40 años de Ignatius Reilly, un necio genial

En el 40 aniversario de la publicación norteamericana de «La conjura de los necios», publicamos el artículo que Jorge Herralde escribió para nuestra revista Librújula en el que recuerda cómo se convirtió en el editor español del libro y el viaje que realizó a Nueva Orleans para conocer el ambiente que alumbró esa obra legendaria.

Texto: Jorge HERRALDE

 

Así empieza la historia. Otoño: temporada de catálogos editoriales. En 1980 recibo, entre otros muchos, el catálogo de una editorial universitaria de Nueva Orleans, Lousiana University Press. Hasta entonces habían publicado los típicos estudios universitarios sobre temas sureños: el cultivo del algodón, el trasiego de los barcos en el Misisipi o los cantantes de blues y espirituales negros. Pero ahora han inaugurado una pequeña colección de narrativa y anuncian un título, A Confederacy of Dunces, de un autor llamado John Kennedy Toole, desconocido. Pero lo “promocionan” de la forma más convincente posible: reproducen el prólogo del libro a cargo de Walker Percy, un novelista sureño, famoso sobre todo por su primera novela, The Moviegoer (“El cinéfilo”), de 1961, que mereció el National Book Award, seguida de otras obras que lo convirtieron en un admirado y respetado writer’s writer. 

Dicho prólogo es ya un clásico. Cuando Percy daba clases en la universidad de Loyola, en Nueva Orleans, fue acosado telefónicamente por una insistente señora que terminó por plantarse en la misma universidad y le entregó un voluminoso manuscrito: una novela de su hijo, muerto, que era una obra maestra. El caballero sureño admite, imperturbable, el engorroso regalo. Y cuenta que confiaba en echarle un vistazo y abandonarlo sin mala conciencia. Pero lo empieza a leer y lo sigue leyendo “con emoción creciente”, así como con incredulidad: “no es posible que fuera tan buena”. Y añade: “Resistiré la tentación de explicar al lector qué fue lo primero que me dejó boquiabierto, que me hizo sonreír, reír a carcajadas, mover la cabeza asombrado. Dejaré que el lector lo descubra por sí mismo”.

Pero Percy sí que presenta al protagonista: “He aquí a Ignatius Reilly, sin progenitor en ninguna literatura que yo conozca (un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno), en violenta rebeldía contra toda la edad moderna, tumbado en la cama con su camisón de franela, en el dormitorio de su hogar de la calle Constantinopla de Nueva Orleans, llenando cuadernos y cuadernos de vituperios entre gigantescos accesos de flato y eructos“. Y describe también a los variopintos personajes retratados tan vívidamente, al tiempo que muestra todas las peculiaridades y extravagancias de Nueva Orleans. Añade que, lo que en castellano ya se llamó La conjura de los necios, es una gran farsa estruendosa de dimensiones falstaffianas. Y también habla de su cara trágica, agravada por el hecho de que el autor se suicidó en 1969 sin haber podido publicar su obra. Y acaba diciendo que “nada podemos hacer” a este respecto, “salvo procurar que al fin esta tragicomedia humana, tumultuosa y gargantuesca, pueda llegar a un mundo de lectores”.

Inmediatamente pedí una opción a la Lousiana University Press informándoles de que estábamos preparando una colección, Panorama de narrativas, dedicada a “clásicos” contemporáneos, con títulos ya contratados de Jane Bowles, Paul Bowles, Eudora Welty, Grace Paley, Thomas Bernhard y Joseph Roth. Nos enviaron el libro advirtiéndonos que otro editor había pedido una primera opción, pero por fortuna para nosotros lo descartó. Lo leí entre carcajadas, que se repiten en cada relectura, y con la convicción de que estaba ante una obra extraordinaria y muy, muy singular.

El 25 de noviembre de 1980 les pasé una oferta de 1.000 dólares, y recibí un telegrama de Dianne Guidry,nuestra interlocutora en la editorial, comunicándonos que nos darían una respuesta el 1 de enero. Días de suspense, pues. Pero pronto llegó un telegrama aceptando nuestra oferta “and contract follows”, y el 15 de abril de 1981 nos llega una carta alborozada: quería compartir con nosotros la alegría de que A Confederacy of Dunces, “a such fine literary work”, hubiera ganado el premio Pulitzer.

En Anagrama publicamos La conjura de los necios en mayo de 1982, se trataba de una obra bastante extensa (389 páginas en nuestra edición) y de traducción ardua. Fue el número 15 de Panorama de narrativas, iniciada el año anterior, una colección de inmediato bien recibida, con los autores antes citados y además con dos obras de Patricia Highsmith (a las que siguieron muchas otras), que la habían empezado a instalar firmemente en nuestras librerías. Hicimos un tiraje cauteloso de La conjura (autor difunto, desconocido y de  obra única) de 4.000 ejemplares, y despegó más bien piano, piano. Pero empezaron a aparecer, algo desperdigadas, críticas excelentes (y algunas atónitas), el boca a boca empezó a funcionar. Y, según un periódico de la época, en agosto de 1982 se produjo un curioso fenómeno: en muchas playas podía verse a lectores retorciéndose de risa sujetando con la mano un libro de curioso título: La conjura de los necios. Con lo que, al regreso de vacaciones y a petición de las librerías desvalijadas, encargamos una segunda edición, también cautelosa, que duró dos días, y después suma y sigue, convirtiéndose en un best seller & long seller interminable, cuya lectura va pasando de padres a hijos o quizás, ahora, más bien a padres, hijos y nietos. Y no solo en España sino también en América Latina, donde su culto no cesa.

Llevado por mi entusiasmo, lo recomendé a algunos editores extranjeros amigos. Así, en Francia lo había publicado Plon, si bien recuerdo, y aunque fue elegido mejor libro extranjero del año, la traducción estaba tan llena de argot que parecía que uno estuviera leyendo una serie noire particularmente exótica y su destino languidecía. Mi gran amigo y editor Christian Bourgois lo publicó en su admirable colección de bolsillo 10×18 y asimismo se convirtió en un best seller. O en Italia, años después de una primera edición poco entusiasta (creo que en Garzanti), se lo recomendé a los jóvenes editores de Marcos y Marcos, lo rescataron y también funcionó el milagro.

Mi relación con La conjura de los necios tuvo un excursus inesperado. En 1988, la institución estadounidense Meridian House International me concedió una suerte de beca, que hicieron extensiva a mi colaboradora y pareja Lali, consistente en un viaje de tres semanas por Estados Unidos, por la atención que Anagrama había prestado a la literatura norteamericana durante muchos años. Estuvimos varios días en San Francisco (visita a Ferlinghetti y la City Lights Books) y una semana en Nueva York (Tom Wolfe, Kurt Vonnegut, Harold Brodkey y los jóvenes rompedores Bret Easton Ellis y Tama Janovitz), y también visitamos a Grace Paley en Vermont, New Hampshire, y a Eudora Welty en Jackson, Mississippi.

Pero la etapa más memorable del viaje consistió en varios días en Nueva Orleans, donde, además del carácter fascinante (y caribeño, cuánto calor) de la ciudad en la que nos zambullimos gozosamente durante el día y la noche en sus cavas de jazz, exaltantes y desmadradas, nos encontramos con la más inesperada de las sorpresas. La organización del viaje nos había asignado un guía literario para conocer la ciudad: un profesor de literatura de media edad que presumía de no haber salido nunca de Nueva Orleans ni casi de su corazón, el Barrio Francés, le Vieux Carré. Se llamaba Kenneth Holditch, y nos acompañó al Hotel Monteleone, uno de los más literarios de Estados Unidos, donde se alojaron repetidamente Hemingway, Faulkner, Tennessee Williams y los padres de Truman Capote, quien no nació allí, como Truman alardeaba, sino a última hora en un hospital cercano. Y a la casa con su piscinita de Tennessee Williams guardada por un mayordomo negro muy impuesto de su importancia, mostrando la memorabilia allí reunida, o al restaurante en el que Sherwood Anderson organizó un gran almuerzo con motivo de la segunda novela de Faulkner,Mosquitos, en la que este retrató, en clave indiscreta, a la tribu literaria de Nueva Orleans, todos invitados a la comida, lo que provocó, nos contó Kenneth, no pocas tensiones. Pero, para mí, el milagro o chiripa o el conocimiento de nuestro catálogo por parte de los organizadores consistía en que Kenneth Holditch era quien había escrito la primera crítica mundial, muy favorable, de la recién aparecida La conjura de los necios en Times Picayune, el periódico de Nueva Orleans en el que colaboraba. Esto le granjeó la amistad inmediata de Thelma, la madre de Toole, a quien nos describió vívidamente: a raíz del éxito de la novela, por cuya publicación tanto luchó, se convirtió en una celebridad en Nueva Orleans, dando conciertos de piano, su vieja pasión, participando en conferencias y actos de todo tipo, dando entrevistas, recibiendo agasajos: una estrella.

Kenneth nos dijo que estaba empezando a trabajar en una biografía de John Kennedy Toole, aunque Thelma, que custodiaba el tesoro, no era precisamente fácil. Pero en cambio,nos contó Kenneth, Thelma recordó la existencia del manuscrito de una primera novela, La Biblia de neón, escrita por Toole a los 16 años, que en su día el autor presentó sin éxito a un premio literario para aparcarla después sine die. Tal ópera prima tenía una sorprendente calidad literaria, pero, naturalmente, estaba muy lejos aún de la gran riqueza y complejidad de La conjura de los necios. Al morir Thelma, su abogado comunicó a Holditch que en su testamento le había nombrado “guardián”, por usar sus propios términos, de La Biblia de neón. Después de tres años de litigios con la familia del padre de Toole, siempre complicada, pudo publicarse con un prólogo del propio Holditch que figura, naturalmente, también en la edición de Anagrama.

Finalmente, quiero felicitar a Cory Maclauchlin por la ejemplar biografía de un personaje tan complejo y escurridizo como John Kennedy Toole. Realiza un estudio exhaustivo de su background familiar, con la imponente figura de su madre Thelma, de su infancia, de sus peripecias escolares, de su brillantez como alumno, de su sentido cómico a menudo mordaz, a menudo absurdo, a menudo muy negro, de cómo se impregnó de Nueva Orleans, que, gracias a su afilado sentido de la observación, le proporcionó material para componer una vívida y variada galería de personajes que enriquecen tan poderosamente su novela. También describe cómo Toole descubre Nueva York, que tanto le impactó. Como escribe su biógrafo: “Moral y pragmatismo. Ignatius Reilly y Myrna Minkoff. Nueva Orleans y Nueva York. En La conjura de los necios, Toole superpone dos filosofías opuestas en los personajes, el diálogo y las dos ciudades más fascinantes que conoció”. Mientras que el propio Toole escribió: “Nueva York es el Arca de Noé de nuestros días”. Incluso en Nueva York, nos cuenta su biógrafo, Toole encontró en Bobby Birne, un medievalista, fiel seguidor de Boecio, una fuente de inspiración para Ignatius Reilly. Y allí vio a los beat, admiraba a Kerouac, y la joven Myrne, siempre contestataria, parecía estar inspirada en las muchas estudiantes rebeldes, indignadas diríamos ahora, presentes en cualquier manifestación, en cualquier acto de rechazo contra el orden burgués.

Durante su periodo de servicio militar en Puerto Rico, como profesor de inglés, Toole se dedicaba a escribir obsesivamente su gran novela, La conjura de los necios. Y a principios de 1964 decide enviar el manuscrito al editor estrella neoyorquino Robert Gottlieb, director de Simon & Schuster, editor entre otros de Trampa 22 de Joseph Heller, quien tenía entre sus colaboradores nada menos que a Michael Korda, otro editor excepcional y cuyas memorias, Editar la vida,son de lectura indispensable. Y mantuvieron una relación, prácticamente postal, llena de desencuentros, que tuvo un final muy amargo. Aunque para Thelma, la madre de John, Gottlieb fue el malo de la película, el responsable del suicidio de Toole, el biógrafo matiza muy acertada y documentadamente dicha relación. Gottlieb le indica unos defectos posiblemente ciertos, pero lo alentó: “Anímese, trabaje, lo conseguiremos”. Pero después de dos años, ocho cartas y una llamada telefónica de una hora, los obstáculos persistían. Aunque en su última carta Gottlieb le escribió: “Tenga la seguridad de que volveré a leerlo cuando acabe de hacer lo que está haciendo. (…) No está trabajando en el vacío, ni siquiera en el mundo editorial de Nueva York. Al menos este editor está intentando y esperando que haya elegido la opción correcta de continuar con este libro en lugar de empezar con algo nuevo (…) “Adelante”. Pero dice el biógrafo que “incapaz de revisar la novela sin destrozarla, incapaz de derramar la sangre de su criatura, su plan maestro se encontraba ahora deshecho en sus manos”.

Pese a su aliento, crítico, pero aliento, Gottlieb sí cometió un grave error, que a posteriori es muy fácil de dictaminar. Le dijo que, debido a que la literatura cómica carecía de prestigio, su libro no se vendería nada. Y en el mundo neoyorquino, como se sabe y el biógrafo lo describe muy bien, el éxito económico de un libro era imprescindible. ¿Cómo se explica, si no, que un talento de primerísimo nivel como el de Michael Korda estuviera trabajando directamente, codo con codo, con la autora Jacqueline Susann durante meses y meses en un libro como El valle de las muñecas? Gracias a Korda se convirtió en un best seller poco distinguido pero que supuso millones de dólares para la editorial.

Además de Toole, la otra gran figura de la biografía es su madre Thelma, que llevó a cabo tan aguerrida lucha para conseguir la publicación de La conjura de los necios. Desde 1979 fue enviando el único (¡!) manuscrito que poseía a ocho editoriales, entre ellas tres de las más importantes de Nueva York, como Norton, Harcourt Brace Jovanovich y Knopf (no sabiendo que el nuevo director de esta última era su odiado Gottlieb, el diablo en persona), hasta que se plantó en la universidad Loyola de Nueva Orleans y Walker Percy no pudo evitar quedarse con el manuscrito y la larga historia culminó en un happy end.

En 1981, a partir del Pulitzer, Thelma llegó al pináculo de su fama, entrevistas televisivas, charlas y conferencias innumerables, actuaciones en las que mencionaba personajes de la obra de su hijo; la nombraron Reina Madre del Mardi Gras, un honor altísimo en Nueva Orleans, y doctora honoris causa de la universidad de Southeastern Louisiana. Se consideraba la Reina Madre de los escritores, aunque siempre afirmaba en sus charlas que todo se lo debía al genio de su hijo. Aunque en ocasiones se la tachó de megalómana, muchos la adoraban. Una exalumna suya escribió: “Rezo para que yo, a los 79 años, pueda tener delirios de grandeza y no delirios catastrofistas”. El funeral de Thelma, celebridad local, fue un éxito. Pero nos quedamos sin conocer la nota de suicidio que dejó Kennedy Toole y que Thelma hizo desaparecer junto a otros documentos que estaban en el coche en el que se suicidió.

Y me gustaría terminar con la cita de la reseña de la biografía en Bookpage: “La historia de John Kennedy Toole y La conjura de los necios es una leyenda del mundo editorial. Este libro revela que la verdadera historia es mucho más complicada y mucho más interesante. El autor realiza un trabajo impresionante, rellenando los vacíos y ayudando a entender mejor a un escritor complejo”. Enhorabuena, pues, al biógrafo,por tan magnífico trabajo.