Samanta Schweblin, el lado inquietante de la ternura

Schweblin vuelve al género de su debut con «El buen mal» (Seix Barral).

Texto: Gaia Tilotta  Foto: Iván Giménez

 

Samanta Schweblin tiene los ojos muy oscuros y una mirada intensa; tanto que ella misma podría parecer un personaje de sus cuentos. Sin embargo, cuando empieza a hablar muestra una personalidad encantadora. Voy a escucharla en la presentación de El buen mal (Seix Barral), en la biblioteca Agustí Centelles de Barcelona. En las butacas a mi alrededor están sentados sus alumnos del máster de escritura creativa de la Universidad Pompeu Fabra con los que, tras la larguísima firma de libros, la escritora argentina se saca una foto. Todos comentan lo mismo: es tan brutal como profesora que como escritora.

Con El buen mal, Schweblin vuelve al género de su debut y pone fin a la larga espera que siguió a la publicación de su segunda novela y quinto libro, Kentuki, en 2018. Efectivamente, Schweblin ingresó en el mundo de las letras con la recopilación de relatos El núcleo del disturbio, ganador en 2001 del premio argentino del Fondo Nacional de las Artes.

La autora es uno de esos fenómenos literarios que pone de acuerdo a la crítica y los lectores por su capacidad de construir argumentos cautivadores con un lenguaje que estremece por su exactitud. En 2014 recibió el Premio Konex por su trayectoria como cuentista y, por Distancia de rescate (Seix Barral, 2015), se le otorgaron los premios Tigre Juan y Tournament of books, y se la seleccionó para la shortlist del Man Booker International.

A pesar del éxito que obtuvieron sus novelas, Schweblin afirma con orgullo durante la presentación: “Yo me considero cuentista”. Reivindica su pertenencia a la tradición literaria del fantástico argentino, que incluye a nombres de relieve como los de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Como el autor de Rayuela, también Samanta Schweblin escribe desde Europa, después de que se mudara a Berlín en 2012. Pero el lector de El buen mal no dudará cuando Schweblin afirma que Argentina es el territorio de su escritura: todos los relatos tienen una referencia o se sitúan en el país rioplatense.

Estos seis cuentos se desarrollan alrededor de esos momentos de revelación en los que lo extraño o lo insólito se manifiestan irreversiblemente en un día aparentemente normal. No está claro si Schweblin trabaja con el lado tierno de lo ominoso o con el lado extraño del afecto, pero todos los cuentos exploran vínculos emocionales en el instante exacto que precede a su quiebra. El título, pues, formula una pregunta al lector: ¿el bien y el mal son de verdad opuestos irreconciliables?

La recopilación parece organizada de manera especular: en Bienvenida a la comunidad y El superior hace una visita se trabaja con las razones que empujan hacia el cuidado del otro, en el primer caso de las hijas y, en el segundo, de la madre de las protagonistas; en Un animal fabuloso y en La mujer de Atlántida, los personajes recuerdan un luto; y, en William en la ventana y en El ojo en la garganta, las llamadas telefónicas concretan los obstáculos de comunicación a los que se enfrentan los personajes.

En todos los cuentos, el lector goza de la manera en que Schweblin trabaja la psicología de los personajes a través de leitmotivs personales o gestos habituales. “Este reclamo a lo específico es una herencia de mi abuelo”, quien le exigió que, al redactar su diario, escribiese cotidianamente no qué sentía, sino en qué parte del cuerpo y en qué momento exacto del día sentía sus emociones.

Como en toda recopilación, algunos cuentos resultan más rotundos que otros. En Bienvenida a la comunidad y Un animal fabuloso se repite la estructura circular, y William en la ventana carece del dinamismo que atraviesa, por otro lado, las últimas tres piezas del libro. En particular, en La mujer de Atlántida y El ojo, donde la autora entreteje tanta ternura y tensión que resulta imposible interrumpir la lectura a pesar de que son cuentos largos.

En El ojo en la garganta, Schweblin vuelve a trabajar con los accidentes domésticos que afectan a niños pequeños y con los límites del cuidado por parte de los padres, como ya hizo en Distancia de rescate. Sin embargo, hay una inversión de la perspectiva, lo que hace del narrador uno de los aciertos de este cuento: es el hijo, que se ha quedado áfono tras el accidente, el que relata la historia.

En fin, al concluir el libro el lector no duda de que la cita de Silvina Ocampo puesta como epígrafe es veraz: “Lo raro siempre es lo más cierto”.