Tutankamón, un enigma cien años después

El año Tutankamón nos ha dejado una estela de libros que siguen manteniendo viva la memoria de este faraón rodeado de leyendas, disputas científicas e intereses.


 

Texto: David VALIENTE

 

Al principio no pude ver nada; el aire caliente que salía de la cámara provocaba que parpadease, pero enseguida, cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, surgieron lentamente en la niebla detalles de la estancia interior, extraños animales, estatuas y oro que brillaba por todas partes”. En sus diarios, el arqueólogo Howard Carter inmortalizó el preciso instante en el que una momia real, de nombre Tutankamón, volvió a codearse con personas de carne y hueso. Su pericia y el entusiasmo romántico de un acaudalado conde, George Herbert de Carnarvon, consiguieron lo que avezados ladrones solo habían logrado en sus sueños húmedos: perturbar el descanso eterno de un reyezuelo del s. XIV aC. Las maravillas encontradas por los encargados de la misión siguen teniendo un valor para la reconstrucción histórica mayor que todo el oro guardado en la tumba.

Desde los inicios de la civilización occidental, griegos y romanos surcaban ávidos de conocimiento el Mediterráneo y arribaban a las costas egipcias. Allí se convertían en discípulos de maestros doctos, formados en todas las variedades de las ciencias técnicas y esotéricas conocidas por el hombre. Durante el medievo, la fascinación por el país de los faraones entró en un proceso de hibernación. A la Europa cristina de aquel entonces le preocupaba más perder ante su mayor competidor, el islam, el siempre lucrativo negocio de las almas. Pero, pocos siglos después, los desiertos, los monumentos y las escrituras indescifrables volvieron a apelar al duro corazoncito europeo, cuando dos grandes potencias, Francia y Gran Bretaña, pugnaron por controlar el mare nostrum. Los diestros soldados no marchaban solos a la tierra del Nilo, iban acompañados de sapientísimos científicos, aventureros sin escrúpulos, lingüistas y novelistas engreídos, historiadores socarrones, periodistas histriónicos y pintores bohemios. Esa comitiva, que bien podría ser un muestreo de la Corte de los Milagros, despertó la curiosidad de un continente convulso y en expansión. Tutankamón fue descubierto el 4 de noviembre de 1922. Desde entonces han sido muchísimas las reconstrucciones realizadas por egiptólogos, novelistas, poetas o directores de cine; todas ellas con grandes paradojas, licencias artísticas y mayúsculos interrogantes. Ahora, firmada por la egiptóloga, arqueóloga, escritora y divulgadora Joyce Tyldesley, aparece en español Tutankamón: Faraón. Icónico. Enigma (Ático de los Libros), una biografía del joven faraón que documenta desde sus primero años hasta las pruebas con aparatejos sofisticados realizadas a su momia a principios de este siglo. En su libro, Tyldesley ha recogido todas las ideas que giran en torno a la vida de Tutankamón. Han pasado muchos siglos, pero la tecnología moderna solo ha permitido formar teorías confusas e incluso contradictorias.

De niño a faraón

Tutankamón no siempre se llamó así. Su primer nombre deriva de los cambios políticos establecidos por su padre oficial (su paternidad despierta muchas controversias), Akenatón, quien “dio la espalda al panteón tradicional y dedicó su vida al servicio de un solo dios: un antiguo pero hasta entonces insignificante ser solar conocido como Atón”, escribe la egiptóloga. Su progenitor abrazó el henoteísmo, es decir, “reconocía a varios dioses, pero solo rendía pleitesía a uno”. Este giro de los acontecimientos sumió a Egipto en una profunda crisis; la casta sacerdotal y administrativa de los tiempos de Amón perdió su influencia y Tebas, la capital del reino, fue abandonada por una familia real que se sentía insegura. Akenatón mandó construir a toda mecha una nueva capital más al norte y la bautizó con el nombre de Amarna. Allí nació Tutankamón o, mejor dicho, Tutanjatón.

Pocos datos se conocen de la infancia del futuro faraón. Sin embargo, los bajorrelieves que se encontraron en la tumba del monarca nos muestran a un niño pequeño “de pie bajo el calor de Amarna, vestido con ropas sofisticadas, pero incómodamente pesadas, luciendo los pendientes y la trenza lateral que indica que, aunque está a punto de convertirse en un ser divino, sigue siendo un niño”.

Era un muchacho diferente al resto, que posiblemente recibió las enseñanzas del visir Aper-el y de alguien identificado como el “supervisor de los tutores” en lectura y escritura de jeroglíficos y hierática. Hasta el momento, los investigadores no han confirmado que Tutanjatón tuviera unas capacidades especiales o un interés superior por el conocimiento al del resto de faraones; su educación respondía a las necesidades que tendría tras su muerte, cuando se convertiría en el “escriba del dios sol Ra”. Como cualquier prepúber pasaría las horas jugando con las distracciones del momento: “En su tumba se han encontrado seis tableros con suficientes piezas, tabas y peones para que Tutankamón pudiera jugar al senet (similar al backgammon) como a las veinte casillas”.

Por desgracia para él, una plaga le obligó a abandonar antes de tiempo los juegos infantiles y a asumir las responsabilidades de los adultos (algo que ya había hecho tibiamente). La causa de esa desgracia la encontramos en una fiesta ofrecida por Akenatón a la que asistieron invitados procedentes del Próximo Oriente, portadores de la enfermedad. La muerte visitó a la familia y se llevó con ella a “una esposa favorita” de Akenatón y a “cuatro hijos”. Al faraón no le quedó más remedio que “planificar el futuro”.

Cinco años después, en el 1336 a.C., murió Akenatón y Tutanjatón ascendió al trono: “Tras la coronación —relata Joyce Tyldesley—, Tutanjatón pasó de ser un niño extremadamente importante para convertirse en un ente semidivino y tan alejado de su pueblo que sus súbditos no podían mirarlo directamente a la cara”. Como primera medida, restableció el culto a Amón. Las políticas de su padre quedaron obsoletas: tanto es así que Amarna fue abandonada y sus piedras se reutilizaron en nuevas construcciones o se emplearon en la restauración y mantenimiento de los templos descuidados durante la etapa amarniense. Por supuesto, retornó a Tebas instigado, sin duda, por los miembros destacados de su corte, “consejeros que no sentían ninguna devoción personal por Atón y quizás incluso culpaban a Atón de la patente decadencia de Egipto”, subraya Tyldesley. Así, reconduciendo la historia de su país, Tutanjatón dejó de ser la “imagen viva de Atón” para convertirse en la “imagen viva de Amón”, Tutankamón.

Aunque restableció la cosmología tradicional, Tutankamón no fue un monarca belicoso. Es más, hay indicios, cuestionados por una parte de la comunidad científica, de que las imágenes que han llegado a nuestros días, en las que podemos contemplar a un hombre fibroso, alto, con mirada solemne e invencible, son pura imaginería propagandística. La realidad, presumiblemente, es otra: “Aunque Tutankamón fue enterrado con las armas de un cazador y soldado, se ha señalado que quizás no fuera lo bastante ágil o fuerte para manejarlas”. Respecto al estado físico del monarca, la ciencia también se encuentra dividida. Por un lado, hay quienes afirman que “era un joven fuerte bien alimentado y con una salud bastante buena”, pero otros discrepan y aseguran que Tutankamón “sufría los efectos de la endogamia y estaba plagado de enfermedades y discapacidades, como malaria, escoliosis y un pie izquierdo deforme”, un cuadro clínico complicado, que para algunos especialistas explica la muerte tan prematura del joven en una edad comprendida entre los 17-20 años. Resalta Joyce Tyldesley: “Falleció siendo un hombre, no un niño”.

La tumba más famosa de la historia

“No voy a hablar del ferrocarril egipcio, ya que es como cualquier otro ferrocarril. Me limitaré a decir que el combustible que utilizan para la locomotora se compone de momias de tres mil años, compradas a ese propósito a tanto la tonelada en los cementerios, y que a veces se escucha al maquinista profano exclamar con voz malhumorada: ¡Joder con estos plebeyos que no se queman y no valen un centavo; mejor pásame un noble! ”. Estas frases pertenecen al satírico y genuino Mark Twain, que no perdió la oportunidad de denunciar con su afilada pluma los desmanes de la sociedad colonialista en las tierras colonizadas. No, las momias no se usaron para alimentar las bestias de metal y chimenea, aunque mucha gente llegó a creerlo. Sin embargo, la rapiña alimentó las colecciones privadas de grande magnates y dio una vitalidad innegable a los museos del Viejo Continente.

El Obispo de Chelmsford, en una carta enviada al Times, planteó de manera magistral la falta de principios de los investigadores: “Me pregunto a cuántos de nosotros, nacidos y criados en la época victoriana, nos complacería la idea de que, en el año, digamos, 5923, la tumba de la reina Victoria fuese invadida por una partida de extranjeros que la despojasen de su contenido” y “sacaran el cuerpo de la gran reina del Mausoleo”.

El Obispo, en la misma carta, no niega el valor científico del descubrimiento, pero “protesto enérgicamente contra el traslado del cuerpo del rey del lugar donde ha descansado miles de años”. El impacto traumático de la Primera Guerra Mundial y las vidas que arrebató la mal llamada gripe española germinaron en las masas, que querían saber cuál sería el destino final de los restos de Tutankamón. No así Howard Carter y compañía, quienes consideraban que el progreso científico estaba por encima de cualquier cuestión ética y moral: “El desenrollo e inevitable destrucción de la momia era, para él, la etapa final y lógica en su búsqueda del rey”, atestigua la egiptóloga.

En esta ocasión, el saber científico ganó a la sensiblería popular y el 11 de noviembre de 1925 comenzó la desenvoltura de la momia rey. Los investigadores pusieron todos sus esfuerzos en no destrozar la momia, pero aun así “el rey salió de su autopsia como un esqueleto amojamado. Le habían cortado la cabeza, seccionado los brazos por los hombros, los codos y las manos; las piernas, por la cadera, las rodillas y los tobillos, y le habían cortado el torso desde la pelvis, en creta iliaca”, asegura la académica. En definitiva, la momia de Tutankamón quedó completamente desvencijada, pero no fue en vano: la momia reveló que “era un hombre joven, estrechamente relacionado con la familia real de Amarna”. De todos modos, los investigadores del momento interpretaron las evidencias de un modo equivocado: vieron en Tutankamón debilidad, un adolescente incapaz de dominar un imperio. Todo es pura especulación, al igual que lo es la famosa maldición de la tumba.

“La muerte llegará pronto a aquellos que perturben el reposo del faraón”, reza una inscripción de la tumba. Ocho de las 58 primeras personas que entraron en la tumba murieron en los años sucesivos. En total, son trece las personas que murieron por el supuesto embrujo de Tutankamón, entre ellas el propio mecenas de la expedición, Carnarvon, y su secretario. La cifra que se plantea no es asombrosa; además, muchos de ellos murieron en accidentes de origen humano, pero es cierto que otros vieron la luz de manera repentina, sin motivo aparente. Hasta estas muertes extrañas tienen una explicación científica. Detrás de ellas podría encontrase la acción de un hongo de la especie Aspergillus dormido durante siglos pero que no tuvo más remedio que despertase cuando oyó fuertes golpes de paleta sobre el sello protector de la tumba.

La leyenda se originó y propagó por el mundo civilizado de la mano de los periodistas que fueron a cubrir el hallazgo, literatos con una imaginación desbordante. Las noticias que llegaban a Europa y América no debían resultar de su agrado, las encontrarían insulsas, faltas del exotismo misterioso que envuelve a la tierra de los faraones. Por eso, en sus crónicas circulaban genuinos relatos sobre momias, leyendas, muertes y arenas del desierto. Escribieron la ficción perfecta (no cabe duda) pues mucha gente se la creyó. Al final, los restos de Tutankamón no se han movido del Valle de los Reyes, de la tumba KV62. Las investigaciones sobre los vestigios siguen su curso, la tumba aún no ha contado toda la historia que guarda. Los egipcios vivían su vida terrenal con los ojos puestos en el más allá; el recuerdo valía su peso en oro. Huelga decir que Tutankamón es, con diferencia, el faraón que más recuerdos atesora.