Theodor Kallifatides, un griego que no se hace el sueco

Kallifatides ha hecho de su existencia una serie de grandes murales realistas en los que destaca la palabra “humanidad”. Son cuatro, de momento, los libros traducidos al español por la editorial Galaxia Gutenberg: Otra vida por vivir, El asedio de Troya, Madres e hijos y El pasado no es un sueño. 

 

Texto: David VALIENTE  Foto: Florence MONTMARE

 

Sin margen de dudas, Theodor Kallifatides se ha mezclado “estrechamente con la vida”, como aconsejaba Ernest Hemingway en su decálogo. Sus vivencias personales se han sucedido en contextos traumáticos, pues desde su nacimiento en 1938 ha soportado las calamidades de dos guerras y sus posteriores dificultades económicas, la emigración y las crisis que todo inmigrante sufre en el país de acogida. Pero, lejos de amilanarse, Kallifatides ha hecho de su existencia una serie de grandes murales realistas en los que destaca la palabra “humanidad”. Son cuatro, de momento, los libros traducidos al español por la editorial Galaxia Gutenberg: Otra vida por vivir, El asedio de Troya, Madres e hijos y El pasado no es un sueño. 

Kallifatides es uno de los tantos migrantes que en los años 1960 salieron de Grecia rumbo a Suecia porque la situación económica de su país de origen era poco boyante. Los conflictos habían pasado factura a esa sociedad, dejándola fragmentada por el odio, carcomida por la envidia y las denuncias, pero con la suficiente cordura como para desear que lo pasado solo fuera un sueño del que más temprano que tarde despertarían todos. En El pasado no fue un sueño, una especie de libro de memorias de una juventud atravesada por la pobreza, la persecución política a su padre y las insatisfacciones personales, cuenta, entre otros temas, esa sensación de fracaso que marcó la relación íntima, nada fructífera, que Kallifatides tuvo con su país de nacimiento. A tal punto llegó su desazón que, en algunos pasajes de sus libros, entre líneas, podemos apreciar odio por esa cultura que en sus primeras publicaciones rechazó al decidir escribir en su lengua adoptiva. Sin embargo, también desarticula el espejismo de sus años de juventud, cuando la mayoría de pensamientos embargaban sus esperanzas y difuminaban los sentimientos enmarcados en las relaciones con sus allegados. La gente lo quería y lo respetaba, incluso aquellas mujeres a las que amó profesaron por Kallifatides un sentimiento mucho más intenso de lo que siquiera sospechaba ese niño lector compulsivo.

En Madres e hijos, un setentón Kallifatides decide visitar a su anciana madre de 93 años. Pasará exactamente una semana con ella y no evitará afrontar una realidad inextricable: Grecia no ha progresado, sigue siendo el mismo país caótico que acogió a su padre, un griego obligado a abandonar Turquía, su tierra natal, a causa del Tratado de Lausana. En la segunda década del siglo XX, las costas griegas, al igual que las turcas, se plagaron de campamentos de refugiados; una crisis similar acontece hoy en Grecia, con la salvedad irónica de que los refugiados de hoy no son expulsados de sus hogares y obligados a establecerse injustamente en el país de sus ancestros, sino que buscan perpetuar su linaje lejos de la tierra que los vio nacer. En esta obra Kallifatides también muestra otra realidad más íntima sobre su cultura: a sus 78 primaveras no ha dejado de ser un niño a los ojos de su madre, que aún le reclama con apelativos cariñosos y le consiente haciéndole sus platos preferidos.

Pero aquel niño que siempre llevaba pantalones cortos creció y escribió El asedio de Troya, donde resalta el valor de las mujeres en nuestra sociedad y nos invita a cuestionar el florilegio mitómano que acusa a la mujer de ser la causante de todos los desastres del hombre, entre ellos la caída de Troya a manos de los aqueos. ¿O acaso fue exclusivamente culpa de Helena, esposa de Menelao, a la que los dioses dotaron de una belleza deseada por todos los hombres? ¿Acaso todo el castigo tendría que caer sobre el cobardón y bobalicón de Paris, que hizo lo propio de su naturaleza y quedó prendado de ella? ¿No será más apropiado compartir las culpas y, como bien dice el cantautor italiano Sandro Giacobbe, dejar “el vestido colgado de nuestra inconsciencia?”.