Xosé M. Núñez Seixas: “En lo relacionado con la historia de Europa del siglo XX las sensibilidades divergen en infinidad de teorías»

El historiador y catedrático Xosé Manoel Núñez Seixas (Orense, 1966) acaba de publicar en Galaxia Gutenberg Volver a Stalingrado. El frente del este en la memoria europea, 1945-2021, V Premio Internacional de Ensayo Walter Benjamin 2021.

Texto: David VALIENTE  Foto: X. SOLER

 

Volver a Stalingrado. El frente del este en la memoria europea, 1945-2021, de Xosé Manoel Núñez Seixas, es un libro que nace con la pretensión de analizar los relatos de la confrontación en Europa del Este desde una visión global, perspectiva que, según el autor, escasea en el mundo académico y que trataría de consolidar los trabajos que ponen su atención en los acontecimientos narrativos de un único país, llámese Rusia, Ucrania o Alemania Oriental. Xosé Manoel ha dedicado gran parte de su carrera a estudiar los nacionalismos, empezando por su tesis doctoral, El problema de las nacionalidades en la Europa de entreguerras: el Congreso de Nacionalidades Europeas (1925-1938), elaborada en el Instituto Universitario Europeo de Florencia hace 30 años. Desde entonces, no ha parado de producir material bibliográfico en forma de artículos y libros, de los que podemos destacar de esta última sección Las patrias ausentes. Estudios sobre historia y memoria de las migraciones ibéricas (1850-1960), Camarada Invierno. Experiencia y memoria de la División Azul, 1941-1945 y Fascismo, guerra e memória. Olhares ibéricos e europeus. En la actualidad, es catedráticos de la Universidad de Santiago de Compostela y entre los años 2012 y 2017 fue profesor en la Universidad Ludwig-Maximilian. Además es profesor invitado en las universidades de Paris VII, Paris X, Rennes, Bielefeld, Zentrum für zeithistorische Forschung, City University of New York y Stanford, y en el Colegio de Europa.

Con su último libro, muestra una vez más su “afición personal por la sociedad y la cultura de la guerra y por los pasados traumáticos ligados a las dictaduras del siglo XX”. Todo esto teniendo en cuenta que “la memoria de la segunda guerra mundial cuenta con poca presencia en España, mientras que en otros países como en Alemania se hacen continuas menciones en conmemoraciones y discursos oficiales”. Su libro atiende también a los combatientes italianos y españoles que lucharon en el este y el caso particular de Finlandia, pero por razones de interés personal del plumilla, la entrevista se enfocará en la construcción de la identidad alemana, la crítica a la Gran Guerra Patriótica y la guerra que azota a Ucrania.

¿Cómo definiría Europa del Este?

Los pensadores franceses de la Ilustración establecieron que Europa del Este correspondía al territorio allende al río Rin, azotado por la barbarie y el despotismo y con lo eslavo, la religión ortodoxa y la cultura cirílica en la base de su constructo social. Una contraposición a la imagen que los mismos intelectuales crearon de la Europa Occidental. Desde luego, la concepción geográfica ha sufrido una serie de cambios a lo largo de la historia en servicio de la geoestratégica. Antes de la primera guerra mundial, Europa del Este se componía de un conglomerado territorial que abarcaba los Balcanes, parte del Imperio austrohúngaro y el Imperio zarista. Durante el periodo entreguerras, Praga, la capital de la extinta Checoslovaquia, se situaba en la Europa Central, pero su localización cambió cuando se puso en mancha la Guerra Fría, y todos los territorios al otro lado del telón de acero y suscritos al Pacto de Varsovia se consideraron la nueva Europa Oriental. Un esquema así, generó una serie de paradojas: ciudades más allá de Praga, como Helsinki y Viena, se consideraron el Oeste. Por añadidura, la concepción del Este salvaje, antiliberal, antidemocrático y supersticioso siguió perdurando un tiempo. De igual modo, se consideró a los nacionalismos de la Europa Occidental más cívicos, mientras que el nacionalismo de nuestros vecinos comunistas no se libraba del fundamentalismo y la xenofobia. Sin embargo la Irlanda del Norte de los años 70 andaba a tortazos y el País Vasco y Córcega tampoco se libraron del conflicto y eso que eran países occidentales. En el ámbito académico, entre mis colegas, sobre todo entre los germanistas, se discute sobre la corrección política: evitan decir Europa del Este en detrimento de Europa Centro-Oriental, así estudian dentro de unas mismas coordenadas a Eslovenia y Tayikistán. A mis estudiantes siempre les hago el chiste de que para la UEFA Israel, Georgia y Armenia son Europa, pero para la Unión Europea, no. Nos movemos entre convencionalismos flexibles.

De los países trabajados en el libro, ¿cuál ha sido capaz de construir un relato crítico y vinculado a lo nacional?

Sin duda, Alemania. Pero no se ha logrado de la noche a la mañana. Durante 30 años, la sociedad alemana ha cuestionado los relatos acerca del nazismo y de la segunda guerra mundial que imperaron en la Alemania dividida. El discurso dominante en la República Federal Alemana (RFA) constataba que los alemanes eran víctimas de las consecuencias de la guerra, víctimas de los aliados y de los soviéticos y, por supuesto, víctimas de Hitler y la camaradilla de lunáticos que lo refrendaban. Al otro la del muro, la sociedad asumió que la Unión Soviética los liberó del fascismo. El pueblo alemán había expiado sus culpas en el campo de batalla, ahora debía centrase en contribuir a la construcción de la URSS y en aprender de los soviéticos. Los actos del Tercer Reich, afirmaban, no tenían nada que ver con la República Democrática Alemana, que se presentaba como un Estado de nueva planta. Sin embargo, estos discursos de las dos Alemanias, se superaron en los años 80 con una política consistente, no sin algunos altibajos y debates intelectuales, en la crítica clara al nazismo y a los actos de la Wehrmacht cometidos en  el frente del este y la guerra del exterminio. Se ha puesto en cuestión abiertamente que los crímenes de la Europa del Este se produjeron exclusivamente por unidades militares determinadas, los hechos han demostrado la cooperación de los soldados de la Wehrmacht en la guerra de exterminio. En definitiva, la Alemania de hoy mantiene una postura más reflexiva y autocrítica que otros países que ignoran la cuestión o la desarrollan a través de una lectura nacionalista.

Después de todo lo sufrido, es difícil (pero admirable) entender cómo pudieron superar el dolor y mirar hacia delante.

Apostando por la educación cívica. Asumieron que fueron víctimas, pero también trabajaron en el sentimiento de corresponsabilidad que conllevaron los crímenes nazis. Y lo hicieron en un proceso lento, entre otras cosas, porque partían de una derrota militar inapelable, con millones de muertos, y un país ocupado y dividido. Las nuevas autoridades tuvieron que afrontar el hecho de que había muchos nazis, lo que les obligó a inventar categorías: por un lado, los grandes responsables ya juzgados en Núremberg y, por el otro, los “pequeños nazis”, gente común afiliada y condescendiente con el partido Nacionalsocialista Obrero Alemán por motivos diversos. El proceso de filtrado fue totalmente necesario. La Alemania dividida de los años 50 estaba destrozada, se necesitaban profesionales de todo tipo, gente con experiencia capaz de levantar el país y formar a las futuras generaciones, ¿de dónde se iban a sacar si un número importante de ciudadanos colaboraron bien de manera pasiva o bien de manera activa? En este proceso de autoresdescubrimiento de la historia, la serie de televisión Holocausto alentó una lectura crítica de los hechos históricos. Por primera vez, la sociedad alemana se planteó si los personajes, una familia burguesa, educada y normal, participaron en el exterminio. Esos actores podían ser un reflejo de sus antepasados en los años de guerra. Se dieron cuenta de que no solo fueron seres demoniacos, como Himmler, los que perpetuaron las matanzas, también podía haber sido el abuelo destinado en el frente. Entrados los años 90, con la desclasificación de los archivos soviéticos y la exposición de Wehrmacht de 1995 evidenciaron que muchos soldados, algunos con pasado socialdemócrata, presenciaron y participaron en crímenes contra la población civil y los partisanos. Todo esto fue un revulsivo. Aun así, el caso alemán no deja de ser la excepción que confirma la regla.

Si había tanto nazi, es compresible la “política del silencio” de Konrad Adenauer.

Adenauer nunca condescendió con el nazismo. Su oposición ferviente y los años que apoyó el separatismo renano le hacían poco sospechoso de tener afinidades con él. Sin embargo, buena parte de las bases de su partido se componían de excombatientes, familias de clase media, campesinos y gente religiosa, que habían colaborado de manera pasiva con los nazis. Entonces, se planteó qué hacer. Y finalmente el canciller se decantó por la “política del silencio”. Su prioridad en la posguerra  era reconstruir Alemania e integrarla en la OTAN para formar parte de la defensa de Occidente. La “política del silencio” es barrer cosas indeseadas debajo de la alfombra. Cuando se optó por esta medida, los aliados habían juzgado en los procesos de Núremberg a las cabezas más visibles del movimiento nazi, se consideró que parte del trabajo ya estaba realizado. De hecho, entre los años 1946 y 1950, a muchos condenados les acortaron las penas. Adenauer, desde un punto de vista normativo y moral, tuvo que tragar muchos sapos, pero estoy seguro de que el canciller nunca simpatizó con los nazis.

¿La “política del silencio” contribuyó a la unificación social de Alemania?

En 1990, los alemanes con una edad inferior a los 30 años no aceptaron que la RDA fuera su país y consideraban que el proceso de unificación se había acometido muy rápido. A diferencia de las generaciones mayores de 40 años, los jóvenes no habían conocido la Alemania unificada. Recuerdo la conversación que mantuve con una amiga alemana, que no estaba a favor de la unificación. Yo la intentaba convencer apelando a aspectos culturales, como la lengua; ella me respondió que los austriacos también hablaban alemán y no se me ocurría decir que eran alemanes. Ella no tenía memoria de cuando no existía el muro y se podía ir a Rostock libremente. Con la unificación se aceptó que determinados territorios que habían pasado a formar parte de Polinia se quedaran definitivamente. La actitud crítica hacia el pasado reciente favoreció a que en la unificada Alemania  no resurgiera una masa nacionalista agresiva y xenófoba.

Gran parte del discurso de posguerra se componía de la limpia Wehrmacht. ¿Cómo se construyó este mito?

Fueron los generales de la Wehrmacht quienes al escribir sus memorias dieron aliento al mito. Después de la segunda guerra mundial, el temor a un conflicto contra la URSS estaba muy presente. Los Estados Unidos y la OTAN necesitaban saber cómo había sido la guerra contra los soviéticos en el frente del este. Los altos mandos de la Wehrmacht saciaron esa necesidad de conocimientos escribiendo memorias e informes. En esa literatura, se trató de mostrar que el ejército alemán era ante todo profesional, que cumplía con su deber limpiamente, aplicando lo dictado por los Convenios de Ginebra y que, por lo tanto, ellos no llevaron a cabo ninguna guerra ideológica, cosa que sí que hicieron las unidades independientes de Himmler y demás dirigentes nazis.  Asimismo justificaban su derrota en errores tácticos ordenados por jefes lunáticos y dieron pie a especulaciones de victorias como que si Hitler no se hubiera obsesionado con la caída de Stalingrado y hubiera permitido a las tropas llegar al Cáucaso y hacerse fuertes allí, el ejército, con el suficiente petróleo en las reservas, hubiera direccionado la guerra de otra manera. Las asociaciones de veteranos, muy bien organizadas estructuralmente con periódicos y grupos de presión, ayudaron a difundir la visión de la limpia Wehrmacht, que combatía contra los malísimos soviéticos. Por supuesto, esta narrativa, en plena Guerra Fría, caló a nivel social.

¿El mito de la limpia Wehrmacht tiene algo de real?

Es un constructo interesado. Hoy sabemos que detrás de los asesinatos de partisanos y comisarios políticos en el frente por parte de la Wehrmacht estaban las llamadas órdenes asesinas. Nos consta que la Wehrmacht colaboró con ciertas unidades encargadas de gran parte del “trabajo sucio” de eliminar judíos. Generales, que más tarde se presentarán como antinazis, durante la guerra asumieron que los judíos eran una raza inferior a exterminar y que si en el proceso la población civil moría de inanición, era un precio que había que asumir. El Instituto de Investigación de Historia Militar ha demostrado la participación de unidades de la Wehrmacht en represalias contra la población civil y los partisanos. De facto, la Convención de Ginebra quedó desarticulada. No obstante, es importante dejar claro que no todos los alemanes que combatieron en el frente del este fueron criminales de guerra. Pero muchos, aunque no participaron, vieron cosas que luego callaron en sus relatos. Es más, en 1995 tuvo lugar la exposición de la Wehrmacht, muchos excombatientes que vieron la exposición admitieron que los ahorcamientos y los fusilamientos de civiles no fueron ficticios. La guerra es sucia, y una cosa es lo que se cuente de ella y otra lo que en realidad ocurre en el campo de batalla. Pero lo destacable es que la memoria oficial es sometida al filtro de la crítica, se destierra los mitos y se intenta crear una imagen más justa y cercana a las víctimas.

En la actualidad, imagino, no todo el mundo aceptará esta lectura de la historia.

Grupos de visibilidad relativamente reducida no comulgan con este relato. En los años 80, algunos sectores cercanos al partido Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU) protestaron porque consideraban negativa la visión crítica que el país estaba construyendo de sus veteranos. Quisieron transmitir una imagen patriótica y cívica, que les permitiera sentirse orgullosos de ser alemanes y salvar el honor del ejército. No solo habían hecho cosas mal, aseguraban, también se habían producido buenos actos. Siempre han sido personalidades o grupos muy concretos. Ni siquiera la conservadora Angela Merkel compró estos argumentos, siempre permaneció fiel al discurso crítico. Hoy en día, Alexander Gauland, de Alternativa para Alemania (AFD), ha señalado que Alemania debería estar orgullosa de su pasado, al igual que lo está Francia y Reino Unido, y que 12 años de nazismo no deben opacar el relato histórico. Su partido en bloque no comparte la postura de Gauland y cada vez que les preguntan por el tema, lo eluden.

¿Cómo de patriótica fue la guerra de 1941?

Con la Gran Guerra Patriótica se intentó eliminar todas las fisuras de la sociedad soviética a la vez que se reproducían los motivos propagandísticos empleados durante la segunda guerra mundial. Ese año Stalin se dio cuenta en el berenjenal que se había metido. Era consciente de que no podía movilizar a la sociedad apelando al socialismo o a la fidelidad hacia su liderazgo. ¿Qué es aquello que más mueve a las personas? La patria y la religión. Y así fue. Por eso tantas vidas humanas se perdieron en el esfuerzo de la guerra, la gente acudía al frente a luchar por la patria soviética y por su nación. Ahora bien, esta narrativa tiene sombras. No se cuenta que muchos soviéticos y muchos nacionalistas ucranianos y georgianos colaboraron con los nazis (algunos incluso formaron parte de unidades al servicio de la Wehrmacht y de las SS) o que algunos alcaldes ayudaron a los nazis pasándoles información delicada para evitar que tanto los partisanos como los fascistas, en represalia, les robaran el grano. Con su política en el este, los nazis demostraron su escasa experiencia imperial. Hitler admiraba el Imperio británico y el empleo que en la India hicieron del divide et impera: supieron sacar partido a la división étnico-religiosa a la hora de cooptar una minoría mientras que molían al resto a palos. A Alfred Rosenberg, número dos del partido nazi, tampoco le disgustaba, por eso, para ganarse a la población ucraniana y a parte de la bielorrusa, planteó la devolución de las tierras colectivizadas a los campesinos. Así los alemanes, sobre todo en Ucrania, fueron recibidos al igual que libertadores. Pero claro, aceptar a los “libertadores” significaba asumir sin rechistar el plan de reordenamiento étnico, de repoblación de ciertas zonas y de eliminación física de gran parte de pueblos eslavos. Entonces, cuando tuvieron que elegir entre su dictador y uno foráneo, se decantaron por el suyo, Stalin. Nikita Jrushchov y Leonid Brézhnev intentaron camuflar todas las sombras de la Gran Guerra Patriótica y para ellos enfatizaron sobre el esfuerzo común que les llevó a la victoria.

¿Las críticas que recayeron sobre Stalin en la época de Nikita Jrushchov son acertadas?

Sí, lo son. Pero también son interesadas. Jrushchov fue un afín a Stalin; bien conocidas son las borracheras que pillaban en la dacha de Stalin cerca de Moscú, en las que el dirigente le pedía a Jrushchov que bailara una danza ucraniana. Jrushchov cuestionó el culto a la personalidad y los sistemas represivos cuando lo requirió para ascender en su carrera política. Pero también se dio cuenta de que el sistema represivo no era sostenible a largo plazo, acabaría destruyendo la URSS. De todos modos, la crítica realizada en tiempo de Jrushchov es limitada y se basó en eliminar a Stalin de la vida pública y política y liberar a los prisioneros del Gulag, pero sin otorgar ningún tipo de reconocimiento a las víctimas. Con Leonid Brézhnev en el poder, la Gran Guerra Patriótica fue reescrita de nuevo y se le dio una mayor importancia al pueblo y al partido, el encargado de dirigirlo a la victoria. También se puso de manifiesto que las medidas de colectivización, industrialización y disciplina social impuestas por Stalin habían llevado a la URSS a un punto de máximo apogeo. Con lo cual, aunque no negaban los excesos de Stalin, asimilaban que no fueron del todo innecesarios.

¿El constructo narrativa de la Gran Guerra Patriótica contribuyó a evitar la disgregación de la URSS?

No es algo fácil de determinar, lo que sí es cierto es que el énfasis narrativo en la victoria del 45 y el empleo de la guerra como forjadora de la identidad soviética tuvieron resultados muy duraderos. En los años 60 y 70, Leonid Brézhnev hizo mucho énfasis en combinar una política de mejora social solucionando el problema de la vivienda y dando pensiones a los veteranos de guerra, a la vez que apelaba a la victoria de 1945, la gran hazaña soviética que liberó al mundo del fascismo. Dos décadas después, en las encuestas, los ciudadanos seguían teniendo muy presente que la Gran Guerra Patriótica fue el momento más glorioso de la URSS. Hoy en día, los rusos sienten orgullo de su gran victoria, así lo muestra el centro de estadísticas Levada.

¿Por qué en las narrativas de Europa del Este no se menciona de manera explícita a los judíos?

Una parte de los dirigentes soviéticos, entre los que se incluye a Stalin, eran antisemitas, no al estilo nazi, pero creían que los judíos colaboraban con el capitalismo en una conspiración internacional. Por otro lado, tras la guerra del 41 no se hicieron distinciones entre tipos de víctimas del fascismo: a los judíos se les recordaba como ciudadanos soviéticos indefensos sin especificar su grupo étnico. Cuando los soviéticos liberan Auschwitz, pusieron el énfasis en la liberación y velaron el hecho de que la mayoría de las víctimas exterminadas compartían un mismo origen. Esto se ve con mucha claridad en la imaginería conmemorativa que se crea con el final de la guerra. En Buchenwald hay un grupo escultórico que conmemorara a los prisioneros liberados y en el que no se aprecia ningún símbolo que identifique a los liberados como judíos. Lo mismo sucede en Auschwitz, donde las placas recuerdan la nacionalidad de los exterminados y se los engloba dentro del movimiento antifascista y ya en último término se menciona que son judíos. Buscaron restar especificidad al nazismo, que ellos identificaban con el intento capitalista de derrumbar el experimento socialista. La URSS había derrotado al fascismo y por ende habían ganado una batalla al capitalismo, pero la amenaza de un nuevo enfrentamiento continuaba latente. En cierto modo, durante la guerra fría, el rechazo que la URSS sentía hacia Israel acrecentó el hecho de que los judíos no fueran parte integrante de las naciones del este de Europa. Las narrativas posteriores a los años 90 enfatizan con timidez la imagen del judío víctima. Por ejemplo en Cracovia descubrieron que muchos turistas israelíes, argentinos y estadounidenses de origen judío viajaban a la ciudad con el fin de redescubrir sus orígenes. Los judíos empezaron a ser rehabilitados en la narrativa local gracias a las iniciativas privadas.

¿Qué análisis hace de la guerra en Ucrania?

Vladimir Putin ha lanzado el guante a Occidente. Dentro de la estrategia euroasiática, hay un intento de reconstruir la influencia soviética (y si se quiere del Imperio zarista) sobre Asia Central y Europa del Este. Tanto Ucrania como Bielorrusia son piezas claves. De ahí que Putin haya escrito que Ucrania es una región fundamental de Rusia y haya aseverado que el nacionalismo ucraniano es un invento de una minoría que ha encontrado en los errores nacionalistas de los bolcheviques un impulso artificial. Para el mandatario del Kremlin ahora sería el momento de corregir el rumbo equivocado de la historia. A esta interpretación del pasado, se le suma la percepción de que la OTAN les está cercando. Por lo tanto, la membresía de Ucrania en la Alianza significaría tener al enemigo en las puertas de casa. La OTAN podría haber manejado mejor la situación, no cabe duda. Sin embargo, los parlamentos de los países deciden si quieren o no formar parte de la Alianza Atlántica, ningún Estado ni institución internacional les obliga a ello. Además, si en los planes de la OTAN hubiera estado cercar Rusia, habrían aprovechado los momentos de debilidad del país. Putin intenta resucitar la identidad euroasiática, mientras trata de recuperar el estatus internacional que la Gran Rusia perdió en los años 90. Para ello, instrumentaliza la Gran Guerra Patriótica y hace constantes alusiones, malinterpretadas, a las condiciones de marginalidad de las minorías étnicas rusas y rusófonas en el país vecino. Desde el Kremlin también han aprovechado la cuestionable memoria histórica realizada por los Gobiernos más nacionalistas de Kiev, en los que han rehabilitado como héroes a colaboracionistas y han desdeñado el esfuerzo soviético en la guerra contra el nazismo. De este modo, Rusia estaría liberando de nuevo a Europa del fascismo y su guerra quedaría justificada ante la opinión pública casera e internacional. Ningún especialista en el Kremlin hubiera creído en la posibilidad de que Putin daría paso a una invasión de Ucrania (bueno…salvo las agencias de inteligencia americanas). Se teorizaba con la posibilidad de una guerra híbrida que contara con el apoyo de los separatistas o bien que realizara alguna operación de castigo. Pero, por lo que hemos podido comprobar, ni Putin ni sus asesores han hecho una lectura correcta de la situación, creyeron firmemente que los tanques rusos iban a ser recibidos como liberadores en las zonas rusófonas, cuando en realidad la población está resistiendo a la invasión. Esta guerra está consiguiendo más cimentar la identidad nacional ucraniana que los 30 años de política cultural y de memoria del Gobierno de Kiev.

¿La unión europea debería hacer algo para aclarar esta maraña de relatos?

Tú lo has dicho: debería. De todos modos, cuando ha tomado la iniciativa, los consensos han resultado muy frágiles, pues en lo relacionado con la historia de Europa del siglo XX las sensibilidades divergen en infinidad de teorías. Por una serie de circunstancias, participé en la composición narrativa de la Casa de la Historia Europea en Bruselas. Nos reunimos especialistas de todo el continente con sensibilidades y visiones particulares. Por ejemplo, algunos historiadores analizaban la guerra civil española como un apéndice más del conflicto fascismo-comunismo y asumían que ambos bandos cometieron atrocidades. Asimismo, interpretaban con una equidistancia exquisita la dictadura nazi y la comunista, sin hacer distinción entre la etapa de Stalin y la de Leonid Brézhnev, como si este último pudiera ser equiparable a Hitler. A la hora de construir un relato sólido sobre la Unión Europea nos sucede lo mismo. El Consejo de Europa niega que Turquía y Georgia estén dentro de nuestro continente, pero la UEFA los mete en el mismo saco. Nuestras fronteras son muy volubles y tampoco contamos con marcadores claros que nos ayuden a establecer unas fronteras fijas. Si nos guiamos por el criterio de algunos especialistas que asumen como marcador cultural el cristianismo, dejamos fuera a Albania y a Bosnia; si, en esta línea, empleamos las catedrales góticas, ¿qué hacemos con Sicilia y Finlandia?, ¿por no tener catedrales góticas dejan de ser europeas? Hace años estuve en un congreso organizado por el Consejo de Europa, y un historiador portugués, que luego fue ministro en su país, expresó de manera irónica que el problema de los europeos es que nos pasamos la vida tratando de determinar nuestra identidad. Y parte de la responsabilidad de que no podamos crear un relato fuerte sobre nuestra identidad europea recae en el incómodo pasado de la segunda guerra mundial.