¡Tiburón!
Planeta celebra con una edición especial en tapa dura y una nueva traducción a cargo de Javier Calvo los cincuenta (+1) años de la novela de Peter Benchley que cambió la manera en que miramos el mar y nos metemos en él.
.
Texto: Milo Krmpotic
[Ténganme paciencia que, como en la película de Spielberg, hay escualo aunque este tarde un rato en aparecer, y, como en la novela de Benchley, su presencia amparará una pequeña estampa sociocultural y de paso histórica…]
Esta historia hunde sus dientes en 1948, cuando el grueso de mi familia (en ese momento) yugoslava acudió al puerto de Trieste para apuntarse en los listados de quienes aspiraban a abandonar la pobreza de la posguerra balcánica para labrarse una nueva existencia algunos océanos más allá. Fruto del azar, la hermana de mi abuela y su marido acabaron en Sudáfrica; la hermana de mi abuelo dio con sus huesos en Nueva York y mis abuelos desembarcaron en Buenos Aires pocas semanas antes del nacimiento de mi padre.
Exactamente cincuenta años más tarde, mi bisabuela, que al quedar viuda también se había mudado a Sudáfrica, estaba en las últimas y pidió fallecer en su tierra: 92 años sumaba ya la buena mujer. Y, ni corta ni perezosa, mi tía abuela se la llevó de vuelta a Rijeka. Y, ni corto ni perezoso bis, para Rijeka que me fui yo también a fin de conocerlas pese a que eso implicara que iba a perderme los partidos del Mundial 98: entrenaba Clemente y la eliminación de la selección española a las primeras de cambio, tras las dentelladas sufridas ante Nigeria y Paraguay, demostró que había acertado al optar por la familia frente a mi fanatismo futbolero.
Bien. El apartamento de mis bisabuelos se encontraba en un edificio del primer anillo de Susak, antaño un pueblo croata al otro lado del río que la separaba de la Fiume fascista e italiana, y por entonces ya un barrio de Rijeka. Y hablo de anillo porque Susak nace en el mar y se encarama a la colina del Trsat a través de una serie de calles atravesadas por tramos de escalera, que recorren el ancho de su base para ir mordiendo unos metros de altura en cada nueva curva de uno de sus extremos.
Como resultado, la planta baja del edificio por el lado de calle equivalía a un tercer piso por el lado de mar. Y, bajando unas escaleras excavadas en la roca, se llegaba al pequeño muelle de piedra, con una profundidad del agua ya superior a los dos metros, donde servidor solía ir a remojarse cada tarde, después de comer, mientras se preguntaba cómo era posible que ningún otro vecino optara por escapar a las fauces del calor adriático haciendo lo mismo.
[Que comience a sonar ya el legendario tema de John Williams].
Una mañana, nada más despertar, me asomé a la ventana del apartamento y vi, a treinta metros escasos mar adentro, una inmensa aleta dorsal cortar la superficie del agua. Fue una visión tan alucinante y tan ligada a una de mis grandes fobias, la vastedad marina y las criaturas a veces hostiles que albergan sus profundidades, que en realidad no tuve problema para otorgarle un carácter más mítico que realista. Y, puesto que las conversaciones familiares se veían constreñidas por el inglés escaso de mi tía abuela y por mi italiano más humilde aún (junto con un serbocroata nulo), seguí bajando a bañarme sin darle más vueltas al tema.
Ya en Barcelona (la visita a su Rijeka natal había hecho que mi bisabuela recobrara el aliento y acabó regresando con fuerzas renovadas a Johannesburgo, donde vivió dos años más, hasta los 94), pude al fin comentar el tema con mi abuela. La conversación discurrió más o menos por estos derroteros: —Una mañana me pareció ver un tiburón enorme… —Es posible. Rijeka tiene puerto, los tiburones llegan siguiendo la basura que tiran desde los barcos y luego se quedan merodeando por la bahía. —Bueno, pero hay muchos tipos de tiburones. Igual sería de una especie inofensiva. —No lo sé, pero allí ha habido varios ataques. Yo misma vi a un pescecane comerse a una vecina cuando era adolescente. Y entonces comprendí de golpe por qué mi abuela, que en su juventud había sido nadadora, entrenaba en la piscina municipal y no en el mar.
[Con el eco de los instrumentos de viento y cuerda de John Williams chirriando en los oídos…] No hará falta decir que ese encuentro distante (y la posibilidad de un encontronazo más cercano que gracias a Poseidón jamás se produjo) no ocuparía un puesto de honor en mi imaginario personal de no ser por Tiburón, la novela de Peter Benchley que devoré durante la primera adolescencia, pocos años después de que mi padre, bajo los efectos de la misma fascinación morbosa, me contara durante un verano infantil en Playa de Aro la película de Spielberg plano por plano.
No se trata, claro, de una fascinación/pavor demasiado originales. Tiburón —el libro—, que celebró el pasado año sus Bodas de Oro y que Planeta ha recuperado en una edición de tapa dura, con nueva traducción a cargo de Javier Calvo acompañada de diversos extras, había hecho que más de cinco millones de estadounidenses se lo pensaran dos veces antes de meterse en la bañera cuando poco más de un año después se estrenó Tiburón —la película—, la primera producción que superó los cien millones de dólares en taquilla y uno de los títulos que durante los setenta reformularon la filosofía comercial de Hollywood (además de encumbrar a un simpático joven llamado Steven Spielberg, quien ya no volvería a bajarse de la cresta de esa ola de excelencia fílmica y popularidad hiperbólica).
Nieto del actor y humorista Robert Benchley (uno de los fundadores de la Mesa redonda del Hotel Algonquin, a la que se sentaba gente como Dorothy Parker y Harold Ross y Harpo Marx), e hijo del escritor Nathaniel Benchley, Peter había pasado por las redacciones de The Washington Post y Newsweek, y había tocado techo profesional como redactor de los discursos del presidente Lyndon B. Johnson, pero a principios de los 70 era un padre de familia que tenía que hacer malabarismos para llegar a fin de mes. En un último esfuerzo por ganarse la vida con la escritura, se presentó a una reunión con Thomas Congdon, editor de Doubleday, armado con una serie de propuestas; entre ellas, la historia de un tiburón blanco que se emperraba en amargar la vida a los residentes de un pequeño pueblo turístico de Long Island. Congdon olió la sangre de los pobres vecinos del lugar y, después de que Benchley le presentara un primer centenar de páginas a modo de prueba, lo mandó de vuelta a casa con un adelanto de 7.500 dólares (58.000 dólares largos en la actualidad).
El proceso, en cualquier caso, no fue sencillo, y eso que se alimentaba de los recuerdos de infancia del escritor (cuando salía a pescar con su padre y su hermano en los veranos de Nantucket, y veía “las aletas dorsales y caudales de los tiburones surcar aquella superficie como de balsa de aceite”) y de una pasión personal por los escualos que le había llevado a devorar documentales como Agua azul, muerte blanca y libros como Blue Meridien, de Peter Mathiessen (de hecho, arrepentidos por la fobia hacia los tiburones que desató la novela, Peter Benchley y Wendy, su esposa, dedicaron el resto de sus vidas a protegerlos y a promover un conocimiento más justo de su conducta en relación con los seres humanos). El caso es que a Benchley le costó sentarse ante la máquina de escribir. Cuando al fin lo hizo, Congdon rechazó el primer manuscrito completo al considerar que su tono humorístico no era apropiado. Y, después de que el escritor se recondujera, el editor se dedicó a hacer y deshacer en relación con el argumento: la escena de sexo, por ejemplo, era marital, pero los setenta fueron la década del divorcio y la cosa acabó degenerando en un adulterio de lectura un tanto sonrojante en la actualidad, pero comercial en su día y que de paso añadió una buena dosis de tensión al tercer y último acto del libro.
Ese episodio es uno de los dos que se desestimaron a la hora de realizar el guion de la película. El otro fue el de la mafia, sus inversiones inmobiliarias en Amity y la presión que ejerce sobre el alcalde (y sobre el jefe de policía Brody: la historia del gato impacta tanto como cualquiera de los ataques del tiburón) para que reabra las playas y la temporada turística no acabe de hundirse. La película se benefició de esa doble decisión, pero el libro habría perdido sin ambas partes. Tiburón es, en su primer y segundo actos, la historia de una comunidad azotada por una catástrofe natural. Podría haber sido un huracán, podría haber sido un terremoto, pero es un ejemplar de inmenso tiburón blanco. Su aparición da inicio a la historia (“El gran tiburón se movía en silencio por el agua nocturna”, reza la primera línea del libro), pero las escenas que le tienen por protagonista nos lo presentan como una fuerza obtusa que ataca no por crueldad, sino por hambre o azar o mera curiosidad. Es un animal bello y letal, salvaje e incognoscible, y Benchley no proyecta ningún rasgo sobre él. En cambio, se cuida mucho de presentar a un buen ramillete de vecinos para explorar la sociología, la economía y la psicología del pueblo.
Durante casi trescientas páginas navegamos por un best seller hábil y dotado de contenido, un pageturner espoleado con sabiduría por las breves pero contundentes y sangrientas apariciones del monstruo. En su última parte, no obstante, el libro pasa a ser otra cosa. La preside la figura de Quint, el pescador de tiburones, basada en un personaje real de nombre Frank Mundus pero también en el capitán Ahab de Moby Dick. Y ese parentesco literario, en el que tampoco falta algún guiño a El viejo y el mar de Hemingway, hace que la novela se escore de golpe hacia el género de aventuras, primero, y la narración cuasi mítica, después. Tres hombres y un destino dentado. Luego dos. Luego… digamos, simplemente, que el final difiere en parte respecto al de la película. Pero la sensación, a medio camino entre el estrés postraumático y la catarsis, es la misma.
PD: Volviendo a Susak, es muy probable que los vecinos del lugar no bajaran a bañarse en ese verano de 1998 allí donde las aguas del Adriático lamían el pie del Trsat por culpa de la contaminación del puerto de Rijeka antes que por temor a la visita de algún animal voraz surgido de las profundidades. Pero la aleta de aquella mañana y la historia que me relató mi abuela dan fe de que los tiburones han pululado y se han alimentado por allí. Y quien dice allí dice aquí o en cualquier lado donde la ausencia es siempre una presencia en potencia, una sombra constante en el corazón del bañista. Es lo que tienen los miedos primigenios, sobre todo cuando alguien los pone por escrito con un golpe de genio y Hollywood los transforma en leyenda.


