Ramón Bayés: “Mientras vivamos y seamos conscientes, la vida empieza a cada instante”

El psicólogo y escritor Ramón Bayés hace un viaje al fondo de casi un siglo de recuerdos en “La jungla de mi memoria”.

Texto: Antonio ITURBE  Foto: Plataforma

 

Ramón Bayés, profesor emérito de psicología de la Universidad de Autónoma de Barcelona, se adentra en esa difusa masa de acontecimientos y momentos guardados en el disco duro del cerebro a través de la fórmula del “Me acuerdo…”, las palabras que ejercen de conjuro para que vayan aflorando instantes de su vida, de los más históricos a los más cotidianos, que van conformando un retrato impresionista de las últimas décadas en el que varias generaciones pueden verse reflejadas. “Sobre las tiendas del barrio”, “Mi primera comunión rodeado de banderas falangistas”, “Serenos, estraperlistas y castañeras”, “La primera revista que eliminó Fraga cuando fue ministro”, “De cuando Psicología formaba parte de Filosofía y letras”, “¡Todos al suelo!”…

Sus apuntes son personales, intensos pero contenidos, sin soflamas ideológicas ni moralejas, convirtiendo su memoria en un Cine-Exin de recuerdos que se proyectan en la pantalla de las páginas para que cada uno arme su propio relato y saque sus propias conclusiones. Podría ser un libro que mira hacia adentro sean unas páginas miran hacia afuera, a cada uno de nosotros.

 

La fórmula “Me acuerdo…” es atrayente. ¿Pero no corremos el riesgo de convertirnos en adictos a la nostalgia?

No necesariamente, pero tiene razón. Es un riesgo. Ni la última frase del libro ni el dibujo de la avioneta, colocadas ambas en la portada del libro, van en este sentido. La vida es un viaje.   Fueron elecciones del maquetista, a quien no conozco, pero que comparto plenamente: Mientras vivamos y seamos conscientes, la vida empieza a cada instante, distinta, por estrenar.

Hace muy pocos comentarios valorativos, o muy escuetos, sin sermones morales. ¿No ha sentido la tentación en algún momento de pontificar o apostillar más?

La he sentido, tiene razón. Pero habría cometido un error. Creo que me iré de este mundo sin haber entendido gran cosa. Y, sin embargo, aunque la vida no tuviera sentido, hay que seguir intentando encontrarle alguno, como intenta Camus, una y otra vez.

Hay recuerdos que parece que mucha gente ha eliminado. Pero usted sí se acuerda de cuando todo el mundo de niño tenía que cantar canciones falangistas o de que Franco entró en Barcelona entre vítores… ¿Cuando se habla de verdad histórica es difícil sustraerse al sesgo de lo subjetivo?

Canté el “Cara al sol” en muchas ocasiones, aunque no lo entendiera. Si me lo propusiera creo que todavía podría hacerlo. Con la canción del ColaCao me ocurre algo parecido. En mi primera comunión, los falangistas estuvieron en silencio, inmóviles, como un telón de fondo, desplegando sus banderas.

Sí, vi las tanquetas del ejército de Franco entrar lentamente desde el fondo de la Diagonal hasta llegar al monumento en el que nos encontrábamos, y recuerdo que hubo muestras de acogida explícitas en las personas que estaban a nuestro alrededor. Los vítores a Franco no tuvieron lugar en donde estábamos nosotros. Si los oí, entusiastas, en alguna de las visitas posteriores que Franco realizó a nuestra ciudad.

Uno de los recuerdos es el de los maestros del bachillerato. ¿Qué significaron para su crecimiento?

La mayoría de mis profesores eran buenos en conocimientos de su materia, pero no solían atender a las necesidades individuales de sus alumnos ni los asesoraban en sus proyectos de futuro.

Hay un bonito recuerdo hacia el milagro de esos vecinos que se convierten en una comunidad de amigos. ¿Cómo está ahora ese edificio suyo en esta Barcelona actual? 

El “milagro” duró unos veinte años. Después, algunos se marcharon a nuevas viviendas; otros, murieron. Queda un hermoso rescoldo que se ha prolongado en el tiempo: los propietarios actuales (el grupo de hermanos que los heredaron) han sido generosos con los inquilinos supervivientes, que, ahora ancianos, vimos crecer a muchos de ellos desde la infancia. Creo que podré morir en el piso que alquilé en 1960 a sus padres y en el que he vivido toda mi vida. Personalmente, les estoy muy agradecido.

También hay recuerdos que llevan a muertes muy dolorosas como la de su hijo o su esposa. ¿Es posible encontrar el sitio al dolor en nuestras vidas?

Hay que aceptar lo que nos depare la vida. Y pensar que, aunque sea poco, todavía podemos hacer algo que beneficie a otros seres humanos y pueda dar sentido a nuestra esperable corta existencia.

Esta mañana ha venido a verme la viuda de uno de los compañeros de la posguerra que se mencionan en el libro. Acompañada de una hija y dos nietos, hacía muchos años que no la veía. Mi gran amigo Facundo, al que menciono en el libro, hace tiempo que falleció. Me acuerdo muy bien del momento en el que le presenté a Angelina, la mujer que tenía delante, en las oficinas de la fábrica donde ambos trabajaron. Algunos de los que ahora estaban alrededor de la mesa eran fruto de mi aparentemente insignificante acción de presentar a una pareja. Lo cual me ha recordado la película “¡Qué bello es vivir!”.

En las reflexiones finales señala la vulnerabilidad de los sistemas informáticos que creemos tan poderosos o el acecho de la enfermedad… ¿Somos más vulnerables de lo que creemos?

En mi opinión, sí. Angels, mi esposa, a la que los resultados de una analítica realizada pocas semanas antes auguraban larga vida, murió en cuatro horas de un ictus; mi hijo, la misma tarde en que me explicó sus maravillosos planes para el futuro, fue atropellado mortalmente por el error de un desconocido.

Usted es un psicólogo eminente, pero ¿por qué en este libro hay más poetas que psicólogos?

Tal vez porque la buena poesía, al igual que la naturaleza que nos quede tras el paso arrollador del negocio turístico, no precisan de interpretaciones ni de intermediarios. Nos benefician a todos; los amaneceres y los cielos estrellados son gratis.