Seb Falk: “Deberíamos apreciar e interesarnos más por la ciencia de la Edad Media, incluso si no hubiera contribuido en nada”

El historiador e investigador del Girton College de la Universidad de Cambridge, Seb Falk, publica «La luz de la Edad Media. La historia de la ciencia medieval «(Ático de los Libros).

Texto: David Valiente  Foto: Jason Bye

 

En un hotel madrileño, sobre la mesa del bar-restaurante, dos astrolabios presiden varias conversaciones sucesivas. La gente transita y posa su mirada durante unos segundos sobre los objetos exóticos. En algunas personas se aprecia un aire vago de desconocimiento que se camufla entre tanta mirada perdida e indiferente. De entre esos andares presurosos, hay uno en concreto coronado por unas pupilas vivaces que dibujan una sonrisa de triunfo y dicen conocer esos objetos extraños.

El astrolabio de menor tamaño es una réplica de un original árabe, que descansa junto a otros cachivaches en el museo de la Historia de la Ciencia de Oxford. Tiene un gran detalle que lo diferencia del original: los meses están escritos en alfabeto latino y en la lengua franca del Imperio romano. Una licencia creativa del autor que debió de parecerle más ornamental que los caracteres del alifato. Su par, una copia de un original inglés que le dobla en tamaño, se fabricó en Ucrania y recrea con fidelidad la decoración vegetal y la cabeza del perro, que representa la constelación del Canis Maior. Por la parte trasera, se aprecia un calendario romano acompañado de símbolos zodiacales. Esta combinación permitía conocer con la máxima precisión posible el lugar exacto en el que se encontraba el sol en el cielo, en cualquier momento del día.

“No le voy a mentir: los astrolabios no me interesan, pero, dígame, ¿por qué deberían interesarme?”. “Un escritor de la Edad Media dijo que los dueños de los astrolabios tenían el mundo sobre la palma de su mano. Me atrevería a decir que poseían el universo entero”, responde en un español fluido el historiador e investigador del Girton College de la Universidad de Cambridge, Seb Falk.

Seb Falk señala que de esta frase se pueden extraer tres ideas: “En primer lugar, las personas asocian su belleza a un misterio indescifrable e incomprensible, pero que les resulta atractivo; piensan que ese halo mágico es especial”. Sin embargo, una vez desentrañan el enigma, “se dan cuenta de que el artefacto funciona y que les ofrece un  conocimiento preciso sobre la hora, la ubicación del norte, la posición de la Meca e, incluso, permite predecir cuándo tendrá lugar la puesta de sol, entre otras cosas”. Por último, y para el autor es lo más importante, “nos permite conectar directamente con la Edad Media, un periodo de la historia que siempre ha despertado mi fascinación”. Cuando sostiene entre sus manos un astrolabio, un libro o algún instrumento de tiempos pretéritos, Seb Falk siente que conversa con las gentes que hace siglos abandonaron este mundo, y que tuvieron intereses, preocupaciones y gustos, tal y como tenemos nosotros.

Desde luego, Seb Falk cultiva una gran sensibilidad por el pasado y una fascinación que nació durante su infancia en el sur de Inglaterra, donde castillos e iglesias medievales destacan con sus colosales dimensiones en el paisaje urbano de los pueblos. Sus clases de historia no le permitían saciar su curiosidad por las vidas pasadas, pues consistían en aprender largas listas de reyes, fechas de batallas con cuatro dígitos y nombres de castillos. Su ya de por sí buena memoria agradeció el estímulo constante, pero al  futuro investigador le faltaba unir las piezas del puzle histórico: saber cómo vivían los reyes, qué tácticas se usaron en las batallas y qué técnicas constructivas se emplearon para que esas moles de piedra siguieran en pie siglos después.

“Además de la historia, la ciencia también despertaba mi inquietud intelectual. Pero, por desgracia, en mi época, el sistema educativo británico no era muy bueno y a los dieciséis años nos obligaban a escoger tres asignaturas, ya fuera de la rama de las ciencias o de las letras. Me dio muchísima rabia tener que elegir, y por eso creo que esta frustración es el origen de mi interés por la historia de la ciencia”, comenta Seb Falk.

En la universidad estudió historia y filología española motivo por el cual pasó un año lectivo en Santander, asistiendo a la Escuela Oficial de Idiomas de la ciudad: “Durante esos meses conviví con tres chicos españoles que me enseñaron a comportarme y a hablar como un español”.

Veinte años después, Seb Falk ha regresado a España convertido en un investigador de la ciencia medieval y con un libro bajo el brazo: La luz de la Edad Media. La historia de la ciencia medieval (Ático de los Libros), una aportación que pretende desterrar algunos mitos muy arraigados en un público genérico, que cuenta con los conocimientos vagos que le proporcionaron en la escuela e instituto: “Algunas de estas personas presumen porque creen que dominan la materia, pero en realidad desconocen los grandes logros científicos de esos siglos, como el hecho de que ya sabían que la Tierra no era plana”, aclara el investigador. La narración ensayística la protagoniza John Westwyk, un monje que era muy ducho no solo en temas religiosos, sino también en cuestiones científicas. “Para mí, fue muy importante que la biografía de este religioso sirviera de eje narrativo que me permitiera unir las diferentes disciplinas científicas y así transmitir con mayor facilidad y claridad una serie de ideas a los lectores que no acostumbran a leer libros sobre ciencias puras”.

John Westwyk, amante de Dios y de la divina ciencia

Aunque ya se sabía que la filosofía y la ciencia eran buenas aliadas para el desarrollo intelectual, no todas las abadías podían permitirse enviar a sus miembros a cursar estudios universitarios. Las carreras eran muy costosas y una abadía modesta, con mucho esfuerzo, tal vez tenía la posibilidad de costear a uno de sus miembros para que disfrutara del placer de aprender materias menos vinculadas a lo teológico. John Westwyk, al parecer, fue uno de esos afortunados, y por eso Seb Falk lo escogió como protagonista de su ensayo: “Este libro nace de mis intentos de hacer accesible a un lector no especializado en la materia mi investigación doctoral. Me pareció que John Westwyk era el personaje histórico ideal porque, sin llegar a ser un héroe ni acometer grandes hazañas de amplio reconocimiento, hizo aportes menores a la ciencia; era lo que podríamos denominar una persona promedio dentro de los círculos del saber, un monje normal con una vida algo más interesante que sus compañeros de abadía”.

Derribando mitos

El principal mito que derriba tiene que ver con esa concepción de tiempo oscuro y de parálisis de la creatividad humana que aún pesa sobre la Edad Media. “Bueno, como en todo mito, la afirmación guarda algún grado de verdad. Si atendemos a los niveles de desarrollo y estabilidad que se dieron durante la segunda mitad del primer milenio después de Cristo y los comparamos con los números del Imperio romano, se puede apreciar un descenso en estas variables. Esto no quiere decir que la época romana se caracteriza por ser un remanso de paz, pero sí hubo suficiente estabilidad y prosperidad para la construcción de grandes edificaciones, la composición de grandísimas obras literarias o la consolidación de sistemas filosóficos complejos”.

Sin embargo, continúa el historiador, “también hay una razón histórica que se vincula con el desprecio que los pensadores y artistas del Renacimiento mostraron por sus predecesores; su menosprecio era una forma de resaltar el profundo conocimiento que acumularon sobre las artes y las ciencias del mundo grecorromano”. Los intelectuales e historiadores ingleses fomentaron esta mala fama de la Edad Media por su deseo de mostrar el protestantismo como una variante religiosa más prolífica que el catolicismo, que al final se quedó con el sambenito de decadencia.

“Para las gentes del medievo era complicado hablar de ciencia e iglesia por separado, ya que, por ejemplo, la teología se consideraba una disciplina científica más”. La iglesia no persiguió las producciones artísticas ni los avances científicos de manera sistemática. De hecho, la institución religiosa apoyó las actividades científicas por dos motivos. El primero de ellos, cuenta el autor, es que entender a Dios se convirtió en un principio fundamental: “Los cristianos creían que la naturaleza había sido creada por el altísimo, por lo tanto, para comprender sus intenciones divinas, era indispensable entender, a través de la ciencia, los detalles de la creación”. El segundo motivo es la importancia que la institución dio a una formación exhaustiva del clero “para contar con curas, administradores o abogados bien preparados”. “La iglesia fundó universidades donde se impartían materias varias y útiles para educar a los religiosos. Esto significa que dieron libertad al profesorado para enseñar y al alumnado para aprender todo aquello que moviera sus intereses intelectuales”.

Una lucha a favor de la interdisciplinariedad

Su ensayo también es un intento de combatir la bifurcación disciplinar que tanta frustración le creó en sus años juveniles: “La ciencia y las humanidades no deberían separarse, hay interdependencia entre ellas”. La historia, la literatura o la filosofía cumplen ciertos estándares científicos, se nutren de conocimiento a través de sus propios métodos. Asimismo, la ciencia basa su desarrollo teórico en hipótesis, métodos y experimentos, también creaciones de la genialidad humana. Para convencer a terceros (el acto de convencer es también típico del Homo sapiens sapiens) de alguna nueva teoría, como que la tierra gira alrededor del sol y no al revés,  se emplean palabras, una herramienta, si seguimos esa división, propia de las humanidades.

Seb Falk concluye sus reflexiones diciendo que “con mi libro, quiero hacer ver a las personas que deberíamos apreciar e interesarnos más por la ciencia de la Edad Media, incluso si no hubiera contribuido en nada. Creo que no estaría de más invertir tiempo en conocer los asuntos que les interesaban, ponernos en su lugar y tratar de conocerlos en profundidad”, concluye Seb Falk.