Un mono vestido y condenado

En «Nadie se va a reír» (Debate), Juan Soto Ivars narra «La increíble historia de un juicio a la ironía», el que condenó a Anónimo García por un delito de trato degradante hacia la víctima del caso de La Manada.

Texto:  Milo J. KRMPOTIC Foto: Edu GRANADOS

 

Este libro tiene de todo, desde un repaso a la política española de la última década hasta el retrato costumbrista-satírico de la sociedad occidental contemporánea, pasando por una batería de géneros que incluye la comedia absurda, el thriller judicial, el drama kafkiano, el terror psicológico incluso… y para colmo está basado en hechos reales. Este libro cuenta la peripecia de un único héroe, Anónimo García es su seudónimo/nombre de guerra, pero su caso puntual no solo ofrece una proyección universal, sino que suma, y suma bastante, a la hora de entender la deriva de la Justicia española durante los últimos años, culminada con el escándalo del Tribunal Constitucional. Por ello, este libro no solo se devora, sino que es importante. Se vuelve vital, en realidad, por su denuncia de la debilidad de nuestra libertad de expresión, sometida en tiempos recientes a falsos conceptos absolutos como son la Corona y la unidad nacional (es decir, a la política, tanto da que sea de izquierdas como de derechas en su origen, pues todo acaba apuntando hacia actitudes reaccionarias y claramente restrictivas), masacrada en este caso concreto por una visión literal de la vida que atenta contra cualquier voluntad figurativa e incluso artística, y que para colmo se asienta en una corriente tan necesaria como el feminismo para conducirla a una deriva grotesca y represiva a través de la supuesta defensa de esa categoría sacrosanta para nuestra opinión pública que es la figura de la víctima. (Dejen que tome aire y prosigo).

Pese a su condena a un año y medio de prisión, Anónimo García no ha pisado la cárcel. Pero hay otras formas de encierro en libertad: fruto de este dilatado proceso, que se encuentra en estos momentos en manos del Tribunal Constitucional; fruto de la proyección social del mismo, que le ha convertido en un apestado (Juan Soto Ivars lo interpreta en el libro a partir del concepto de tabú, que contagia a quien se atreve a entrar en contacto con el elemento prohibido), Anónimo ha perdido tanto su empleo en Greenpeace como la relación sentimental que le unía a la madre de su hija, no logra encontrar trabajo y ha de hacer frente al pago —prorrateado, eso sí— de una multa de 15.000 euros, cifra a la que se han ido sumando las costas de las diferentes instancias judiciales a las que acudía.

¿Y qué le ha destrozado la vida de esa manera?, cabe preguntarse de manera urgente a estas alturas de artículo. Pues una broma. Una broma muy seria. Con contenido, con comentario, con crítica. Una parodia del tratamiento que los medios de comunicación prestaron al caso de La Manada (por si alguien acaba de despertar de un coma de seis años y medio: la violación grupal por parte de cinco jóvenes de Sevilla a una chica de 18 años en Pamplona durante los sanfermines de 2016). Y aquí tenemos que rebobinar…

Anónimo García es el fundador y líder de Homo Velamine (el “mono vestido”), un “grupo ultrarracionalista” nacido en 2013 y que, en su momento de mayor esplendor, contó con “comandos” en diferentes urbes españolas. Además de elaborar un fanzine y realizar actividades como los “garbeos”, para conocer realidades ciudadanas ajenas al circuito turístico más despistado, HV cobró fama gracias a los actos callejeros con los que quiso combatir el dogmatismo de todos los colores (el “sometimiento intelectual nos molesta”) y sazonar la ola de movimientos populares surgida del 15-M con aquello de lo que estos carecieron desde un primer momento: el sentido del humor. Entre sus hitos, la pancarta que colgaron en el portón del cuartel de Monteleón con el lema de “A cada Botella le llega su Dos de Mayo” en aquel momento en que Ana Botella era la alcaldesa de la capital; la reedición del clímax de la película El último caballo, de Edgar Neville, por la Gran Vía madrileña (en la foto); la celebración del triunfo de Mariano Rajoy en las elecciones de diciembre de 2015 con pancartas en las que se podía leer “Hipsters con Rajoy” y “Menos Podemos y más torreznos”; la bandera rojigualda con la leyenda de “Viva España feminista” que desplegaron al paso de la manifestación del 8-M de 2018 y que se saldó con una paliza a Anónimo por parte de un grupo de “aliados” de izquierdas pasados de testosterona…y así llegamos al Tour de La Manada, la constatación más evidente de que “se sabe dónde empieza un acto ultrarracional, pero no dónde acaba”. En noviembre de 2018, durante un viaje a Pamplona para visitar a sus suegros, Anónimo tuvo la idea que conduciría a su perdición: una web que publicitara una visita turística (falsa) a los escenarios de la violación y que incluso ofrecería merchandising (inexistente) relacionado con la misma. Unos contenidos que se nutrirían, en realidad, de todo lo que había aparecido en los numerosos medios de comunicación que llevaban dos años largos explotando el tema desde el morbo y el sensacionalismo. Anónimo compró el dominio y lanzó la web el 2 de diciembre de 2018. Cuatro días después, a las veinticuatro horas de que se conociera la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra sobre el caso de La Manada, cambió el contenido original por un desmentido/denuncia en el que aclaraba la verdadera voluntad del proyecto. Pero no contó con que la web recibiera tantas visitas ni, sobre todo, con que los mismos medios a los que atacaba se hicieran eco masivamente de la primera versión, la que redundaba en su morbo y su sensacionalismo, para a continuación ignorar la segunda y definitiva. En el imaginario colectivo, Anónimo quedó como “el organizador del Tour de La Manada”. Y sobre esa confusión, la misma que ha llevado a Anónimo a definir el asunto como “la mejor acción de Homo Velamine”, iba a hacer acto de presencia Teresa Hermida.

Hermida es la abogada que, tras el juicio inicial contra los miembros de La Manada, comenzó a representar a la víctima en una serie de procesos contra lo que ella misma denominó “la manada virtual”: aquellas personas que habían compartido en redes los vídeos del crimen o los datos personales de la joven. Y Anónimo cayó en ese saco de denuncias. La vista, que Soto Ivars narra y analiza con pulso capotiano, se saldó con una absolución, la del delito de odio, y la condena ya comentada, por trato degradante, según el artículo 173.1 del Código Penal. Cierto es que Anónimo no anticipó la posibilidad de que su acción ahondara en el dolor de la víctima, pero más cierto es que: a) la víctima nunca fue el objetivo de la misma y esta se basó en las mismas “informaciones” que estaban a la orden del día en aquel momento; b) que, incluso de haber sido así, este tipo de casos, como la denuncia de Ortega Cano contra la revista Mongolia, se suelen resolver por lo civil y no por lo penal; y c) que, en definitiva, la sentencia de la magistrada pareció beber del clima de indignación generado por el caso antes que de los hechos probados y, sobre todo, el mal llamado sentido común, pues suele brillar por su ausencia (no lo digo yo, sino la mayoría de expertos a los que ha consultado Soto Ivars). Su postura, no obstante, se ha visto después ratificada por la Audiencia Provincial de Navarra y por el Tribunal Supremo, señal de las alturas a las que ha llegado la farsa.

PD: Un entrecomillado, para que se nos acabe de helar la sonrisa… “Los hechos condenados por el artículo 173.1 que menciona [la sección de ‘fundamentos de derecho’ de la sentencia] implican: obligar a una mujer a prostituirse y sumergirle la cabeza en el río repetidas veces; propinar palizas a hombres inmovilizados; reclusiones de personas en habitaciones a oscuras, maniatadas, sin atender a sus necesidades básicas, y la publicación de anuncios sexuales con el número de teléfono de una mujer sin su consentimiento”. Ese último caso, por cierto, se saldó con la absolución del acusado, señal evidente de que le sobró malicia y le faltó ironía.