Releer y otros demonios
La importancia de releer. Ana Rodríguez elige «Buenos días tristeza», de Françoise Sagan.
Texto: Ana RODRÍGUEZ ÁLVAREZ
Justo el día en que comenzaban mis esperadas vacaciones, caí enferma. Nada grave, por suerte. Tan sólo un resfriado tozudo motivado por los bruscos cambios de tiempo y por una bajada de defensas culpa del estrés: había llegado al final de curso exhausta. Así que lo que esperaba que fuera un inicio de semana cuajado de sol y playa acabó conmigo derrotada de cansancio y triste por no poder aprovechar el escaso tiempo libre de que disponía. Por si fuera poco, llovía como si estuviéramos en otoño. Una falacia patética en toda regla.
Recién llegada a la casa del pueblo, decidí atrincherarme en el sofá de mi estudio, cubierta por una manta y con el termómetro y varios paquetes de clínex a mano. Como suele ser habitual en mí, había traído una pila de libros mucho más grande de lo que podía asumir, no por un arranque de optimismo, sino ante la posibilidad de que me apeteciera leer alguna obra que, de hacer una selección más realista, habría descartado. Cuánto influye mi cambiante estado de ánimo a la hora de escoger lecturas.
No es mi intención mencionarlos todos, pero como estoy obsesionada con las listas, aquí va una parte de los libros que me había llevado:
- Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector, de Benjamin Moser.
- El arte de la alegría, de Goliarda Sapienza.
- Montevideo, de Enrique Vila-Matas.
- El placer del texto, de Roland Barthes.
- Zona ciega, de Lina Meruane.
- La divina comedia, de Dante Alighieri.
- El acontecimiento, de Annie Ernaux.
- Cosas que no quiero saber, de Deborah Levy.
No obstante, en lugar de uno de los muchos que tenía pendientes, opté por releer Buenos días tristeza, de Françoise Sagan. Quizás porque, como decía, el catarro me había desanimado; quizás porque, en el fondo, anhelaba estar tostándome en una mansión de la Costa Azul en lugar de en un pueblo marinero en el que no paraba de llover ni en pleno verano.
Había leído esa novela que catapultó a la fama a su –por entonces– jovencísima autora diez años atrás. Recordaba con nitidez la sensación de que me había gustado, pero lo cierto es que a la memoria sólo me venían unas pocas pinceladas de su argumento: que Cécile, de diecisiete años, se dedicaba al dolce far niente en una casa rodeada de pinos y mar; que su padre viudo iba sumando una amante tras otra; que la última de esas amantes –Elsa–, compartía con ellos tanto las vacaciones estivales como la actitud despreocupada ante la vida; y que, para Cécile, esa felicidad indolente se quiebra con la llegada de Anne, por lo que decide ponerle remedio, como si se pudiera recuperar lo que ya se ha perdido.
La cuestión que cabría preguntarse no es tanto por qué escogí este libro sino por qué, frente a una pila de obras a la espera de que las abriera, volví sobre páginas ya leídas. En definitiva, por qué merece la pena releer.
Una posible teoría podría ser porque la relectura constituye una forma de resistencia, un acto partisano en estos tiempos en los que prima performarse y acumular, sea lo que fuere (cosas, experiencias, personas).
Otra teoría, no incompatible con la anterior, parte de la base de que los libros son como los seres humanos: nunca los conocemos a primera vista, sino tras sucesivos encuentros –y eso, en el mejor de los casos–. De ahí que quienes nos fascinaban en un primer momento puedan acabar decepcionándonos, y a la inversa. No les falta razón a los que acuden a la manida imagen de las «capas» de un libro. Mientras que la primera vez únicamente arañamos la superficie, a través de las relecturas empezamos a atisbar los engranajes del artefacto. Todo esto es verdad. Ahora bien, creo que hay una veta que también convendría explorar: las relecturas nos dicen cosas nuevas no sólo porque profundizamos en el fondo de las obras, sino también porque nosotros, sus lectores, somos distintos.
Sagan escribió un texto maravilloso que da cuenta de dos tópicos fundamentales –y volvemos a las listas–:
- Que el eros y tánatos es el tema por excelencia, en la Literatura y en la vida.
- Que, como decía santa Teresa, se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.
En mi caso, la novela me gustó todavía más que la vez anterior. Porque aunque las palabras no habían cambiado, yo sí.
Hace una década, mi personaje predilecto habría sido Anne: tan culta, tan elegante, tan estoica –al menos a ojos de esa narradora no fiable que es Cécile (aunque, por otro lado, ¿quién es un narrador fiable?)–.
Sin embargo, ahora me quedaría con esta última, movida por el deseo y el ansia de la libertad más genuina: la de rechazar los moldes. Cierto: Cécile miente, actúa de manera egoísta, manipula a todos a su antojo con una táctica digna de Maquiavelo… pero es humana. Y si algo he aprendido en estos últimos años es que nunca somos tan buenos como parecemos y que nos equivocamos más de lo que nos gustaría reconocer.
Nada me dicen las historias de perfección, propias de hagiografías. Tampoco esas vidas cuasi-impolutas a fuerza de no hacer nada. Me interesa el error y el fracaso, que son el verdadero patrimonio común a todos nosotros. El arte de perder y de recomponerse (que daría para unos cuantos ensayos).
Ya lo decía George Steiner, es un horror ese afán por no equivocarse. Probablemente dé lugar a vidas más tranquilas pero, sin duda, más hueras. Y yo no querría una de esas. Como siempre me dice A., hemos venido a jugar. Cécile ya lo sabía con diecisiete años; yo he tardado el doble en aprenderlo, pero he llegado a tiempo. Tras varios días de lluvia, ha vuelto a salir el sol.