede ser culpa nuestra, los lectores, por leer mal, pero también culpa de esa prosa hueca que deshonra su medio para, encima, dar un mensaje irrelevante. Tan solo algunos escritores nos despabilan del entumecimiento en el que nos sumen esas lecturas mediocres y nos devuelven la esperanza por una literatura como un campo todavía inexplorado, lleno de riesgos y posibilidades, desde luego, pero riesgos y posibilidades u oportunidades de las que solo los más avezados e incautos -y geniales- sacarán provecho.

Mientras uno lee Arcén, el tedio se deshace. La mente, se afila. Mientras uno lee Arcén, se capta que el autor ha entendido mucho más sobre el mundo que uno mismo. O que tal vez en algún momento uno supo de esas cosas, pero que las olvidó casi por completo, y que solo gracias a libros como Arcén las ha salvado, por el momento, del olvido definitivo. Habrá que seguir leyendo libros así. Aunque duelan.